Siempre habrá tiempo

Para Fer

Llevo un par de semanas escuchando los discos de Leonard Cohen mientras trabajo en la computadora. Suelo ser más productiva con otros ritmos, pero en este momento no hay música mejor para entregarme a mis monótonas, pero extrañamente gratificantes, actividades.

Cierro un mes de trabajo intenso, de pequeñas metas que alcanzar y de frenar el flujo a los pensamientos obsesivos. Hace años que no me sentía tan en sintonía. Supongo que son las rutinas y los ínfimos logros del día a día lo que nos mantiene en ruta. Tú sabes de esto, por eso hacer pan, deporte y música es tu herramienta para salir de aquel agujero que nos es tan familiar.

Es curioso, ambos proyectamos una sombra de manías y hacemos de las pilas de dudas laberintos en los cuales perdernos. Como a mí, te gusta volver una y otra vez a las preguntas sin respuesta, tentar a la angustia y observar el mundo bajo la luz menos favorecedora. No tienes miedo a la parálisis que viene después del desencanto.

Tengo la sensación de que la mayoría de las personas confunde nuestro gusto por el desengaño con tristeza. Sin embargo, comparto tu idea de que para aprender a estar en el mundo necesitamos encontrarnos contra la pared y darle la bienvenida al insomnio.

Me gustaría pensar que no hay nada más vital, más esperanzador que esta actitud ante la vida. Por eso nos agrada tanto Cohen, ese poeta atascado que se hizo monje y años después volvió para hacer las paces y cantarnos sus canciones más obscuras. Por cierto, hay una canción suya en la que no puedo dejar de pensar, se llama “Famous Blue Raincoat”. Ahora sí que la había oído antes, pero no escuchado. La historia es tan compleja y simple a la vez, esa es su belleza. En el fondo lo que me mueve es esa necesidad de lanzarle unas líneas a un amigo que por alguna razón salió de nuestras vidas. ¿Puedo decir eso de ti? Con esta pregunta me cimbra la realidad: tú ya no estás. Sin aviso, ni despedidas, sólo silencio.

Hay cosas que no tienen solución y tu silencio es una de ellas. Supongo que al igual que Cohen en la rola que traigo colgada de la mente, sólo quiero decir: “Te extraño”. Me hace falta tu amistad epistolar, echo de menos hablar de la fauna literaria que tanto nos emocionaba. Los conejos blancos de Cortázar y los gatos del Hemingway. Hablar sin ton ni son de nuestros venenos, recetas y series animadas predilectas.

Llevo meses con tus poemas en mi escritorio, los resguardo en una de mis carpetas más queridas. Darles forma de poemario es el proyecto con el que quisiera darte las gracias por tu amistad, pero fracaso cada vez que intento arrancar. Conforme recorro líneas, se forman preguntas que quiero hacerte, me dan ganas de volver a decirte que disfruté especialmente tal o cual imagen, pero la creciente tensión de los músculos de mi mandíbula me recuerda la realidad inescapable.

Siempre pensamos que tendremos tiempo, supongo que sin semejante ficción no podríamos funcionar o navegar el mundo. Pensé que habría más tiempo, más años de amistad y correspondencia.  Todo este tiempo no he dejado de pensar en cosas que contarte, me pregunto constantemente qué dirías de lo que escribo e imagino la forma que habrían tomado tus canciones.

Prometo que esta vez sí comenzaré tu poemario para terminarlo, aunque no logre quitarme la angustia de adjudicarme una tarea que nadie me encomendó ni me corresponde. No sé, siento que te lo debo, agradezco que te hayas cruzado en mi camino, aunque fuese tan efímeramente. Supongo que esa es la magia de la amistad, puede construirse a lo largo de décadas o suceder en un momento tal que dicho encuentro deja una marca para toda la vida.

Creo que al fin puedo releer tus poemas, al menos ya no me sobresalto ni me dan ganas de correr cuando veo a alguien que se te parece en la calle. Eso sí, lo haré imaginando que no he recibido noticias tuyas porque estás bien. Así solía ser, entre más feliz te sentías, más se espaciaban tus correos. Estoy segura de que me concederías esta mentira.

Hasta ahora amigo, te echo de menos.

P.

La vida en la pantalla

Acto I. La letra con tele entra

Sábado por la mañana. El cuarto de mis padres. Principios de los noventa.

No hay nadie en casa, la televisión es toda mía. Única regla autoimpuesta: evitar el canal 99. Según los rumores en la escuela en ese canal se ven escenas fugaces de “películas para adultos”. ¿Mito o realidad? Mejor no saber, lo que se dice que te pasa después de ver cosas “impropias” no lo amerita. Además, el universo adulto es aburrido.

Me gusta la televisión y no soy quisquillosa. Me he chutado hasta el funeral de Cantinflas, pero hoy es un día especial, es sábado y pondrán un programa sobre “sucesos inexplicables”. Todo lo místico y extraterrestre me fascina. Si creo en Dios, por qué no creer también en los ovnis, en seres magníficos horadando las líneas de Nasca o en gigantes prometeicos esculpiendo cabezas de piedra en la Isla de Pascua.

Esta es la última década del siglo XX y todo parece sacudirse. Se forman círculos misteriosos en campos de cultivo, los “avistamientos” son cada vez más frecuentes y en México no tardará en andar suelta una criatura llamada “El Chupacabras”.

Mientras espero a que inicie mi programa, doy un repaso a los demás canales. Algo me llama la atención: un grupo de niños ataca al que parece más débil, lo empujan y muere. Están en una especie de isla, no hay adultos y pese a lo que acaba de suceder ninguno parece afectado. Después de unos minutos de comerciales reinicia la transmisión y me entero de que la escena pertenece a una película basada en El señor de las moscas de William Golding.

Me atrapa la historia, comprendo la violencia entre niños. No hace mucho, Roberto, un compañero de clase con quien no recuerdo haber cruzado palabra, se acercó a mí a la hora del recreo para empujarme. Al parecer lo hizo porque “le gusto”. Me levanté del suelo como si nada, no sentí dolor, sólo una injustificada vergüenza. Los gritos de la “Miss” me hicieron percatarme de que mi brazo derecho imitaba la curva de una carretera, estaba fracturado.

No sé qué pensar de los niños, me desconcierta no conocer las razones por las que actúan como lo hacen. Los adultos están ahí, pero no ven o quizás simplemente en el fondo sigan siendo niños con disfraz de papás.

Gracias a este programa de TV se abrió en mi mente una nueva ventana para observar el mundo. El resumen en imágenes del libro de Golding me respondía muchas de las cosas que no comprendía de mi vida cotidiana (la violencia gratuita, por ejemplo). Ordenó y desordenó las ideas y explicaciones que le daba a las acciones de los otros.

Nueva afición: ver programas sobre libros. Las uvas de la ira, El gran Gatsby, La letra escarlata. No entiendo del todo de qué van los libros, pero intuyo significados, sentidos y conexiones.

Acto II. El infinito “continuará”

Vacaciones de verano. Finales de los noventa. La escalera de casa de mis papás.

Me he vuelto experta en leer cosas que no comprendo. Escuché a uno de mis hermanos decir que compró el libro El extranjero porque explica algo de la canción “Killing an Arab” de The Cure. Leí el libro del señor Camus, hay arena y un crimen.

Acabo de tomar prestado otro libro de mi hermano Rogelio: Generación X de Douglas Coupland. Me llama la atención porque en estas vacaciones David (mi otro hermano) y yo rentamos la película Reality Bites y justo hablan de esa dichosa “generación X”. Me gustó mucho la peli, sale el actor tan guapo de Antes del amanecer y la hace de pareja de una bellísima actriz con nombre extraño: Winona. Cuando sea grande me quiero cortar el cabello como ella.

Reality Bites se centra en los amores y desamores de un grupo de amigos recién salidos de la universidad. La protagonista está perdida, no sabe qué se supone que debe hacer con su vida. Sus amigos tienen trabajos mal pagados y siente miedo de encontrarse en la misma situación. Todos rechazan el acartonado mundo adulto, buscan su libertad, pero también están muy asustados. Tienen miedo del SIDA, de la rutina, el desempleo, de convertirse en sus padres o de decepcionarlos.

La película me hizo comprender que “crecer” no se limitaba a casarse y tener hijos, también era una promesa, una búsqueda, un infinito “continuará”. Pero ¿qué es lo que creen que van a encontrar? ¿Cuál es la meta? ¿Cuándo podemos decir: “he llegado”? Quiero respuestas, un mapa que me guíe y ayude a sortear las trampas en las que veo caer a los adultos que me rodean, por eso tomé el libro de Coupland.

Generación X no se parece a ningún otro libro que haya leído, trae viñetas cargadas de humor ácido y un delirante glosario en los márgenes. El libro cuenta la historia de unos jóvenes que me parecen sumidos en la depresión, el enojo y la frustración. A veces yo también me siento así, no sé explicarlo.

Uno de los muchos “conceptos” inventados por el autor se me quedó grabado:

Punto de engorde: Puesto de trabajo pequeño y abarrotado hecho de paneles desmontables y ocupado por miembros poco importantes del personal. Llamado así en recuerdo de los pequeños cubículos de los mataderos utilizados por la industria cárnica.

Yo no sé qué quiero, pero ciertamente no me apetece convertirme en una res con mirada perdida, engordando mientras espera la muerte. Una vez más un libro me da pautas para navegar los días.

La globalización y la cultura de masas me permite identificarme con algo escrito para un público de clase, nacionalidad y edad muy distinta a la mía. Se olfatea ya el cambio de siglo.

Acto III. (De)generaciones

Una mañana en la cafetería de la preparatoria. Año 2001.

Todos se arremolinan frente a la televisión, vemos una y otra vez caer las Torres Gemelas en Estados Unidos. Algunos festejan el “golpe” al país vecino, otros sollozan y yo no sé qué pensar. Me angustia un poco no distinguir si las imágenes son reales o escenas de una película. Me inquieta lo entretenido que nos resulta todo esto.

Mi personalidad cada vez está más clara, soy una persona pesimista pese a todos mis esfuerzos por ser más ligera o alegre. Consumo sin orden o mesura todo producto audiovisual que se pueda etiquetar como alternativo. Películas como El Club de la pelea o Corre Lola corre, canciones como Do the Evolution o la caricatura Daria refuerzan mi óptica sombría.

La noción de la generación X me hace sentir cobijada, pero al mismo tiempo me aleja de lo que me rodea. Me siento desilusionada del mundo adulto y no existo dentro de las aulas o los pasillos de la escuela. No sé qué está mal conmigo, ¿salí defectuosa? No le digo a nadie que me siento como el cantante de Radiohead en el video “No Surprises”. Me ahogo, pero no quiero que mis hermanos me delaten, no quiero decepcionar a mi papá, no quiero hacer llorar a mi mamá.

No alarms and no surprises / no alarms and no surprises/ silent

Acaba de empezar el siglo y siento que mi mundo se cae a pedazos. Dramatismo adolescente, no cabe duda. Todos seguiremos adelante sin darnos cuenta. Continuarán las crisis económicas, pero nos harán sonreír las promesas de bienestar y el internet. Tendremos el juego de la viborita en los celulares, Napster y pasaremos cada vez más tiempo en el reino de la www.

Acto IV. (Neo)nostálgicos

Miércoles por la noche. Cafetería en la Colonia Portales. Año 2023.

Tengo las uñas un poco moradas por el frío, pero no quiero volver a casa sin corregir el artículo que me acaban de dictaminar. Los comentarios son positivos, pero solicitan algunas modificaciones. Para la elaboración del texto recurrí al libro Zeitgeist Nostalgia de Alessandro Gandini. Me gustó, hay frases e ideas que hacen eco en mí.

Gandini habla de las cafeterías abarrotadas de gente trabajando, teniendo juntas o con la cara sumida en la computadora. Tomando café de una taza o vaso que parece inagotable. Plantea que hoy trabajar mucho no necesariamente significa tener un empleo. No puedo evitar pensar que el presente que vivimos se parece poquísimo a lo que imaginé que iba a ser el futuro, mi vida adulta.

Quizás hoy no vería con tanto desprecio un trabajo en un “punto de engorde”, tendría un salario fijo, aguinaldo, odiosas fiestas de oficina, uno que otro jefe cretino, pero también estabilidad, quizás hasta seguro de gastos médicos y jubilación. Qué bien nos vendría un poco de esa vida aburrida que abrumaba al Thom Yorke que cantaba No Surprises. “El vato literalmente se estaba ahogando en una pecera con agua”, pienso.

Qué paradoja, ¿no? En tiempos ilegibles y violentos en el que nuestras vidas penden de un hilo, estabilidad y monotonía suenan a paraíso en la tierra. Lamentablemente, las cartas están marcadas, tenemos poca incidencia en el asunto sin importar el pensamiento “positivo” que nos quiere imponer el mindfulness, el coaching y la ideología del emprendimiento.

Ser adultos no resultó ser como temíamos, sino un poco peor. Entramos a la vida adulta, inexpertos y anhelantes como cuando se entra al mar. Pero ese mar nos revuelca en cuanto nos sentimos confiados. Nos hace girar 180 grados hasta que rozamos el fondo con los dedos y nuestras piernas revolotean hacia el cielo. Ser adulto es el trago de agua salada (y sucia) que deja un ardor que te recorre desde la nariz hasta la parte de atrás de la cabeza. Es una aguamala lacerante en Puerto Marqués.

Lo único que me reconforta es el hecho de que ésta no es una experiencia exclusivamente generacional, pienso que más bien es un fenómeno universal y ahistórico. Una especie de hambre existencial que siempre ha acompañado al ser humano sin importar época o condición. Es como si cada uno de nosotros fuera dotado al nacer de su propio mar obscuro y subterráneo, un abismo que no vemos, pero intuimos. ¿De qué hablan si no de esto La región más transparente de Fuentes, El primer hombre de Camus o el cuento Bienvenido Bob de Onetti? Bueno, no sé, puede ser que siga sin entender los libros que leo.

Vuelvo la vista a las hojas sobre la mesa. Es tarde y tengo frío. Mejor cierro este asunto y me voy a avanzar en los pendientes de mi segundo trabajo. No me quejo, es lo que hay y me basta.


Dejo unas canciones para acompañar el texto 👇

El lado B del amor

A

¿Qué es el amor? ¿La irrefrenable fuerza que te hace correr tras una persona? ¿Es un salto al vacío? ¿Un abandono de uno mismo? ¿Dónde habita el amor? ¿En los grandes gestos? ¿En demostraciones públicas de afecto o arreglos florales?

Si bien desde niña comprendí lo que era el amor dentro del entorno familiar, poco sabía del amor romántico. El primer retrato idealizado de una pareja enamorada me lo regaló la televisión cuando mientras cambiaba los canales me topé con la película Antes del amanecer (1995).

No la empecé a ver desde el inicio y no comprendía del todo de qué hablaban los protagonistas, pero mi recuerdo de la trama es el siguiente: un joven estadounidense viaja en tren (es la primera vez que sale de su país) y allí conoce a una chica francesa con la que comienza a platicar sobre libros, música y, obviamente, el amor. El joven parece querer sacudirse las expectativas que los demás han depositado en él. En la mirada de la chica vislumbra una puerta hacia su “verdadero yo”. Ella es mucho más culta que él, lo cuestiona y aleja de los márgenes de lo conocido. Miradas anhelantes, camaradería y sonrisas colman cada uno de sus momentos juntos.

La escena que recuerdo más claramente se desarrolla en una tienda de discos en la que hablan risueñamente sobre cantantes y bandas para finalmente entrar a una cabina para escuchar a Nina Simone (de esto último no estoy segura, quizás mi memoria me engaña). Cada día que pasa los acerca a una separación inminente, pero justo en este momento donde el amor empieza a tornarse amargo, tuve que apagar la tele porque mi mamá me pidió que le ayudara con alguna tarea doméstica. Para mi mala suerte, no volví a encontrar la cinta a pesar de que durante los días que siguieron estuve atenta a la programación.

Aunque nunca conocí ni su principio ni fin, esta película de amor juvenil me marcó profundamente. Comencé a pensar que el amor era algo que nacía inesperadamente, algo sin explicación que dependía en gran medida de la casualidad. A la luz de Antes del amanecer enamorarse era viajar, charlar, compartir música y libros, caminar por la ciudad. El amor significaba una posibilidad de descubrirnos a nosotros mismos a través de la mirada de otro ser humano.

Con este primer conjunto de pistas sobre el amor navegué durante mi adolescencia y fui agregando otras referencias que iban desde la trágica historia del Dr. Zhivago, pasando por el complicado amor de Leilana y Troy en Reality Bites, hasta llegar a John Cusack con gabardina y grabadora en Say Anything.

Unos años después, ya en la universidad, me entusiasmé al ver anunciada la secuela de Antes del amanecer e invité a mi mejor amiga a verla. En esta película el par se reencuentra por casualidad en París. Los dos cargan con más de un fracaso amoroso y sus vidas adultas se muestran distintas a lo que ellos soñaron, pero el amor y Nina Simone son nuevamente la antesala de la felicidad. Recuerdo que salí contenta del cine, la historia me seguía atrapando (algo que no sucedió con la tercera parte de la saga).

Y cómo no iba a hacer eco en mí esta versión del amor si en mis 20´s pensaba que éste habitaba en todas las tardes de lluvia o en cualquier mirada furtiva. No por nada encontraba en películas como Alta Fidelidad, Allegro, Los paraguas de Cherburgo o Noches Púrpuras el lenguaje que componen lo que llamo para mí misma “el lado A del amor”.

¿A qué me refiero con “lado A”? Bueno, lo relaciono con las dos caras que tenían los vinilos o los casetes. En el lado A de los sencillos musicales se ubicaba la canción que tenía más probabilidades de convertirse en un éxito, mientras que el lado B solía contener canciones secundarias de relleno que supuestamente carecían de ese punch de la canción principal. Si bien las caras A realmente contenían las canciones más pegajosas y que más rotaban en la radio, existieron lados B que superaron el éxito de la canción principal y sin los que la historia de la música sería otra. ¿Qué sería de nosotros sin lados B como Hound dog de Elvis Presley, Green Onions de Booker T & The MG´s, Revolution de los Beatles, You Can´t Always Get What You Want de los Rolling o We Will Rock You de Queen?

Bueno, a lo que quiero llegar es que como en los sencillos musicales, el amor tiene (como mínimo) dos lados: uno vistoso, emocionante y lleno de luces. Y otro un poco más peliagudo, complejo o menos ligero. El “lado A” lo suelo pensar como ese primer momento de descubrimiento y emociones desbordadas y el “lado B” es lo que viene después de los primeros meses o años del enamoramiento, otra forma de amor con tiempos o intensidades distintas. Tengo la impresión de que la cultura de masas, al menos con la que yo crecí, le ha dado más tiempo al primer lado del amor. Son pocas las películas que nos hablan de la monótona vida en pareja o relaciones de largo aliento, salvo que sea para hablarnos de la destrucción misma del amor o de “segundas oportunidades”.

En mi caso, el “lado A” del amor me inclinó a enamorarme de todo y de nadie al mismo tiempo. Y más que encontrarme, me da la impresión de que me perdí. Quizás por ello no he vuelto a ver Antes del amanecer a pesar de que tengo el DVD en casa. Sospecho que este cuento de amor que tanto significó para mí, hoy me parecería chocante y un tanto ridículo. Prefiero conservar el relato que me he hecho de él con todo y sus huecos, dejar intacto aquello que sirvió de base para mi mito personal del amor romántico.

B

¿Y si hubiese tomado la llamada? ¿Y si la vergüenza no me hubiera impedido decir lo que sentía? ¿O si el orgullo no me hubiese impedido pedir perdón? ¿Qué tal si lo hubiese apostado todo? Una infinita variación de preguntas de este tipo suele atormentarnos a lo largo de la vida adulta. Es una inclinación a internarnos en el agreste terreno del “Si hubiera”.

La incógnita de lo que no fue o de lo que podría ser nos acecha e impide que hagamos las paces con nuestras decisiones. Imaginamos otras vidas, latitudes o amores como si dentro de nosotros se ocultara un sinfín de personas, como si nuestro rango de movimiento y experiencia fuese infinito. No obstante, considero que lo que nos seduce de la sonrisa de una persona desconocida no es lo que ofrece en sí (atención, amor, pasión, ternura, compañía), sino lo que puede “desbloquear” en nosotros.

En repetidas ocasiones creemos que una nueva historia amorosa puede servirnos de hoja en blanco para poder dibujar un “yo” más cercano a nuestros deseos. A nadie le gusta sentirse atrapado o estancado, por ello recurrimos a la fantasía, coqueteamos con el dulce sueño de la posibilidad, el arrebato y la novedad. Nos reconforta pensar que tenemos opciones y que probablemente los malestares que padecemos no son del todo nuestra responsabilidad, simplemente estamos con la persona equivocada o necesitamos un cambio de aire.

Sin embargo, el amor como redención no necesariamente es la mejor forma de reconciliarnos con la realidad. En todo caso depositamos una serie de expectativas y responsabilidades en una nueva relación o persona. Este amor como evasión placentera puede transformarse rápidamente en un mar en el que nos diluimos.

Reconozco que la dimensión del “Si hubiera” en pequeñas dosis puede darnos ánimo para enfrentar el día a día, pero en exceso puede devenir en un mecanismo para ocultar un hecho doloroso pero innegable: somos mucho menos de lo que quisiéramos, no nos caemos tan bien a nosotros mismos (al menos no todo el tiempo) y somos mucho más aburridos de lo que nos gustaría pensar.

La monotonía, las batallas por nimiedades, los reclamos y las cuentas pendientes son parte indisociable del “lado B” del amor, y no nos gusta observarlo detenidamente porque pone en evidencia algo que nos incomoda: nuestros límites. Tengo la hipótesis de que cuando se habla de estar cansado de la pareja o de una relación amorosa, en realidad estamos cansados de nosotros mismos, estamos aburridos y optamos por taparnos los ojos mientras saltamos a un torbellino emocional.

Puede que suene a una versión empobrecida del amor, pero más bien se trata de comprender la complejidad, ciclos y espacios del amor. Vivir por etapas el “lado B” del amor no es la muerte de éste, sino su continuación con otro ritmo y colores. Abrazar las diversas caras del amor sirve para reeducarnos sentimentalmente, aprender a confiar en que los momentos en los que falta sincronía son pasajeros, a reconocer que la crisis existencial de la otra persona no siempre es una afrenta contra la vida compartida, a tener claro cuando terminamos nosotros y comienza el otro, a pedir tiempo para perderse y a tener paciencia cuando la otra persona se pierde y necesita encontrar su camino de vuelta a nuestro lado.

En fin, ésta es mi experiencia que para nada tiene que ser compartida o deseable.

P.S. Y como todo lo paso por el filtro musical, acá dejo mi playlist de ambos lados del amor.

Dis(gusto) musical. Notas sobre el pop y la memoria

I.

Cuando no tenía idea de quién quería ser, y mucho menos de quién era realmente, fue en la pantalla de televisión donde encontré un lugar para eludir lo que sí tenía claro que no me gustaba. Básicamente, construí mi personalidad en oposición a una serie de expectativas sociales, me hice adulta en permanente estado de batalla. No es el camino más sabio hacia el autoconocimiento, en todo caso es agotador, pero cuando estamos extraviados lo primero que debemos saber es de qué nos queremos alejar.

De niña sólo escuchaba la música que se oía en mi casa. Durante los fines de semana daba oídos sin reparos a las canciones predilectas de cada uno de los integrantes de mi familia. Una selección que incluía por igual a Trigo Limpio, los Beatles, Juan Gabriel, Metallica, Yanni y los Doors.

Fue hasta la primaria cuando empecé a desarrollar lo que yo llamaría un “disgusto musical” propio. Empecé a reaccionar negativamente a cierta música y recurrir a cualquier cosa distinta a eso que me provocaba repelús. Mi primer “disgusto” fue provocado por el frenesí mediático de las boy bands, simplemente las detestaba. Por suerte, esa misma industria de entrenamiento que hacía que mis coetáneas perdieran la cabeza y sus “domingos”, me brindó una forma de escape: el brit pop.

Mi camino hacia el “pop bueno” (Jarvis Cocker dixit) estuvo plagado de minas explosivas. Primero, llegué a lo más comercial: las Spice Girls y su sencillo If You Wanna Be My Lover. Sin ser mi ideal musical, la actitud de estas inglesas me parecía más atractiva que la de alguien como Fey y mucho menos melosa que cualquier canción de Savage Garden. Nunca tuve un disco de las Spice, supongo que dentro de mí sabía que no eran lo mío, aunque debo confesar que sí obligué a uno de mis hermanos a que me llevara al cine a ver Spice World.

Mi primera estación hacia el pop británico fue vergonzosa, pero pasajera. Muy pronto, gracias a las “listas de éxitos” y “top 10” de videos musicales en MTV, descubrí a Oasis y a Blur. Dos bandas cuya enemistad me provocó varios dolores de cabeza puesto que mi ingenuidad me hacía pensar que tomar partido era necesario, como si mi opinión les importase un comino. Pero bueno, esa es la magia de los fans, nuestra lealtad nos hace sentir parte de “algo”. Durante varios años este tema me obsesionó e iba cada tanto al Sanborns para hojear las revistas Q y Mosca con el objetivo de seguir las trifulcas entre Damon Albarn y “los Gallagher”.

Viví esta rivalidad entre Blur y Oasis con una intensidad tan ridícula como aquella que la generación de mediados de los sesenta experimentó durante la guerra entre las tribus mods y rockers. Aunque hoy admito que Blur es superior musicalmente, en ese momento concluí que Oasis era mejor banda a un nivel emocional y comencé a imitar la vestimenta de Liam Gallagher: rompevientos con cuello Mao, lentes redondos a la Lennon, playera del Manchester (pirata, claro) y botas una o dos tallas más grandes para que se vieran “toscas”. Esta fue la primera de varias metamorfosis musicales que experimenté a lo largo de mi búsqueda por un gusto musical propio.

Mi segundo cambio de piel se dio al inicio de mi adolescencia, etapa en la que necesitaba música para no escuchar a los demás y canciones para ahogar esos pensamientos que me hacían sentir en los márgenes de mi propia vida. Así apareció Korn, una banda de un-metal gringa cuyas letras me eran casi incomprensibles pero que me gustaba porque desconcertaba a los adultos que me rodeaban. No se necesitaba ningún conocimiento del inglés para percibir la violencia y enojo contenido en los alaridos del vocalista. Aunque nunca pude copiar el look de la banda porque parecían salidos de un comercial de la prohibitiva marca Adidas, sí usé pants aguados cuyas deshilachadas bastillas proyectaban una imagen tan desprolija que sacaba úlceras a mis padres.

La ira se sosegó en mi tránsito a la preparatoria y retomé mi marcha hacia el “buen pop”. Empecé a escuchar a Eagle Eye Cherry, los Strokes, Pulp, Stone Roses, Julieta Venegas, Texas y a otras artistas de eso que llamaron el girl power. En esta nueva etapa aparentemente más luminosa de mi vida, intenté degrafilarme el cabello como Björk, me lo pinté color zanahoria como Sheryl Manson (vocalista de Garbage) y abusé del delineador negro en los ojos. Ésta fue mi última mutación musical que pasó por cambiar mi forma de vestir o actuar.

Rememorando parte de mi accidentado camino hacia la adultez y la evolución de mi «disgusto musical», encuentro fascinante la manera en la que vaciamos etapas completas de nuestras vidas en bandas, géneros musicales o canciones que nunca podremos desligar de “ese” momento. La música también es el lugar donde habitan nuestros “yos” del pasado, una dimensión inalterable en la que persiste la memoria.

II.

Es martes por la noche, estoy en mi cafetería favorita y ni el frío me desanima a ocupar la mesa que está en la banqueta. Siempre he venido sola y planeo que siga siendo así, temo que cualquier cambio en mis hábitos trastoque la magia de este rincón. Es mi lugar para leer o escribir porque la selección musical es idónea para estas labores: puro postpunk. Sin embargo, hoy que es un día especial porque estoy a unas páginas de terminar Pop bueno, pop malo de Jarvis Cocker (vocalista de la banda Pulp), la música que sale de la bocina es la de alguna lista de éxitos de los ochenta y noventa: Brian Adams, Tears for Fears, Bananarama, los B52´s y Roxette.

Esta variación en la música me desconcentra, siento la tentación de refugiarme en mis audífonos y reproducir las canciones que he descargado en el celular para casos de emergencia. Pero justo cuando estoy teniendo esta ridícula batalla interna, el semáforo de la esquina más cercena al café cambia a rojo, obligando a un repartidor de Rappi a detener su moto. Inmediatamente reconozco la canción que lo hace menear la cabeza de un lado a otro y lanzar una sonrisa a algo o alguien que los demás no podemos ver. Se trata de Careless Whisper de George Michael, una canción sobre engaño que muchas veces ha pasado por rola romántica. Después de unos minutos, el semáforo pasa a verde y esta persona se aleja alegremente por la avenida. Sin darme cuenta, ahora también yo sonrío.

Me bastó esa brevísima escena para recordar lo importante que es la música con la que crecimos, reímos o lloramos. Ésta, aunque sea por unos minutos, revoca las leyes de gravedad, nos hace flotar por encima de los problemas, regalándonos un momento de consuelo y disfrute.

Guardo mis audífonos y abrazo la idea de escuchar sin muecas estos éxitos del ayer. Aunque no es música que reproduzca por motu proprio, conozco la letra de la mayoría de las canciones y casi todas me recuerdan situaciones, personas y emociones que hoy son parte de mi pasado. Esta música es una especie de banda sonora no autorizada de mi vida.

El libro de Jarvis Cocker me ha hecho recordar que mientras crecemos estamos expuestos a una infinidad de influencias musicales que, nos guste o no, se quedan en nosotros para siempre, nos habitan (¿o las habitamos?) y son parte importantísima del conjunto de accidentes, circunstancias y vivencias que nos forman.

Vuelve al inicio: repensando nuestro lugar

Un sentimiento común que reconocemos, un lazo invisible que nos une y nos da a entender que sólo somos peces amarrados de la cola a otros peces.

Nona Fernández

I

Los óvulos anticonceptivos disminuyen la probabilidad de embarazo de un 80% a un 90% si se combinan con otros métodos de prevención. Si bien no es una protección comparable a la de un preservativo, durante ocho años había sido un método efectivo para mi madre. Vaya sorpresa que se llevó al percatarse de que se encontraba, una vez más, embarazada. La vida de mi familia en 1986 transitaba un placentero momento de tranquilidad. Mis hermanos abandonaban la infancia para llegar a la pubertad, mi madre perseguía sus proyectos profesionales y mi padre tenía un empleo en el Politécnico que pagaba poco, pero lo hacía feliz. La inesperada noticia de mi madre interrumpiría esa armonía porque, además de las implicaciones obvias de un embarazo no planeado, éste era riesgoso e incluso desaconsejado por los médicos. Pese a todo mal augurio, mi mamá decidió apostar por mí, un “algo” que crecía en sus entrañas contra todo pronóstico.

Nací el Día de los Niños Héroes de 1986. Mi madre y yo apenas resistimos la cesárea. Pasé mis primeras semanas en una incubadora rodeada de médicos que no paraban de recordarles a mis padres todas las posibilidades de que no “saliera adelante”. Y peor aún, auguraban que en caso de sobrevivir tendría graves problemas psicomotrices. Las semanas se convirtieron en meses de preocupación, sin embargo, el tiempo haría evidente que los doctores no atinaban a encontrar ni su estetoscopio, aunque colgara éste de su cuello.

Mi papá dejó su empleo soñado para irse a un lugar donde podría ganar más dinero, mi mamá abandonó su trabajo y mis hermanos vieron invadido su “reino”. Pese a que mi llegada implicó que las atenciones y cariños se tendrían que dividir entre más personas, mis hermanos ansiaban conocerme. Cuando salí del hospital, mi hermano David estaba embelesado con su frágil hermana menor. Me llevaba de arriba abajo con el rostro iluminado por la alegría y el orgullo, un amor documentado en las fotos que se conservan de ese año.

No hay duda de que tuve la fortuna de llegar a un hogar lleno de amor. Mi hermano Rogelio recuerda que mi mamá pasaba las tardes bailando conmigo en brazos, cantándome Niña de agua. ¿Quién si no Patricia Almanza entregaría todo su corazón a una bebé enferma? Esta balada interpretada por Ana Belén dice: “No es que los días no estuvieran llenos/Para la ternura siempre hay tiempo/Ya está el rompecabezas amarrado/Fue la pieza que andábamos buscando”. Así, con esa naturalidad reflejada en la letra de la canción, mi madre me ofreció todo sin reparos.

Por su parte, mi papá salía de trabajar desde muy temprano y regresaba a una hora en la que yo ya estaba preparada para dormir. Empero, cada noche esperaba con las luces apagadas su llegada, espiando la luz que se filtraba por el rellano de la puerta hasta que por fin él entraba sigilosamente para darme las buenas noches y preguntarme: “¿Hasta dónde me quieres? ¿De aquí al cielo?”. “Más”, decía yo. “¿De aquí a la Luna?”, insistía él. “Mucho más”, era mi respuesta. Esta pregunta lanzada varias veces era el pretexto para que juntos imagináramos planetas, galaxias y universos cada vez más lejanos. No sé cuántos minutos dedicaba mi papá a este ritual, sólo sé que para mí era justo lo que necesitaba para dormir cada noche con la seguridad de que él siempre estaría ahí para protegerme.

II

Pese a que el departamento en el que vivíamos era independiente de la casa de mi abuela Cleofas, podíamos disfrutar de las visitas que le hacían los fines de semana mi alegre y cariñosa Tía Lourdes, así como mi Tío David, quien me hipnotizaba con sus historias de viaje a lugares que yo sólo había visto en un globo terráqueo. No obstante, la presencia permanente era la de mi abuela. Tuve el privilegio de pasar tardes enteras en su estudio admirando sus repisas repletas de fotografías, recuerdos y otros tesoros mientras ella pintaba al óleo y miraba de reojo a Bob Ross en la televisión. No recuerdo que habláramos mucho durante esas horas, ni hacía falta, a su manera mi abuela me hacía un huequito en su espacio más querido, aquel en el que bajaba la guardia.

En esos días de niñez tampoco podía faltar mi Tío Sergio, quien pese a tener fama de enojón, jugaba conmigo durante horas y me compartía su amor por los libros y la serie de Arsène Lupin que se transmitía en esos años en la televisión pública. El universo de mi tío no se parecía al de nadie más: su tablero de ajedrez contrastaba con el enorme poster de la despampanante Marilyn Monroe, sus novelas sobre jóvenes rebeldes en Estados Unidos convivían sin problemas con revistas sobre la Unión Soviética, la traducción Reina Valera de la Biblia y uno que otro manual de física. Gracias a él crecería en mí el amor por los idiomas y un asombro no intelectualizado por la música clásica.

La buena fortuna de crecer en una casa llena de vidas, ideas y trayectorias tan disímiles sólo es comparable con la suerte de crecer en La Portales. Acompañar a mi madre a hacer algún mandado conllevaba saludar a los vecinos, detenernos a platicar con el Sr. Marino (el carnicero), Alejandro (el vendedor de frutas) o Carmelita (la señora que vendía huevos). Salir a comprar algo en esas calles era una aventura que bien podía terminar con nosotras sentadas en la sala de la Sra. Celia Cisneros o en la de la Sra. Juanita Sánchez. Esas calles, sentí desde entonces, eran una prolongación del hogar, estaban habitadas por personas que se convirtieron de alguna forma en familia, en parte de mi cotidianidad.

III

La primera comunión, esa sensación de formar parte de algo más grande que uno, fue una revelación que no experimenté ni entonando el himno nacional en el patio de la Primaria “Silvestre Revueltas”, ni tampoco al escuchar los sermones dominicales de la iglesia bautista de Avenida Plutarco Elías Calles. La primera vez que sentí que existía algo así como una familia ampliada, eso que ahora llamo “comunidad”, fue en la posada que organizaron los vecinos Lulú y Paco Guerrero, dueños de la papelería Yuye’s, el 18 de diciembre de 1994.

Ese día las puertas de todas las casas se abrieron de par en par, todos contribuyeron para llevar a cabo la mejor posada que pueda recordar. Mi hermano David fungió de soldado romano, enfundado en una armadura ingeniosamente construida con pedazos de cartón, bases para pizza y aerosol plateado. Rogelio, mi hermano mayor, tocó con su banda Estigia en la tarima que se montó en la glorieta de la calle Presidentes, un escenario que a mis ojos era majestuoso. Y yo, sin saber cuál fue el proceso de selección, terminé representando a la Virgen María con todo y un burrito de carne y hueso.

Excavando en mi memoria, pienso que esa noche fue en la que descubrí el sentido de la identidad comunitaria, el agradecimiento a los vecinos y un gran amor por La Portales. Si bien en ese entonces tan sólo era una niña con calzoncillos largos decorados con holanes, siempre estaré agradecida con la familia Guerrero y con todas esas personas que sin saberlo forman parte de uno de los momentos más entrañables de mi vida.

IV

Una fracción sustancial de mi infancia la gasté en el asiento trasero del coche que compartían mis hermanos adolescentes. Como su hermana menor, tenían que llevarme con ellos a todos lados y cuidarme cuando mis papás estaban ocupados. Desde mi asiento pasaba desapercibida, los veía crecer sin comprender del todo los cambios que vivían, registrando esas tan distintas formas de ser que más de una vez dieron lugar a trifulcas absurdas. David era estudioso, disciplinado, confiado, el rompecorazones de las cuadras circundantes y un asistente regular del gimnasio Body Motion de la calle Emperadores. Sin duda fue él quien fomentó mi obsesión con el cine. Recuerdo que me llevaba seguido al hoy extinto local de renta de películas que estaba en Municipio Libre y Rumania para que escogiéramos los estrenos que devoraríamos esa semana. Años después descubrí que por esas épocas, en la que David y yo nos alimentábamos de las imágenes contenidas en Beta y VHS, Baz Luhrmann filmó en uno de los puentes elevados de la colonia alguna escena de la película: Romeo + Julieta (1996).

Rogelio, en cambio, era desenfadado, amiguero, creativo, de risa fácil y cariñoso. Con él pasaba el tiempo disfrazándome de Robert Smith, el vocalista de The Cure, o “versionando” la canción Money de Pink Floyd con ayuda de mi maquinita de escribir de juguete y un botecito lleno de monedas. No puedo borrar de mi mente esos ratos en los que mis juegos infantiles se veían interrumpidos por el sonido de su guitarra. La música se escapaba por la ventana de su habitación y mágicamente ponía en pausa el mundo. Más de una vez la belleza de Samba pa ti de Santana me estremeció sin que pudiera entender la razón. Aún ahora cuando escucho esta canción sólo puedo pensar en esa ventana abierta, en la desconcertante hermosura de la música y en el viento que agitaba las buganvilias.

En esa etapa era habitual que todo tipo de personas desfilaran por la casa a todas horas, desde compañeros del CCH o novias de David, hasta la pandilla completa de Rogelio. Entrar a casa y escuchar el rumor de conversaciones juveniles era lo más normal. Habib, Fabián, Alfredo y Rogelio se refugiaban en una bodega al fondo de la casa para ensayar. Su repertorio incluía Another Brick in the Wall o Fascination Street, canciones que, dicho sea de paso, rara vez llevaban a su fin, pues siempre una explosión de carcajadas o una conversación sobre cómo perfeccionar su sonido, los interrumpía. Con la venia de la familia un día cumplieron la fantasía de tocar en la azotea como si de los Beatles se tratase. No tardaron en llegar las patrullas y algún vecino lanzó una botella vacía de colonia Sanborns para acallarlos.

Crecí escuchando la música de mis hermanos, rodeada de sus casetes, posters, plumillas de guitarra, y chicles Clorets olvidados que seguramente usaban para disimular el olor a cigarro. Dadas estas influencias, no es raro que desde pequeña fantaseara con Dave Gahan, Chris Cornell o Eddie Vedder. Sin embargo, esto nada tenía que ver con enamoramiento, simplemente quería vestirme como ellos, tener la libertad de irradiar mis emociones sin tapujos y hablar de eso que me parecía importante. También soñaba con ser como mis hermanos y sus amigos, ansiaba ser joven, tener voz propia, descubrir quién era, trazar mi camino.

V

El inicio del siglo XXI trastocó la economía familiar y cualquier aspiración pequeñoburguesa nos explotó en la cara. Mis padres tragaron orgullo e hicieron de todo para sacarnos adelante. Mientras yo sobrevivía la preparatoria, mis hermanos comenzaron a trabajar y eventualmente se fueron de casa. Cuando entré a la universidad, la vida en casa seguía inestable, creando tensiones y angustias en cada uno de nosotros. Al poco tiempo decidí irme, si no podía apoyar, al menos no quería ser una carga. Aunque en ese momento creía estar huyendo de mi situación familiar, con el tiempo me percaté de que en realidad tan sólo buscaba convertirme en mi propia persona. Irse de casa no es fácil y jamás es lo que esperamos. Demasiado tarde apreciamos lo que brinda el abrigo familiar: una palabra de aliento o algo caliente que comer. Esos fueron años de extraño tránsito para mí, pero esa otra historia no tiene cabida aquí.

Por ahí del 2012, Víctor Hugo (mi pareja) y yo queríamos dejar de deambular la zona de Copilco y Santo Domingo. Después de explorar varios rincones de la ciudad, decidimos instalarnos por el Eje Central Lázaro Cárdenas, a tan sólo unas cuadras de la colonia San Simón Ticumac, el verdadero lugar de origen de Carlos Monsiváis. Cuando regresé a La Portales fue fácil descubrir que tanto la colonia, como yo, habíamos cambiado. La rapiña inmobiliaria, la escasez del agua y gentrificación eran las marcas más notables. El derrumbe de casas antiguas para crear condominios inaccesibles para los propios habitantes de la colonia anunciaba la muerte de los dueños originales y el traslado de su descendencia a otros puntos de la ciudad o del país.

El panorama sonoro también era otro, el canto de canarios y gallos no era tan constante como antes. Pero con alegría descubrí que ese vacío era sustituido por el chirrido de ardillas que se apropiaban aceleradamente de la colonia. Actualmente no hay nada más común que verlas pasearse a todas horas por los cables de luz como si de una autopista aérea se tratase.

Pese a toda metamorfosis, varias cosas permanecen: el árbol atrás del que se escondían mis hermanos al volver de la tiendita, los helados del tianguis de los sábados, la panadería El Miño, las instalaciones de Teléfonos de México, el restaurante Chon Pac, la mercería La Fama, el grupo tropical y de marimba de la avenida Víctor Hugo, así como el rumor de afiladores, vendedores de obleas y de algún atemporal “sereno” que todavía recorre las calles de la colonia.

 Con algo de paciencia se pueden descubrir traviesos guiños de tiempos pasados en las fachadas que conservan piezas de mosaico similares a las de la casa de mis abuelos, en el olvidado poste del DDF (Departamento del Distrito Federal) que se oculta tras las coloridas letras CDMX (síntoma del chocante place branding) instaladas en una esquina del Parque de Los Venados  o en la cafetería de la calle Rumania en cuya fachada aún está grabada la frase “Servicio postal mexicano”, con todo y la distintiva aguilita de aquel tiempo de lo “Hecho en México”.

VI

En un giro inesperado de estos nuevos tiempos, mis hermanos se instalaron en aquel sitio que tanto odiaba mi abuela: Apizaco, Tlaxcala. La capital no les ofrecía ni un mejor trabajo ni era el lugar idóneo para criar a sus hijos. Contaminación, inseguridad, violencia, sobrepoblación, tráfico… varias eran las razones para irse. Esta “diáspora” no es algo exclusivo de mi familia. En las últimas décadas, la Ciudad de México ha dejado de entrañar ese sueño de progreso, bienestar y oportunidades que fue para la generación de mis abuelos. La sobrepoblación, la delincuencia y la falta de empleos dignos o al menos bien pagados, han orillado a muchas personas a tentar suerte en otros puntos del país o inclusive a que se aventuren a probar la vida en el extranjero, ya sea legal o ilegalmente.

Si a principios del siglo XX “irse a la capital” significó para mis abuelos perseguir la fortuna, a principios del XXI abandonarla parece la mejor opción si se quiere mejorar la calidad de vida. Como si, en una extraña jugada, aquella casilla de inicio de nuestros abuelos se convirtiese en la posible casilla final de los nietos. En mi caso, sin cuestionármelo demasiado, imagino mi vejez rodeada de los cerros y volcanes extintos que atestiguaron la dura infancia de mi abuela materna. Hasta creo anhelarlo, como si con esa decisión de vida pusiera fin a la agitada pero espléndida partida de juego que inició con mis abuelos. Más allá de estas u otras ilusiones, lo que sí tengo claro es el agradecimiento infinito que siento por todas aquellas personas que tejieron mi historia familiar, dándome arraigo, pero también libertad.

* Adenda

Estos fragmentos de mi historia familiar se engarzan con la evolución de la colonia Portales. Ésta ha sido testigo silenciosa de nuestra estancia y alberga las marcas que múltiples generaciones hemos dejado. La Portales ha sido nuestro tablero de juego, siempre en movimiento, con reglas cambiantes y nuevos jugadores. Ha sido, y será, el espacio en el que un sinfín de vidas se erosiona, donde una baraja de historias comienza y termina.

Acá dejo la playlist que cierra este personalísimo proyecto sobre La Portales 🎶🎧

Cuando las palabras fallan

Cuando las palabras fallan, la música habla.

H. C. Andersen

I

Una veinteañera en su patineta cantando “El día que me quieras”; un cuarentón caminando diligentemente al ritmo de “Bitter Sweet Symphony”, sintiéndose invencible; un adulto mayor tocando un teclado imaginario mientras en un puesto de periódicos se escucha a todo volumen a The Doors; una mujer a punto de llorar con la cabeza recargada en el vidrio del vagón del metro con sus audífonos desbordados de sonido.

Cada tanto tenemos la suerte de asomarnos al mundo privado de un perfecto desconocido. Muchas veces estos momentos únicos son desatados por alguna melodía que deja a flor de piel sus cuitas e ilusiones. La música nos desinhibe en nuestro trajín diario, hace que olvidemos la mirada escrutadora de quienes nos rodean. La música también tiene el poder de sacudirnos, revelarnos nuestros propios sentimientos y abrir algo en nosotros que ni siquiera sabíamos que estaba ahí. Un par de auriculares y un poco de música es todo lo que se requiere para construir un mundo privado en medio de la muchedumbre.

II

Una de las grandes ventajas de ser la hija menor es que uno agarra más cansados a sus padres y la atención brindada es más escasa a la que goza un primogénito. Esta libertad relativa me sirvió para entregarme de lleno a mi carácter taciturno y, así, gran parte de mi pubertad la pasé recostada en el piso de mi habitación escuchando música. Miraba el techo hasta que llegaba la noche y el único destello era aquel del estéreo. En esa habitación llena de música yo no existía, desaparecía para sólo dejar espacio a la melodía, las voces y a esa vibración que produce el sonido. La música sacudía el polvo de la vida diaria, ponía en pausa el drama familiar y me invitaba a soñar con lo que la vida adulta podría ser.

No sé cómo hubiese sobrevivido mi juventud sin la música. Sin ella hubiese sido tortuoso cruzar ese pasaje de la adolescencia a la adultez, ese lapso insoportablemente lento en el que acariciamos las promesas de libertad, amor y emancipación. Un tramo de la vida en el que nos decepcionamos de los adultos tan sólo para seguir cargando con el peso de sus expectativas. La música es el mejor mecanismo de defensa para todo adolescente, pues ahoga el sonido de aquello que nos afecta y daña.

II

Quienes crecimos en un mundo sin internet experimentamos una forma distinta, ni mejor ni peor, de escuchar música. Teníamos que cazar en la radio las canciones que nos gustaban para grabarlas en un casete con todo y anuncios o comentarios anodinos del locutor en turno. Si acaso teníamos la fortuna de ser dueños de casetes o discos, los escuchábamos completos, una y otra vez.

En tiempos de música on demand echo de menos esa costumbre, o mejor dicho, ese ritual de sentarse a escuchar los álbumes de un jalón. Poner sólo los éxitos o sencillos era para mi yo adolescente una falta de respeto a la lógica con la que se había estructurado el disco. Era imperativo escuchar en orden las canciones, hipotetizar sobre las razones por la que una iba antes o después de otra, descifrar los cambios de humor en la banda o solista, buscar pistas ocultas en las imágenes de las portadas, estudiar la tipografía usada y memorizar las letras sin importar mis escasos conocimientos del inglés.

Todos los discos, buenos, malos y pésimos que escuché durante mi pubertad, me los sé al dedillo. Las letras, el orden de las canciones, los colores de la portada, las disqueras, los años de lanzamiento. Son parte de mí, y aunque muchos ya no los escucho, los recuerdo con cariño porque me permitieron expresar emociones cuando sentía que no tenía voz, me dieron esperanza y la llave de un refugio propio. Gracias Chris Cornell, Korn, Alanis Morrissette, The Cranberries, Zurdok Movimiento, Jumbo, The Wallflowers, Blur, Oasis, The Beatles, Eagle-Eye Cherry y Elvis.

III

La música es un gatillo, desencadena emociones, golpea con sus letras o melodías, evoca recuerdos, lugares, personas y momentos específicos de nuestra vida. Las canciones no actúan únicamente como música, son también signos de memoria y sentimientos. “La música es la abreviatura de la emoción”, escribió Tolstoi.

Ira, euforia, abandono, amor, dolor, enamoramiento, nostalgia, deseo, desengaño, alegría… La música está ahí para ayudarnos cuando se nos agotan las palabras, cuando la capacidad de expresarnos llega a su límite. De ahí la utilidad de las serenatas, las “dedicatorias” o la artesanal hechura de una lista de canciones (ya sea digital, cd o casete). No hay nada más íntimo que compartir la música que nos gusta, es un gesto de fraternidad, confianza y amor. La música nos conmueve y conecta, con nosotros mismos y con los demás, sin importar si estamos en un estadio, en un mercado comiendo quesadillas o en un deprimente bar de Sanborns.

IV

Hasta el día de hoy uso la música como armadura. Ésta sigue conservando su belleza terapéutica. Me centra, une las piezas que están fuera de lugar, me deshace para más tarde volverme a unir. En este sentido poco he cambiado, sigo tumbándome en el piso para escuchar música. Aunque a mis 35 años se han hecho imprescindibles los audífonos (por aquello de no perturbar a los vecinos), así como una almohadita para no lastimarme las lumbares y terminar en el quiropráctico.

Acá dejo una playlist de algunas canciones que traía en la mente mientras escribía estas notas:

El peligro de estar vivos

I

Me enamoré de Sixto Rodríguez hace casi una década. Como muchas otras personas, descubrí a este músico de ascendencia mexicana gracias al documental Sugar Man (2012). Rodríguez rozó la fama a finales de la década de 1970, época en la que firmó un contrato con la legendaria disquera Motown y realizó un par de giras internacionales. Sin embargo, su éxito fue pasajero y al poco tiempo volvió a su trabajo de obrero en Detroit, esa ciudad de ruinas industriales y cuna de leyendas del rock.

Su desaparición de los escenarios lo convirtió en un mito y por muchos años sus seguidores lo dieron por muerto. La realidad ciertamente era más pedestre, Rodríguez simplemente volvió a trabajar en la construcción, eso sí, sin abandonar una elegancia que nada tenía que ver con la clase social o la riqueza. Su garbo estaba ligado más bien a la esencia del creador, esa cosa indefinible que tienen unos pocos que no necesitan estudiar para hacer obras de arte. Se cuenta que entre sus peculiaridades estaba vestir un traje negro a la Johnny Cash durante sus jornadas como albañil.

Sixto Rodríguez tuvo la habilidad de escuchar las historias que otros pobres diablos como él le contaban. Empatizaba con ellos, los comprendía e intentaba dotar sus vidas de algo de belleza cotidiana. Política, sexo, drogas, amor y precariedad son temas que habitan sus letras, pero siempre están expresados desde la mirada de una persona común y corriente. Quizás esa sea una de sus más grandes virtudes. Rodríguez fue un compositor capaz de conectar emocionalmente con un amplio público y cuyo talento no palidecía frente a un Dylan, un Cohen o un Cave.

Mi atracción por Rodríguez aumentó cuando escuché sus grabaciones en vivo. Los preámbulos a las canciones son inteligentes y un tanto sardónicos. En especial me gustan las palabras que anteceden la interpretación en vivo de una canción menor titulada “I´m Gonna Live Till I Die”. Allí, Rodríguez suelta las siguientes perlas:

Old? I´m not old… I´m ancient.

Aged? There´s only one age. Either you´re alive or you´re not.

I´m not getting old… I´m getting dead.

Desde la primera vez que escuché este preludio trágico-cómico algo hizo eco en mí. Fue uno de esos rarísimos momentos en los que escuchamos en boca de alguien más una idea que nunca habíamos logrado enunciar nosotros mismos. Como si ese pensamiento recurrente sólo pudiera articularse en voz de otro. Las palabras de Rodríguez permitieron que una intuición latente en mí desde hace años cobrara forma. Comprendí, gracias a él, mi propia manera de experimentar el paso del tiempo y esa lenta dosis de muerte que implica vivir.

II

Desde sus orígenes la especie humana ha temido el envejecimiento y la muerte. Dicha preocupación se ha entrecruzado con las búsquedas del más allá y del sentido de la vida. La obsesión con frenar el paso del tiempo nos ha llevado a soñar con fuentes de la juventud, santos griales y resurrecciones. Se sabe que en la China antigua la ingesta del jade era una práctica común para preservar la juventud y famosos son los los baños de leche de Cleopatra o la sangre de jóvenes vírgenes a la que Erzsébet Báthory recurría para conservar su belleza. Hoy nuestros elíxires van desde el ácido hialurónico, pasando por las arcillas del Mar Muerto hasta llegar a la toxina botulínica. Tal parece que a los humanos nos asustan en igual medida la muerte y el envejecimiento.

En lo personal no tengo problemas con envejecer. Considero que el paso del tiempo es una forma de acercarse a nuevas posibilidades y experiencias. Imagino la aparición inminente de canas como una oportunidad para experimentar con tinturas y colores. Y las arrugas no son amenazantes si las pensamos como un sello de nuestras emociones más recurrentes: alegría, miedo, enojo, tristeza. Por su parte, la delgadez, la gordura, la firmeza o su ausencia, así como ese limbo que se conoce como “embarnecimiento” son fases inevitables, así como oportunidades de “vestir” distintos cuerpos a lo largo de la vida. En nuestro afán de permanecer siempre igual o ser siempre nuestra “mejor” versión, no nos percatamos de lo aburrido de ser sólo uno, el mismo, con la misma forma.

Con lo que sí tengo problema es con no llegar a vieja, morir antes pues. En un país como México tan violento e inseguro envejecer se vuelve cada vez más en una proeza. Pero más allá de los miedos colectivos de la época que me ha tocado vivir, desde pequeña he sido susceptible a los susurros del tiempo, la enfermedad y la muerte. Mi historia, incluso desde el recuento que han hecho los otros de mi paso por el útero materno, ha estado llena de recordatorios sobre la fragilidad de la vida y la lucha perpetua contra la muerte. Hemorragias, defectos corporales, órganos deficientes y los típicos accidentes de infancia me convirtieron en una adulta extremadamente sensible a la impronta que deja existir en cada uno de nosotros.

Con el tiempo he aprendido a aceptar mi inescapable vulnerabilidad. La conciencia de que la vida ineludiblemente lleva a la muerte es como una discreta ola de mar ante la cual moverse es inútil. Quedarse quieto, dejarse envolver y aceptar su áspera caricia parece la mejor opción, cualquier intento de escape sólo nos hunde en la arena y paraliza. Lo negativo, la muerte, la enfermedad es parte de nosotros. No es algo que llega o nos invade. No es un enemigo externo, es nuestro cuerpo fallando, conjurando contra nosotros mismos, envejeciendo, quemando etapas. Somos nuestra propia bomba de tiempo, aunque no nos guste recordarlo.

 Quizás para acabar con una nota más alegre, complementaría las sabias palabras de Sixto Rodríguez con las de otro cantautor clave en mi educación sentimental. En una de sus mejores canciones, Fito Paez, arroja lo siguiente:

Si alguna vez me cruzas por la calle

Regálame tu beso y no te aflijas

Si ves que estoy pensando en otra cosa

No es nada malo, es que pasó una brisa

La brisa de la muerte enamorada

Que ronda como un ángel asesino

Mas no te asustes, siempre se me pasa

Es sólo la intuición de mi destino.