Vuelve al inicio: repensando nuestro lugar

Un sentimiento común que reconocemos, un lazo invisible que nos une y nos da a entender que sólo somos peces amarrados de la cola a otros peces.

Nona Fernández

I

Los óvulos anticonceptivos disminuyen la probabilidad de embarazo de un 80% a un 90% si se combinan con otros métodos de prevención. Si bien no es una protección comparable a la de un preservativo, durante ocho años había sido un método efectivo para mi madre. Vaya sorpresa que se llevó al percatarse de que se encontraba, una vez más, embarazada. La vida de mi familia en 1986 transitaba un placentero momento de tranquilidad. Mis hermanos abandonaban la infancia para llegar a la pubertad, mi madre perseguía sus proyectos profesionales y mi padre tenía un empleo en el Politécnico que pagaba poco, pero lo hacía feliz. La inesperada noticia de mi madre interrumpiría esa armonía porque, además de las implicaciones obvias de un embarazo no planeado, éste era riesgoso e incluso desaconsejado por los médicos. Pese a todo mal augurio, mi mamá decidió apostar por mí, un “algo” que crecía en sus entrañas contra todo pronóstico.

Nací el Día de los Niños Héroes de 1986. Mi madre y yo apenas resistimos la cesárea. Pasé mis primeras semanas en una incubadora rodeada de médicos que no paraban de recordarles a mis padres todas las posibilidades de que no “saliera adelante”. Y peor aún, auguraban que en caso de sobrevivir tendría graves problemas psicomotrices. Las semanas se convirtieron en meses de preocupación, sin embargo, el tiempo haría evidente que los doctores no atinaban a encontrar ni su estetoscopio, aunque colgara éste de su cuello.

Mi papá dejó su empleo soñado para irse a un lugar donde podría ganar más dinero, mi mamá abandonó su trabajo y mis hermanos vieron invadido su “reino”. Pese a que mi llegada implicó que las atenciones y cariños se tendrían que dividir entre más personas, mis hermanos ansiaban conocerme. Cuando salí del hospital, mi hermano David estaba embelesado con su frágil hermana menor. Me llevaba de arriba abajo con el rostro iluminado por la alegría y el orgullo, un amor documentado en las fotos que se conservan de ese año.

No hay duda de que tuve la fortuna de llegar a un hogar lleno de amor. Mi hermano Rogelio recuerda que mi mamá pasaba las tardes bailando conmigo en brazos, cantándome Niña de agua. ¿Quién si no Patricia Almanza entregaría todo su corazón a una bebé enferma? Esta balada interpretada por Ana Belén dice: “No es que los días no estuvieran llenos/Para la ternura siempre hay tiempo/Ya está el rompecabezas amarrado/Fue la pieza que andábamos buscando”. Así, con esa naturalidad reflejada en la letra de la canción, mi madre me ofreció todo sin reparos.

Por su parte, mi papá salía de trabajar desde muy temprano y regresaba a una hora en la que yo ya estaba preparada para dormir. Empero, cada noche esperaba con las luces apagadas su llegada, espiando la luz que se filtraba por el rellano de la puerta hasta que por fin él entraba sigilosamente para darme las buenas noches y preguntarme: “¿Hasta dónde me quieres? ¿De aquí al cielo?”. “Más”, decía yo. “¿De aquí a la Luna?”, insistía él. “Mucho más”, era mi respuesta. Esta pregunta lanzada varias veces era el pretexto para que juntos imagináramos planetas, galaxias y universos cada vez más lejanos. No sé cuántos minutos dedicaba mi papá a este ritual, sólo sé que para mí era justo lo que necesitaba para dormir cada noche con la seguridad de que él siempre estaría ahí para protegerme.

II

Pese a que el departamento en el que vivíamos era independiente de la casa de mi abuela Cleofas, podíamos disfrutar de las visitas que le hacían los fines de semana mi alegre y cariñosa Tía Lourdes, así como mi Tío David, quien me hipnotizaba con sus historias de viaje a lugares que yo sólo había visto en un globo terráqueo. No obstante, la presencia permanente era la de mi abuela. Tuve el privilegio de pasar tardes enteras en su estudio admirando sus repisas repletas de fotografías, recuerdos y otros tesoros mientras ella pintaba al óleo y miraba de reojo a Bob Ross en la televisión. No recuerdo que habláramos mucho durante esas horas, ni hacía falta, a su manera mi abuela me hacía un huequito en su espacio más querido, aquel en el que bajaba la guardia.

En esos días de niñez tampoco podía faltar mi Tío Sergio, quien pese a tener fama de enojón, jugaba conmigo durante horas y me compartía su amor por los libros y la serie de Arsène Lupin que se transmitía en esos años en la televisión pública. El universo de mi tío no se parecía al de nadie más: su tablero de ajedrez contrastaba con el enorme poster de la despampanante Marilyn Monroe, sus novelas sobre jóvenes rebeldes en Estados Unidos convivían sin problemas con revistas sobre la Unión Soviética, la traducción Reina Valera de la Biblia y uno que otro manual de física. Gracias a él crecería en mí el amor por los idiomas y un asombro no intelectualizado por la música clásica.

La buena fortuna de crecer en una casa llena de vidas, ideas y trayectorias tan disímiles sólo es comparable con la suerte de crecer en La Portales. Acompañar a mi madre a hacer algún mandado conllevaba saludar a los vecinos, detenernos a platicar con el Sr. Marino (el carnicero), Alejandro (el vendedor de frutas) o Carmelita (la señora que vendía huevos). Salir a comprar algo en esas calles era una aventura que bien podía terminar con nosotras sentadas en la sala de la Sra. Celia Cisneros o en la de la Sra. Juanita Sánchez. Esas calles, sentí desde entonces, eran una prolongación del hogar, estaban habitadas por personas que se convirtieron de alguna forma en familia, en parte de mi cotidianidad.

III

La primera comunión, esa sensación de formar parte de algo más grande que uno, fue una revelación que no experimenté ni entonando el himno nacional en el patio de la Primaria “Silvestre Revueltas”, ni tampoco al escuchar los sermones dominicales de la iglesia bautista de Avenida Plutarco Elías Calles. La primera vez que sentí que existía algo así como una familia ampliada, eso que ahora llamo “comunidad”, fue en la posada que organizaron los vecinos Lulú y Paco Guerrero, dueños de la papelería Yuye’s, el 18 de diciembre de 1994.

Ese día las puertas de todas las casas se abrieron de par en par, todos contribuyeron para llevar a cabo la mejor posada que pueda recordar. Mi hermano David fungió de soldado romano, enfundado en una armadura ingeniosamente construida con pedazos de cartón, bases para pizza y aerosol plateado. Rogelio, mi hermano mayor, tocó con su banda Estigia en la tarima que se montó en la glorieta de la calle Presidentes, un escenario que a mis ojos era majestuoso. Y yo, sin saber cuál fue el proceso de selección, terminé representando a la Virgen María con todo y un burrito de carne y hueso.

Excavando en mi memoria, pienso que esa noche fue en la que descubrí el sentido de la identidad comunitaria, el agradecimiento a los vecinos y un gran amor por La Portales. Si bien en ese entonces tan sólo era una niña con calzoncillos largos decorados con holanes, siempre estaré agradecida con la familia Guerrero y con todas esas personas que sin saberlo forman parte de uno de los momentos más entrañables de mi vida.

IV

Una fracción sustancial de mi infancia la gasté en el asiento trasero del coche que compartían mis hermanos adolescentes. Como su hermana menor, tenían que llevarme con ellos a todos lados y cuidarme cuando mis papás estaban ocupados. Desde mi asiento pasaba desapercibida, los veía crecer sin comprender del todo los cambios que vivían, registrando esas tan distintas formas de ser que más de una vez dieron lugar a trifulcas absurdas. David era estudioso, disciplinado, confiado, el rompecorazones de las cuadras circundantes y un asistente regular del gimnasio Body Motion de la calle Emperadores. Sin duda fue él quien fomentó mi obsesión con el cine. Recuerdo que me llevaba seguido al hoy extinto local de renta de películas que estaba en Municipio Libre y Rumania para que escogiéramos los estrenos que devoraríamos esa semana. Años después descubrí que por esas épocas, en la que David y yo nos alimentábamos de las imágenes contenidas en Beta y VHS, Baz Luhrmann filmó en uno de los puentes elevados de la colonia alguna escena de la película: Romeo + Julieta (1996).

Rogelio, en cambio, era desenfadado, amiguero, creativo, de risa fácil y cariñoso. Con él pasaba el tiempo disfrazándome de Robert Smith, el vocalista de The Cure, o “versionando” la canción Money de Pink Floyd con ayuda de mi maquinita de escribir de juguete y un botecito lleno de monedas. No puedo borrar de mi mente esos ratos en los que mis juegos infantiles se veían interrumpidos por el sonido de su guitarra. La música se escapaba por la ventana de su habitación y mágicamente ponía en pausa el mundo. Más de una vez la belleza de Samba pa ti de Santana me estremeció sin que pudiera entender la razón. Aún ahora cuando escucho esta canción sólo puedo pensar en esa ventana abierta, en la desconcertante hermosura de la música y en el viento que agitaba las buganvilias.

En esa etapa era habitual que todo tipo de personas desfilaran por la casa a todas horas, desde compañeros del CCH o novias de David, hasta la pandilla completa de Rogelio. Entrar a casa y escuchar el rumor de conversaciones juveniles era lo más normal. Habib, Fabián, Alfredo y Rogelio se refugiaban en una bodega al fondo de la casa para ensayar. Su repertorio incluía Another Brick in the Wall o Fascination Street, canciones que, dicho sea de paso, rara vez llevaban a su fin, pues siempre una explosión de carcajadas o una conversación sobre cómo perfeccionar su sonido, los interrumpía. Con la venia de la familia un día cumplieron la fantasía de tocar en la azotea como si de los Beatles se tratase. No tardaron en llegar las patrullas y algún vecino lanzó una botella vacía de colonia Sanborns para acallarlos.

Crecí escuchando la música de mis hermanos, rodeada de sus casetes, posters, plumillas de guitarra, y chicles Clorets olvidados que seguramente usaban para disimular el olor a cigarro. Dadas estas influencias, no es raro que desde pequeña fantaseara con Dave Gahan, Chris Cornell o Eddie Vedder. Sin embargo, esto nada tenía que ver con enamoramiento, simplemente quería vestirme como ellos, tener la libertad de irradiar mis emociones sin tapujos y hablar de eso que me parecía importante. También soñaba con ser como mis hermanos y sus amigos, ansiaba ser joven, tener voz propia, descubrir quién era, trazar mi camino.

V

El inicio del siglo XXI trastocó la economía familiar y cualquier aspiración pequeñoburguesa nos explotó en la cara. Mis padres tragaron orgullo e hicieron de todo para sacarnos adelante. Mientras yo sobrevivía la preparatoria, mis hermanos comenzaron a trabajar y eventualmente se fueron de casa. Cuando entré a la universidad, la vida en casa seguía inestable, creando tensiones y angustias en cada uno de nosotros. Al poco tiempo decidí irme, si no podía apoyar, al menos no quería ser una carga. Aunque en ese momento creía estar huyendo de mi situación familiar, con el tiempo me percaté de que en realidad tan sólo buscaba convertirme en mi propia persona. Irse de casa no es fácil y jamás es lo que esperamos. Demasiado tarde apreciamos lo que brinda el abrigo familiar: una palabra de aliento o algo caliente que comer. Esos fueron años de extraño tránsito para mí, pero esa otra historia no tiene cabida aquí.

Por ahí del 2012, Víctor Hugo (mi pareja) y yo queríamos dejar de deambular la zona de Copilco y Santo Domingo. Después de explorar varios rincones de la ciudad, decidimos instalarnos por el Eje Central Lázaro Cárdenas, a tan sólo unas cuadras de la colonia San Simón Ticumac, el verdadero lugar de origen de Carlos Monsiváis. Cuando regresé a La Portales fue fácil descubrir que tanto la colonia, como yo, habíamos cambiado. La rapiña inmobiliaria, la escasez del agua y gentrificación eran las marcas más notables. El derrumbe de casas antiguas para crear condominios inaccesibles para los propios habitantes de la colonia anunciaba la muerte de los dueños originales y el traslado de su descendencia a otros puntos de la ciudad o del país.

El panorama sonoro también era otro, el canto de canarios y gallos no era tan constante como antes. Pero con alegría descubrí que ese vacío era sustituido por el chirrido de ardillas que se apropiaban aceleradamente de la colonia. Actualmente no hay nada más común que verlas pasearse a todas horas por los cables de luz como si de una autopista aérea se tratase.

Pese a toda metamorfosis, varias cosas permanecen: el árbol atrás del que se escondían mis hermanos al volver de la tiendita, los helados del tianguis de los sábados, la panadería El Miño, las instalaciones de Teléfonos de México, el restaurante Chon Pac, la mercería La Fama, el grupo tropical y de marimba de la avenida Víctor Hugo, así como el rumor de afiladores, vendedores de obleas y de algún atemporal “sereno” que todavía recorre las calles de la colonia.

 Con algo de paciencia se pueden descubrir traviesos guiños de tiempos pasados en las fachadas que conservan piezas de mosaico similares a las de la casa de mis abuelos, en el olvidado poste del DDF (Departamento del Distrito Federal) que se oculta tras las coloridas letras CDMX (síntoma del chocante place branding) instaladas en una esquina del Parque de Los Venados  o en la cafetería de la calle Rumania en cuya fachada aún está grabada la frase “Servicio postal mexicano”, con todo y la distintiva aguilita de aquel tiempo de lo “Hecho en México”.

VI

En un giro inesperado de estos nuevos tiempos, mis hermanos se instalaron en aquel sitio que tanto odiaba mi abuela: Apizaco, Tlaxcala. La capital no les ofrecía ni un mejor trabajo ni era el lugar idóneo para criar a sus hijos. Contaminación, inseguridad, violencia, sobrepoblación, tráfico… varias eran las razones para irse. Esta “diáspora” no es algo exclusivo de mi familia. En las últimas décadas, la Ciudad de México ha dejado de entrañar ese sueño de progreso, bienestar y oportunidades que fue para la generación de mis abuelos. La sobrepoblación, la delincuencia y la falta de empleos dignos o al menos bien pagados, han orillado a muchas personas a tentar suerte en otros puntos del país o inclusive a que se aventuren a probar la vida en el extranjero, ya sea legal o ilegalmente.

Si a principios del siglo XX “irse a la capital” significó para mis abuelos perseguir la fortuna, a principios del XXI abandonarla parece la mejor opción si se quiere mejorar la calidad de vida. Como si, en una extraña jugada, aquella casilla de inicio de nuestros abuelos se convirtiese en la posible casilla final de los nietos. En mi caso, sin cuestionármelo demasiado, imagino mi vejez rodeada de los cerros y volcanes extintos que atestiguaron la dura infancia de mi abuela materna. Hasta creo anhelarlo, como si con esa decisión de vida pusiera fin a la agitada pero espléndida partida de juego que inició con mis abuelos. Más allá de estas u otras ilusiones, lo que sí tengo claro es el agradecimiento infinito que siento por todas aquellas personas que tejieron mi historia familiar, dándome arraigo, pero también libertad.

* Adenda

Estos fragmentos de mi historia familiar se engarzan con la evolución de la colonia Portales. Ésta ha sido testigo silenciosa de nuestra estancia y alberga las marcas que múltiples generaciones hemos dejado. La Portales ha sido nuestro tablero de juego, siempre en movimiento, con reglas cambiantes y nuevos jugadores. Ha sido, y será, el espacio en el que un sinfín de vidas se erosiona, donde una baraja de historias comienza y termina.

Acá dejo la playlist que cierra este personalísimo proyecto sobre La Portales 🎶🎧

Avanza a la siguiente casilla: los frutos de una ilusión

Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual.

José Emilio Pacheco

La historia de mi padre y su familia está llena de vacíos, sólo tengo fragmentos de lo que dicen que sucedió. La familia de mi abuela Magdalena Barreiro era de Real del Monte en el Estado de Hidalgo. Su padre Jesús era el Jefe de Policía del lugar y vivieron bien económicamente hasta que la Revolución Mexicana alcanzó esa zona montañosa conocida por sus pastes y minas. Se mudaron a la ciudad de Pachuca para empezar de nuevo, ahí creció mi abuela Magdalena. A los 16 años se enamoró de un hombre de “vida bohemia”, un eufemismo para referirse a un sujeto mujeriego, imprudente y que tocaba la guitarra. Pese a todas las señales de alarma, se casó con él y tuvo dos hijos (Arturo y Héctor). Como era de esperarse, las cosas no salieron bien. La vida conyugal de mi abuela Magdalena se podría resumir en tres palabras: infidelidades, irresponsabilidad y entuertos. Lo más probable es que él la dejara por otra mujer, provocándole un dolor que la arrastró a un abismo tan profundo y obscuro, de esos de los que muy pocos logran salir. Tan joven y frágil, fue víctima, además de la ciencia médica que en ese momento consideraba que el mejor antídoto para la depresión, “la histeria” o cualquier otro estado de ánimo “atípico”, se solucionaba con un par de sesiones de electroshock.  Imagino el estigma social que eso le pudo haber significado en su momento. Aun así, salió adelante, sin sus hijos porque pensaron que no era “apta” para cuidarlos y con el corazón hecho jirones.

¿Y qué se puede decir de mi abuelo Ángel Vásquez? Fue hijo de emigrantes españoles, pero no de aquellos que llegaron al país para ser centro de tertulias, fundar instituciones académicas o editoriales; su familia era de clase trabajadora. Mi abuelo Ángel no estuvo destinado para el éxito económico, o quizás nunca le interesó. A diferencia de sus hermanos que alcanzaron puestos importantes en la Compañía de Luz y Fuerza, él optó por trabajar estrictamente para pagar las cuentas y salvaguardar un tiempo para su verdadera pasión: la música. La primera esposa de mi abuelo fue una señora llamada Emma, con quien tuvo a Ángel, y quien al ser “el hijo del primer matrimonio” fue abrigado por la familia española de mi abuelo. Ángel creció rodeado de la cultura del viejo continente, practicaba Jai Alai en el Frontón de México en Av. de la República a escasos pasos del Monumento de la Revolución, y fue pronto invitado por sus tíos a trabajar en la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. En ese entonces la descendencia que protegían y procuraban las familias era aquella del primer matrimonio. Los hijos de las segundas nupcias serán, en cambio, reconocidos, pero poco frecuentados, pues, rompían con el esquema de la vida familiar “tradicional”. Y ésa fue la suerte de los hijos del segundo matrimonio de mi abuelo Ángel: Graciela, Edmundo y Rogelio (mi padre).

La memoria, así como la historia, está compuesta por silencios, espacios en blanco sobre los que sólo podemos especular. No todas las experiencias se registran, muchas se viven simplemente como un escalón más hacia lo que depara el futuro. Entre las muchas piezas extraviadas está el relato de cómo se conocieron mis abuelos. No sé si se perdió esa información porque quienes escucharon esos recuerdos no les prestaron aprecio o simplemente no se hablaba de ello porque, a pesar de lo común que era separarse y formar una segunda familia en esa época, seguía siendo una mácula sobre todas esas personas que deseaban una segunda oportunidad. ¿Cómo se atrevían a romper las reglas y enamorarse de nuevo? ¿Con qué derecho?

Lo que sí sé, es que mis abuelos se asentaron en la colonia Vista Alegre (donde después estará el metro Chabacano) y que mi abuelo Ángel trabajaba por comisión en la mueblería “Nueva” de la calle José de Emparán en la Tabacalera. Aunque trabajar a comisión lo obligaba a recurrir cada tanto a un agiotista para llegar a fin de mes, su vida familiar era lo suficientemente feliz pese a la falta de lujos. Mi padre recuerda que esconderse de los cobradores fue durante una temporada parte de sus “juegos favoritos”. Al primer golpe en la puerta, él y su hermano se escondían y permanecían mudos hasta que el cobrador se cansaba de insistir.

Me gusta imaginar que a pesar de no ser un hombre “exitoso”, mi abuelo hizo todo lo posible por mantenerse de buen ánimo. Por ejemplo, tenía una banda de música y siempre dedicó tiempo para tocar el instrumento que tuviese a mano: banyo, marimba, piano… lo que fuese. Mi papá recuerda que en su casa no hacía falta radio, su padre era la música encarnada. Si no estaba silbando o tarareando, interpretaba aquel danzón de Juárez no debió morir. Era una persona alegre, se la pasaba jugando con mi papá, “choteándose” mutuamente y cuando podían iban juntos al cine La Estrella o al Palacio Chino. Por su parte, su madre era cariñosa, pero un tanto sobreprotectora; pero ¿cómo no lo iba a ser así si había perdido a su hijo Héctor de 18 años y a su bebita Graciela? A ella le gustaba hacer trabajos manuales y mi papá de niño la acompañaba a la calle Tabaqueros para comprar los insumos para realizar figuras de migajón, frutas de colorida y brillante resina, tapetes con gancho y bordados finos. Mi abuela Magdalena volvía constantemente a Pachuca, la familia y los asuntos pendientes la llamaban cada tanto. Mi padre recuerda esos viajes con felicidad, podía jugar con su prima Aracely a las canicas o construir elaborados laberintos de plastilina para las hormigas e ir al cine donde proyectaban películas de Marisol, Piporro, El Santo, Tin Tan y Clavillazo.

Seis años separaban a mi padre de su hermano Edmundo, así que buena parte de la infancia se la pasó observando a los adultos y contemplando a través de la ventana de su habitación a todos esos niños que jugaban en el parque de la cuadra. Será la adolescencia de mi padre la que por fin tienda un puente entre los hermanos. Mi tío Edmundo lo llevó a conocer los espectáculos de variedad, por no decir tugurios, en los que más de una vez pudo ver el sketch de cómicos como Palillo o Harapos que eran la antesala del show principal: la jovencísima Lyn May y la habilidosa Gloriella.

Nunca conocí a mi abuelo Ángel, la diabetes lo consumió poco a poco y murió a los setenta y dos años. Hay una foto de él que me fascina: está sentado en un banco alto en medio de lo que parece un salón de eventos, lo rodean instrumentos y mira directamente a la cámara. Casi parece que me mira específicamente a mí a través del tiempo mientras sostiene con una mano el banyo y lo recarga sutilmente sobre su pierna. Es delgado, elegante, con el cabello engominado partido por en medio. No se ve serio ni tieso, tiene una mirada profunda, gentil y jovial que me recuerda las fotos que he visto del poeta Federico García Lorca. Obviamente tampoco conocí a García Lorca, pero me gusta pensar que los dos fueron buenas personas. Ojalá hubiera tenido la fortuna de conocer a mi abuelo, juego con la idea de que hubiera sido su nieta favorita, me hubiera enseñado música y muchas tardes las hubiera pasado hipnotizada con el movimiento de sus manos flotando sobre las blancas y negras teclas del piano. En casa de mis padres, desde que tengo memoria, ha estado en la sala ese piano que mi abuelo tocó incluso cuando ya había perdido la vista. Crecí con ese instrumento lacado y elegante recordándome su ausencia y todo aquello que no vivimos. “Nostalgia de lo no vivido” se le llama a esa punzada en el estómago.

A mi abuela Magdalena sí la conocí, aunque sólo tengo un recuerdo nítido de ella. Mi memoria apunta a que nos visitó un diciembre y llevaba un inusual vestido largo hecho de pana color borgoña u ocre. Me parecía altísima, delgada y comandando todo con el cigarro que llevaba entre los dedos. Y si bien lo que los demás recuerdan del momento es el alarido que lanzó cuando mi pie torpe la pisó sin querer, en mi mente sólo tengo guardada la imagen de esos brazos largos y amorosos estirándose para cargarme o abrazarme. Quisiera haber tenido tiempo para acumular recuerdos con ellos, no me importaría que algunos fuesen malos, al menos tendría más claro qué de ellos hay en mí. En cambio, lo que tengo es el recorrido secreto que en ocasiones dibujo con las yemas de mis dedos sobre el silenciado piano de mi abuelo o sobre los hermosos bordados de mi abuela que conservo, pues sus vibrantes colores me dan cierto consuelo.

II

Parte esencial de hacerse joven pasa por huir del hogar y los padres, aprovechar cada resquicio de libertad que dan los estudios, los trabajos temporales y las amistades para estar en la calle el mayor tiempo posible. Mis padres no fueron la excepción, oscilaban entre las largas horas de estudio, los paseos con amigos, escuchar música o simplemente soñar con el futuro. Mi papá, por ejemplo, tuvo la oportunidad de echar un vistazo a la vida nocturna de los 60 gracias a que durante su servicio militar fue reclutado por un Mayor (que también era químico del Poli) para trabajar tomando muestras de sangre de jóvenes realizaban el servicio militar o que se encontraban en Tribunal para menores. Terminado el trabajo en el laboratorio, mi papá acompañaba a este señor a sus reuniones en las que ocasionalmente asistían los “segundos frentes” de los “ilustres” amigos del Mayor. Ese era el tipo de ambiente en el que convivieron durante los sesenta, pero sobre todo en los setenta, los políticos, los militares, los policías y la farándula. Mi papá era sólo un observador, estuvo siempre en el asiento de copiloto, pero conoció efímeramente ese mundo del que en los setenta será rey Arturo “el Negro” Durazo.

Mi papá fue un joven inseguro, se sentía siempre un poco fuera de lugar, pero para hacer frente a esta incomodidad consigo mismo decidió reafirmar aún más su personalidad, que para muchos ya de por sí era peculiar. Comenzó a usar ajustados pantalones acampanados, camisas estrafalarias, botines y patillas kilométricas. Escuchaba Ruby Tuesday, Love me Two Times y A Whiter Pale of Shade. Supongo que pensó que, si la gente lo iba a criticar o juzgar, al menos que lo hicieran por ser él mismo. Para fortuna de mi padre, siempre ha contado con la buena estrella de los introvertidos y le ha caído bien a casi todas las personas con las que se ha encontrado a lo largo de su vida. Quienes lo conocen saben que entre sus cualidades están ser observador y saber escuchar.

A finales de los sesenta mi padre visitaba regularmente a una tía en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco y recuerda que una tarde de septiembre se acercó a un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas. Ahí escuchó a los representantes del Consejo Nacional de Huelga, quienes hablaron del pliego petitorio, de los presos políticos, así como de la próxima reunión que se celebraría días después y a la cual mi padre quería asistir. Por razones que no recuerda bien, el miércoles 2 de octubre no llegó a la reunión. Al igual que el resto del país, se enteró al día siguiente de la masacre de estudiantes por medio de la tele y La Prensa. Después de lo sucedido mi padre acompañó a su madre a ver cómo estaba su tía. El relato que ella haría de los tiros, los militares y los jóvenes desesperados que tocaron la puerta de los departamentos en busca de refugio, fue casi idéntico a aquello que se retrató en el documental El Grito (1968) y después en la cinta Rojo Amanecer (1989). 

Mi madre y su hermano Sergio recuerdan las imágenes de la masacre gracias a la revista Por qué?, el medio impreso que publicó sin censura las fotos de los jóvenes asesinados y en cuya portada lanzaba esta desafiante afirmación: “El régimen está en quiebra”. Era cierto que el autoritarismo mexicano estaba experimentando desafíos, pero todavía tenía mucho poder. Las fotografías de los hechos dejaron de circular gracias a las maniobras del Estado y se silenció a la prensa totalmente. El gobierno no iba a dejar que los preparativos para las Olimpiadas o el Mundial de Futbol del 70 se vieran manchados por una “riña entre estudiantes”. La idea era hacer que México por fin figurara como un país moderno ante el mundo, de ahí construcciones como la Villa Olímpica, el Estadio Azteca, la escultural Ruta de la Amistad y la Alberca Olímpica cercana a la Colonia Portales.

En los días posteriores a la masacre, comenzaron los Juegos, los políticos volvieron a hablar del augurio de progreso mientras la sociedad mexicana fue invadida por las imágenes de la paloma de la paz, Enriqueta Basilo antorcha en mano, así como la icónica escena de los medallistas Tommy Smith y John Carlos que en el podio levantaron sus guantes negros como protesta por la falta de derechos civiles en Estados Unidos. El mundo era un hervidero, el grueso de la población eran los jóvenes y estaban cansados de las costumbres, la falta de derechos y de los abusos de la autoridad. Fueron años de cambio, se leía El Lobo Estepario, a José Agustín o a Carlos Castaneda. Esta generación rebelde se enfrentó a reacciones conservadoras en todo el mundo. En México, por ejemplo, el delito de disolución social sirvió para poner en la mira de la censura y represión a toda la juventud.

Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Ernesto Uruchurtu jugaron un rol importante en la masacre, pero de estos ninguno pagó las consecuencias. De hecho, Echeverría ganó las elecciones presidenciales de 1970, no sin resquemor por parte de la sociedad. “Arriba y adelante” era su eslogan, y si bien derogó el delito de disolución social, ofreció “apertura” y liberó a algunos presos políticos, en los sótanos de la vida política mexicana se recrudecería la Guerra Sucia contra los grupos políticos radicales que pensaban que el cambio sólo podría ser violento. Fueron tiempos de contrastes complejos y contradictorios, de estabilidad y desestabilización, tradición e innovación, radicalización y conservadurismo, rebeldía y amnesia, filosofías individualistas y experiencias psicodélicas, de liberalización femenina y objetivación sexual de la mujer, de Avándaro y del Halconazo.

En esta época se creó un mundo lleno de posibilidades para la juventud, pero las opciones de vida adulta siguieron siendo casi las mismas. Aquellos que decidieron no seguir las reglas acabaron viviendo en los márgenes de la sociedad, otros aprovecharon la “apertura” de Echeverría para encontrar su lugar en la gran maquinaria gubernamental o universitaria. Mientras tanto, la Portales en los setenta fue parte del programa de reordenamiento de la ciudad. Primero llegó en 1970 la línea 2 del Sistema de Transporte Metro que sustituyó la ruta del tranvía. Después, a finales de la década, Portales fue atravesada por los nuevos ejes viales: Eje Central, Eje 7 Sur Municipio Libre, Eje 7 Sur A Emiliano Zapata y Eje 8 Popocatépetl. Con un poco de paciencia y buena vista, uno puede pararse en la esquina de Eje Central y la calle de Presidentes y contemplar a la distancia el paso de los vagones naranjas del metro. Uno no puede más que imaginarse la gran transformación que este tipo de obras implicaron para los habitantes de una colonia. Muchas veces simplemente obviamos los cambios sin caer en cuenta de que aprontan una nueva época, así como el fin de una forma de vivir la ciudad.

III

Según la versión de mi padre, la primera vez que vio a mi madre fue en la base de camiones que se ubicaba entonces por la Rectoría de la UNAM y que repartía a todos esos jóvenes estudiantes que masivamente aspiraban a una carrera universitaria. No le dirigió la palabra, pero después siguió viéndola en los pasillos de la Facultad de Química en la que ambos estudiaban. Ella sin duda era una joven muy bonita, y la hacía aún más bella el hecho de que no estuviese consciente de ello. En las fotos de la prepa y la universidad semeja una jovencísima Julie Andrews que vestía los trajes de paño y casimir que su madre elaboraba con amor y precisión. Así como era una estudiante sumamente disciplinada que en casa apodaban “el Pequeño Larousse”, también era una mujer segura de sí misma, independiente, que llevaba el cabello cortísimo a la Jean Seberg y minifaldas que dejaban al descubierto sus hermosas piernas. Además de cumplir con sus labores en casa y con la carrera universitaria, se desplazaba en su bocho color pistache a distintas zonas de la ciudad para encargarse de asuntos y negocios de su padre. Ella podía hacerlo todo; ya me imagino lo intimidados que se debieron de sentir todos aquellos que la rodeaban. Era la encarnación de lo que se denominaba “una mujer moderna”.

Después de un largo cortejo, indecisiones y obstáculos, mis papás se hicieron novios. Pasaban casi todo el día juntos en la Facultad (en los laboratorios, la “perrera” o la biblioteca) y al terminar el día, mi papá acompañaba a mi mamá a casa. Mi abuela Cleofas al ver a ese altísimo y desgarbado joven en su puerta, le ofrecía quedarse a comer y platicaban durante horas. Así como pasa a todos los enamorados, mis papás empezaron a comprar pequeñas cosas para construir una vida juntos, quizás un par de vasos o una lámpara, no lo sé. Todo era un proyecto de amor juvenil hasta que mis abuelos empezaron a preguntar: “¿Qué plan tienen?” Con esa interrogante dicha en voz alta, se hizo claro el deseo de mis padres de casarse. “¿Dónde vivirán?” No sabían. “¿Ganaban lo suficiente?” No para vivir en un lugar más o menos decente. Sin chistar, mis abuelos les ofrecieron vaciar el departamento que rentaban a lado de la casa grande para que se establecieran ahí y les pedirían una renta más que nada simbólica. Mis padres no lo pensaron mucho, habían visto lugares para rentar, pero el precio era excesivo o estaban en muy malas condiciones.

El departamento, aunque es totalmente independiente, compartía la cochera y la entrada principal con la casa de mis abuelos. No era la situación ideal para una pareja de recién casados, pero estarían cobijados por una colonia que había visto crecer a mi madre y podrían ahorrar dinero. Se casaron en la Parroquia de San Sebastián Mártir en Chimalistac en 1975 e hicieron una modesta fiesta en el jardín de mi abuela, ese jardín en el que desde entonces se imaginaban a sus hijos jugar. En ese momento dejaron de ser jóvenes deseosos por conquistar el mundo y se convirtieron en adultos. Sacrificaron otros sueños para ofrecerle lo mejor a la familia que formarían. Desde ese día vivieron y trabajaron por el bienestar de sus hijos.

“Los cien años de Macondo, sueñan, sueñan en el aire. Y los años de Gabriel trompetas, trompetas lo anuncian”…al ritmo de estas estrofas cantadas por Óscar Chávez mi madre pintó las paredes del departamento en el que creceríamos sus tres hijos. La estancia de color blanco con una alfombra roja, las habitaciones beige, con cortinas psicodélicas y muebles “modernistas” que ahora me recuerdan a esos que salían en las películas de Mauricio Garcés.

Mi madre se embarazó a los pocos meses de casada y como quería estar preparada para la llegada de su primogénito, limpió obsesivamente cada uno de los rincones del departamento. Y en ese estado de emoción por el parto, decidió que una buena manera de hacer más pasable la espera era limpiando la alfombra con todo y una panza de 8 meses. Esas horas tallando hincada hicieron que el bebé girara dentro del útero, se enredara y pusiera sus piecitos listos para salir al mundo en lugar de la cabeza. El parto natural se descartó y se realizó una cesárea para sacar a mi hermano Rogelio, un niño sonriente y travieso. Dos años después (1978), nació mi hermano David, un bebé hambriento desde el primer respiro, pero muy tierno después de estar satisfechas sus necesidades.

David era un niño cariñoso y tierno, siempre y cuando no lo molestaran. Y a Rogelio le gustaba hacerlo enojar, por eso en las fotos de niños David aparece desencajado o a punto de llorar, mientras a Rogelio lo delata una sonrisa traviesa y victoriosa. A pesar de esas desavenencias que vienen incluidas con eso de ser hermanos, Rogelio y David iban a todos lados juntos. Por las tardes salían a la calle para jugar (americano o futbol) con los otros niños de la cuadra o para comenzar un recorrido por todas las casas de sus amigos, de un extremo a otro de la calle, pasando también por la nuestra, en la que mi madre recibía con una sonrisa a los amigos de mis hermanos y hacía lo posible para hacerlos sentir a gusto. En ese intercambio temporal de hogar, mis hermanos descubrían otras formas de vida e incluso juguetes distintos a los suyos, no faltando los chicos afortunados que tenían algún familiar que les traía juguetes americanos que no se conseguían “acá”. El punto de reunión de esa generación fue la calle y los fines de semana se unían a los juegos los familiares que llegaban de visita, formando una pandilla un tanto “amenazante” de críos que daban balonazos a los portones de las casas o a los coches de los vecinos. En ese momento no lo sabían, pero en esas tardes forjaron amistades y afectos que superarán el tiempo, los distintos estilos de vida y la distancia.

Durante la infancia de mis hermanos seguían vigentes algunos negocios que estaban ahí desde que llegaron mis abuelos en los cincuenta, como la tienda de la glorieta en la que se vendía petróleo y otros enseres. En lugar de ir a una tienda por huevos, a mis hermanos los mandaban a comprar con la vecina de la vuelta que abría una ventanita horadada en la puerta para entregar y cobrar la mercancía. Fue también parte de su panorama sonoro el ruido de las botellas de cristal en las que se repartía leche desde un anacrónico almacén de la calle de Rumania. Sin embargo, la colonia también estaba cambiando; llegaron, por ejemplo, las maquinitas que los distraían de regreso del mandado en el mercado de Portales y en las que seguramente se gastaban el cambio de las compras. Pero la novedad más excitante de todas fue la llegada de la heladería Danesa 33. Estaba justo en la esquina del Parque de los Venados, enfrente de la clínica del IMSS e hipnotizaba a todos los transeúntes con su enorme globo con el número 33 en color amarillo sobre un fondo azul. Quizás por ese velo de asombro que cubre todo durante nuestra infancia, para mis hermanos ese helado servido en un casco pequeño de futbol americano era el postre más maravilloso del mundo.

Mis hermanos han sido desde la infancia muy distintos entre sí. Mientras Rogelio perseguía su sueño de beisbolista en la liga infantil de Tranviarios que hasta la fecha se encuentra sobre Municipio Libre, mi hermano David en vacaciones puso a prueba sus habilidades empresariales y colocó un puesto de dulces afuera de la casa. Tenía ocho años, pero mis papás no se preocupaban por su seguridad, sabían que los vecinos y los empleados de la tintorería estarían al pendiente de él e incluso se convertirían en clientes al ver a ese niño tan dulce ofreciendo sus productos. No me cabe duda de que la infancia de mis hermanos fue feliz. Las fotos de la época muestran a mis padres jóvenes, con una sonrisa que los hace ver muy guapos y mis hermanos sólo tienen inocencia en los ojos y tranquilidad, como si intuyeran que no existía mejor refugio que los brazos de esos padres amorosos, ni mejor lugar que aquel departamento, ni calles tan llenas de amigos y aventuras.


Acá un poco de la época 👇

Toma tu turno: el camino a la Colonia Portales

La veo, me veo y me transfiguro en multitud de colores y de tiempos. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga.

Elena Garro

I.

Mi abuelo David Almanza tenía ocho años cuando militantes del Partido Nacional Revolucionario llegaron a Atlacomulco, Estado de México. A él, como a muchos otros, le ofrecieron una torta a cambio de ir de acarreados a un mitin político en la plancha del Zócalo de la Ciudad de México. No tardó mucho en decir que sí. ¿Torta y pasaje de tren gratis? ¿Quién lo pensaría dos veces? Se despidió de su abuela y se encaminó al entonces Distrito Federal. Para cuando terminó el evento político, mi abuelo decidió no tomar el tren de vuelta. Lo imagino embelesado con la Catedral y el tumulto de las calles del Centro Histórico que asemeja un hormiguero. Siendo un niño decidió probar suerte en la urbe. Localizó a unos parientes que le dieron cobijo sólo un par de noches. Supongo que para ellos aquel dicho de “el muerto y el arrimado a los tres días apestan” aplicaba incluso cuando el “arrimado” era un niño pequeño. No sé cuánto tiempo vivió en las calles, sólo sé que su carisma y buena estrella hizo que unas prostitutas se apiadaran de él y lo llevaran a vivir con ellas. Al poco tiempo tuvo su primer trabajo como repartidor de periódicos. Así creció mi abuelo David, voceando alegremente las noticias entre el barullo de comerciantes, conociendo a personas de muy distinto origen, aprendiendo que los extraños pueden ser más bondadosos que la propia familia y con poco más que sueños en los bolsillos.

Mi abuela Cleofas Pérez era originaria de Chignahuapan, Puebla. Fue una de muchas hijas y, pese a sus esfuerzos, nunca pudo ser la favorita. La relación con su madre siempre fue complicada, pero ellas no tuvieron toda la culpa, mucho influyó el tiempo que les tocó vivir. Mi bisabuela Juliana era una jovencita durante la Revolución y siempre que llegaba el rumor de que iban a pasar las tropas por el rancho todas las mujeres se escondían en hoyos que se cavaban en el monte como refugio. De esta manera, los primos con todo y escopetas las protegían de posibles raptos o violaciones. La solución a este peligro era casarlas sin importar con quién. Bajo esta lógica mi bisabuela de quince años terminó casada con un hombre de setenta. El juego para mi bisabuela estuvo amañado desde el principio. ¿Cómo construir una familia desde esta posición? ¿Cómo sonreír a los ataques de celos de un marido que se envilece en la medida en la que te ve florecer? ¿Cómo amar a alguien que te recuerda lo que tu vida no fue?

Después de años de suspicacia y malos tratos, mi abuela decidió dejar a su marido e irse a trabajar en una tienda de abarrotes que su hermana tenía en Apizaco, Tlaxcala. ¿Y qué hacían entonces las mujeres cuando por encontrarse en una situación precaria no podían cuidar de sus hijos? Repartirlos, mandarlos a vivir por temporadas con otros familiares para que ofrecieran compañía o trabajaran. Fue ésta la malograda suerte de mi abuela Cleofas cuando era muy pequeña.

Entre las vivencias que trastocaron la infancia y juventud de mi abuela hay tres en los que la sensación de desarraigo y falta de un hogar propio fueron determinantes. La primera fue cuando le tocó irse un tiempo con una tía en Puebla que la trató como sirvienta y la obligó a dormir en el piso del baño. Cuando mi abuela hablaba de esto no daba muchos detalles, el recuerdo de ella como niña acurrucada a un lado del W.C. era suficiente. La segunda, fue la temporada que pasó en el rancho de su abuelo Quirino. Allí aprendió a andar a caballo, se encargó de servirles comida y pulque a los entenados y conoció de cerca lo dura que era la vida del campo poblano con ese aire helado y sol que queman la cara. Aunque esta etapa le dio varios motivos para sonreír, decidió abandonar el rancho para ir a Apizaco y estar con su madre. En esa pequeña ciudad, enmarcada por las vías del tren y el paisaje de La Malinche y la Cuatlaplanga, mi abuela vivió ese tercer momento de conciencia de falta de un hogar propio. Un día, sin razón ni previo aviso, volvió a la casa que habitaba con su madre para encontrar la puerta cerrada con llave. Su madre había partido de viaje, dejándola sin ropa, comida, dinero o techo. Una vecina le ofreció ayuda y la acogió unos días hasta que logró localizar por telegrama a su hermano Macario, quien se ofreció a llevarla al Distrito Federal.

II.

Mi abuelo David durante su juventud fue ayudante y aprendiz de tintorero en la Colonia Roma. El dueño era una persona bondadosa y le permitía dormir en el local. La confianza y afecto que se ganó mi abuelo fue tal que cuando llegó el momento de jubilarse, el jefe decidió obsequiarle la tintorería. Lo único de lo que tendría que encargarse mi abuelo era de pagar la renta del local. En un puñado de años mi abuelo dejó de ser ese niño de provincia que repartía periódicos para convertirse, por fin, en el dueño de un pequeño negocio en la capital.

Por su parte, mi abuela Cleofas trabajó de dependienta en la tienda de ropa del esposo sirio libanés de su media hermana Beatriz. Gracias a ese roce con otra cultura, su buena sazón poblana se enriqueció con guisos y tradiciones extranjeras. Desde entonces comenzó a preparar su café en las típicas jarras de cobre del Medio Oriente y se apropió de la receta de hojas de parra rellenas para convertirla en uno de los guisos fundamentales de la familia.

Mis abuelos se conocieron un día en que ella pasó a saludar a su hermana Felicitas que trabajaba como planchadora en la tintorería de mi abuelo. Mi abuelo estaba lejos de ser un hombre guapo, pero su encanto lo hacía atractivo incluso para una mujer tan bella como mi abuela. No me extrañaría que desde ese primer encuentro ella hubiese quedado prendada de su vitalidad y él de su belleza. Si no, ¿cómo se explicaría que poco tiempo después de conocerse mi abuelo impulsivamente se bajase del tranvía en el que viajaba sólo porque alcanzó a distinguir a mi abuela caminando por la entonces calle de Niño Perdido? La buscó entre la gente, le ofreció acompañarla a su casa y ella aceptó halagada por esa inesperada atención. No tardaron mucho tiempo en casarse y tener a sus primeros dos hijos: Sergio y Lourdes.

Su primer hogar como matrimonio fue un departamento en La Roma convenientemente cercano a la tintorería, que sin embargo resultó una pesadilla para mi abuela, acostumbrada como estaba ella al cielo diáfano de Puebla y no a que el paisaje se agotara en el muro de concreto del departamento contiguo. La necesidad de mudarse no fue clara hasta que la infestación de ratas en la zona atacó y mordió a uno de los bebés mientras dormía en su cuna. Enseguida comenzó la búsqueda de un terreno para construir una casa propia. Después de que La Roma o Del Valle fueran rápidamente descartadas por sus elevados precios, un amigo les sugirió ver un lote que se estaba vendiendo en Portales. El terreno se encontraba entre las calles de Emperadores y Presidentes, nombres rimbombantes que para nada reflejaban el estado de la colonia. Sin embargo, el lote era barato y alcanzaba los 550 metros cuadrados, razón por la que no dudaron mucho en comprarlo. Cuando mis abuelos llegaron a la colonia, con un nuevo bebé en brazos (Patricia, mi madre), ésta era una zona en declive pero que pronto viviría un momento de desarrollo y bonanza.

III.

La colonia Portales se creó oficialmente en 1914, pero la urbanización se retrasó un tiempo por los combates revolucionarios que aún arrasaban con poblados de la capital. La traza de la colonia siguió siendo la misma que Francisco Cravioto y Herbert P. Lewis realizaron en 1888 cuando ésta era todavía una hacienda ganadera y agrícola. De ese pasado del siglo XIX permanecerá también la tradición del comercio que dio origen al Antiguo Mercado de Portales, que se instaló en el casco de la ex hacienda ubicado en la actual calle de Víctor Hugo y Calzada de Tlalpan.

Para cuando mis abuelos arribaron a Portales, el mercado había sido consumido por un incendio y muchas de las casas de adobe construidas al nacer la colonia estaban bastante deterioradas. Sin embargo, la promesa de vida que ofrecía Portales era justo lo que buscaban mis abuelos: servicios básicos, buenas y múltiples vías de transporte y, en el plano educativo, el barrio podía presumir de contar con una de las veintiún escuelas primarias diseñadas por Juan O ‘Gorman como jefe de Edificios en el DF y que formaban parte del proyecto educativo de Narciso Bassols.  Este edificio funcionalista era una muestra concreta de aquellos sueños de modernización posrevolucionaria que durante algunas décadas propiciaron la movilidad social de gran parte de la población mexicana. En esa primaria, la Carlos A. Carrillo, estudiarán sus hijos, quienes pertenecerán a una generación que a pesar del origen humilde de sus padres logrará aspirar a una carrera universitaria.

El llamado desarrollo estabilizador, que comenzó en el sexenio de Manuel Ávila Camacho, fue la brisa que impulsó la economía de mis abuelos y también el desarrollo de la colonia. Al mismo tiempo que comenzaba la construcción del Parque Pancho Villa (coloquialmente conocido como Parque de Los Venados), mis abuelos empezaron a construir su casa. Apostaron a levantar primero un pequeño departamento en el que habitaron mientras terminaban la casa principal, un espacio que después se podría rentar para tener un ingreso extra. Después siguió la construcción de la accesoria que albergaría la nueva tintorería que mi abuela atenderá y de la que deberá sacar el gasto mientras mi abuelo destinaba las ganancias del negocio de la Roma a la construcción de la casa principal. Que las casas cumplan la doble función de hogar y negocio es una práctica que hasta la fecha se mantiene viva en Portales. Quizás a esto se deba que muchos de los vecinos se reconozcan más por su profesión u oficio que por su nombre de pila: la maestra, el carnicero, el sastre, el dentista, el hojalatero, la secretaria. La familia de mis abuelos fue la de los tintoreros.

A pesar de que vivían a tan sólo diez manzanas del Parque de Los Venados, mis tíos y mi madre no lo frecuentaron durante su infancia. ¿Para qué? Las calles eran suyas, podían jugar en las tardes con los demás niños de la cuadra, mirar la tele en casa de algún vecino bendecido con tan raro electrodoméstico, comprar hielo seco en la fábrica de la calle Emperadores o simplemente quedarse en el jardín que mi abuela tanto luchó para tener en casa. Un jardín en el que ella pasará tantos fines de semana escuchando el rumor del tránsito de Tlalpan mientras su esposo disfrutaba de una corrida de toros y un ron Castillo con Ginger ale.

Mis abuelos, y por consecuencia sus hijos, tuvieron la fortuna de ser favorecidos por el Milagro Mexicano, ese lapso en el que el PIB pasó de 88, 218 millones a 304, 600 millones de pesos con una tasa media anual de crecimiento de 10.90 %. Su esfuerzo y trabajo rindió frutos en este contexto excepcional, pasando de no tener nada a ser dueños de una casa y dos negocios. Pudieron darles a sus cuatro hijos (Sergio, Lourdes, Patricia y David) un futuro distinto al suyo y la libertad de escoger lo que harían de sus vidas sin que su origen fuese determinante.

Así como en la novela La región más transparente la ciudad de México es el personaje principal que contiene las historias imaginadas por Carlos Fuentes, la casa construida por mis abuelos será el escenario de los recuerdos más queridos de mi madre, quien pasará incontables tardes en la tintorería haciendo sus tareas bajo la resolana, rodeada por el olor a gas nafta y escuchando Nuestro Juramento en la radio.


Acá un poco de lo que escuchaba mientras escribía el texto 🎧

El peligro de estar vivos II. Instrucciones para sobrevivir en México

No sabía que a una mujer podían matarla por el sólo hecho de ser mujer,

pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando.

Selva Almada

I.

Hace tiempo el historiador Jean Delumeau escribió que las colectividades y las civilizaciones mismas están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Y dicho miedo se conforma por una dimensión individual y una colectiva. Los miedos personales que parecerían apelar sólo a nuestra experiencia se engarzan de formas insospechadas con temores compartidos por generaciones, poblaciones específicas o géneros.

Es quizás en la infancia cuando comenzamos a crear nuestro repertorio de miedos, ya sea esto por vivencias propias, rumores o relatos adultos destinados a servir de advertencia. Buena parte de los miedos infantiles habitan el espacio de lo fantástico, pero también absorbemos, sin desearlo, los miedos que a los adultos se les escapan en esas charlas no aptas para niños. De aquella mezcla de imaginación, vivencias y el mundo adulto estaban hechas mis pesadillas de la infancia:

·         El “mochaorejas”

·         La lluvia radioactiva

·         Los ovnis

·         Los judiciales

·         La crisis y el “nuevo peso”

·         Las jeringas “infectadas” abandonadas en los cines

·         El SIDA, la salmonelosis y el ébola

·         Los temblores

·         Los “narcosatánicos”

·         Mi reflejo en el espejo durante la noche

·         La mirada acusadora y acosadora de Dios

·         Canciones que tocadas al revés tenían mensajes ocultos

A tan corta edad el sentido de los miedos se nos escapa, pero más indescifrables son aquellos que nos inculcan: “No mires a esa persona”, “Evita hablar con tal o cual”, “No dejes que nadie te toque”, “Avisa si te hacen algo raro”, “Cuidado con los señores”. Como niña, todas estas advertencias son bastante confusas. Queda claro que hay que cuidarse de los hombres en la calle, en la casa, en la escuela. Pero toda esa armadura protectora se viene abajo cuando se nos obliga a sonreír a todo extraño o a recibir sin queja alguna el beso de ese tío que te deja la mejilla con restos de pegajosa saliva. Se nos impulsa a desarrollar un sexto sentido contra algo que no logramos entender en la infancia. ¿Cómo nos protege del “mal” sentarnos de cierta manera? ¿Cómo evitamos algo terrible cruzando las piernas o agachándonos “como señoritas”?

Desde muy pronto el mundo adulto nos hace sentir que hay algo en nosotras mismas que nos pone en riesgo. Sin querer podemos provocar la violencia y atención inadecuada de “alguien”. Todas estas extrañas indicaciones comienzan a tener pleno sentido para las mujeres por ahí de la secundaria. La atención indeseada de los hombres, burda y directa, nos aborda de lleno. Hasta la fecha me parece un enigma por qué los hombres, mucho más que las mujeres, tienen esa necesidad de ser vistos, de que alguien atestigüe su paso por el mundo. Más que una muestra de confianza o seguridad, se me antoja una debilidad de carácter, un asfixiante deseo infantil.

A pesar de todas las malas experiencias que como todas he vivido, durante la adolescencia y parte de mi juventud me sentí segura, con el derecho a defenderme ante el acoso masculino. Quienes me conocen, saben que tengo el vocabulario amplio y florido de un camionero sexagenario. Y nunca tuve miedo de hacer uso de él para defenderme. Sarcasmo, groserías, “cortes de manga” y, mi favorito, “la pintada de dedo” fueron durante años mis armas contra el acoso. Di cachetadas, patadas e incluso una vez le lancé un café caliente a un tipo que me molestó camino a la prepa. No obstante el acoso, en ese momento de mi vida no me sentía como si tuviese una diana en la espalda por el simple hecho de ser mujer. Todo parecía simple: defenderse y no “exponerse”.

Hoy las cosas son diferentes. Estamos más conscientes de la violencia de género y estamos más desprotegidas. Tenemos más herramientas para luchar contra el acoso, pero la violencia se intensifica y multiplica.

II.

Tengo una amiga que cada tanto me aconseja cambiar mi forma de vestir. Desde su punto de vista, debería de vestirme para el trabajo que quiero. Básicamente, me dice que me arregle un poco más, que cambie los tenis por zapatos de tacón, que use vestidos y así. El comentario me da algo de bronca a varios niveles. De entrada, no sé qué tipo de trabajo imagina que quiero tener. Pero procuro no engancharme con el tema y asiento con una sonrisa. Lo cierto es que no deseo detenerme a contarle por qué me visto cómo me visto. La verdad, también sea dicha, es que prefiero conservar para mí lo que no quiero recordar. En gran medida me avergüenza que me defina algo que pasó hace ¿10 años? ¿Más años o menos? Ni siquiera eso tengo claro, no quiero pensar.

Es difícil vivir en un país como México y no entrar alguna vez en la categoría de víctimas de alguna de las numerosas violencias que nos rodean. La violencia nos ha arañado a nosotros mismos o ha alcanzado a un ser querido. Independientemente del tipo de violencia que nos toque, ésta siempre deja marca. Y lo peor es que después de la violencia muchas veces llega el remordimiento, la sensación de que pudimos reaccionar con más inteligencia, que pudimos haberlo prevenido, que algún paso en falso nos puso en esa situación. Tampoco falta quien nos diga qué hubiera hecho distinto en nuestro lugar.

Cada quien convive como puede con la violencia y con la sombra que deja en cada uno. Hay algunos cuyos cuerpos los traicionan y desarrollan enfermedades (hipertensión, diabetes, depresión). Otros llevan marcas más imperceptibles, las notamos en su cuerpo, en su manera de caminar por las calles, en el sobresalto inexplicable ante el roce de un extraño, en la contracción del cuerpo ante algo que desate el miedo, en el constante estado de alerta.

En mi caso, nuevos miedos brotaron como de una fuente inagotable. Temores irracionales se multiplicaron de golpe. Empecé a tener miedo a las alturas, dejé de manejar, me hice hermética y rutinaria, empecé a llevar siempre identificación y floreció en mí el trastorno obsesivo-compulsivo. Incluso, cosas tan banales como el calzado adquirieron un sentido totalmente nuevo: ¿serán estos tenis lo suficientemente cómodos para correr si necesito huir de alguien? ¿Podré patear a alguien con estas botas?

III.

Jorge Ibargüengoitia desde finales de los 60 tuvo una columna en el periódico Excélsior que sería la materia prima para el conocido libro Instrucciones para vivir en México. Entre sátiras, reflexiones y tipificaciones, Ibargüengoitia cuenta, desde su experiencia, lo que es vivir en México. En 2019, escritores como Tedi López Mills, Antonio Ortuño, Yuri Herrera y muchos otros se dieron a la tarea de actualizar el proyecto de Ibargüengoitia y publicaron las Nuevas instrucciones para vivir en México. Una de las grandes interrogantes que se detecta en este esfuerzo de renovación es: ¿todavía podemos satirizar y encontrarle un lado humorístico a la violencia en México?

Durante años pensé que la capital mexicana era la mejor escuela para la vida. Sobrevivirla, esquivar sus amenazas diarias e incontables, me parecían un legado no reconocido. ¿Qué miedo nos podría causar viajar al extranjero si usamos diariamente el transporte público chilango? ¿Qué carterista o ladrón de cualquier lugar del mundo nos podría amenazar si en muchas de nuestras interacciones con extraños no sabemos si nos van a asaltar o a vender algo? Pero hoy, cuando te pueden disparar para robarte una mochila con libros o un celular de tres mil pesos, me gustaría que esta ciudad, este país en general, nos preparara menos para la violencia.

Tomar foto de cómo vas vestida antes de salir de casa, compartir tu ubicación en tiempo real, escoger el asiento en el que es más difícil que te manoseen, usar ropa holgada en el transporte público para que no te acosen, ubicar “los senderos seguros”, sacar foto de tus tatuajes o señas particulares para que te encuentren (por si acaso). Desgraciadamente hoy son las mujeres las que se encargan de difundir las instrucciones para sobrevivir en este país. Compartimos nuestras experiencias y consejos con las más jóvenes para que intenten estar más seguras, nos preocupamos por ellas. El paso de toda esta “sabiduría” deja un muy mal sabor de boca. En el fondo sabemos que esto es sólo un paliativo, es demasiado poco lo que a nivel individual puede prevenirse cuando las raíces de la violencia de género son profundas y se aferran a cada recoveco de la sociedad.

IV.

Muchas hemos compartido un café y esa charla en la cocina de alguna de las mujeres de nuestra familia. De manera inesperada la tarde se convierte en un recuento de los agravios sufridos por todas: humillaciones, violaciones, acosos, incesto, golpizas. Estos relatos incluyen a las mujeres de hoy y a las de antes porque la violencia contra las mujeres es ancestral. Sólo ahora empezamos a encontrar las palabras para nombrarla y denunciarla. ¿Será que el miedo colectivo que nos roba la tranquilidad actualmente es la violencia de género? ¿Que sea fácil que nos maten por ser mujeres? ¿Y que de algún modo se diga que fue nuestra culpa?

Es mucho lo que se puede hacer colectivamente, las madres buscadoras y los colectivos feministas son prueba de ello. También sería útil preguntarnos qué podemos hacer a un nivel individual. ¿Participamos de alguna manera de este fenómeno con silencios o complicidades? ¿Condenamos los feminicidios, pero toleramos la violencia doméstica dentro de nuestra propia familia? ¿Sexualizamos la infancia? ¿Reproducimos formas nocivas de la masculinidad? ¿Nos reímos ante el chiste misógino? ¿Repartimos inequitativamente las responsabilidades en la casa? ¿Reforzamos estereotipos tradicionales de la mujer y del hombre? ¿Normalizamos el acoso? Las raíces de la violencia contra las mujeres son extensas y pasan por temas como la sexualidad, las masculinidades, la desigualdad, la impartición de la justicia, la salud reproductiva, las leyes, la corrupción, la religión, las autoridades, el crimen organizado y la familia. Libramos una batalla en dos frentes: el colectivo y el individual. Y si no tomamos acción en estos dos sentidos, las mujeres, en especial las más jóvenes, seguirán sobreviviendo en lugar de vivir.