La vida en la pantalla

Acto I. La letra con tele entra

Sábado por la mañana. El cuarto de mis padres. Principios de los noventa.

No hay nadie en casa, la televisión es toda mía. Única regla autoimpuesta: evitar el canal 99. Según los rumores en la escuela en ese canal se ven escenas fugaces de “películas para adultos”. ¿Mito o realidad? Mejor no saber, lo que se dice que te pasa después de ver cosas “impropias” no lo amerita. Además, el universo adulto es aburrido.

Me gusta la televisión y no soy quisquillosa. Me he chutado hasta el funeral de Cantinflas, pero hoy es un día especial, es sábado y pondrán un programa sobre “sucesos inexplicables”. Todo lo místico y extraterrestre me fascina. Si creo en Dios, por qué no creer también en los ovnis, en seres magníficos horadando las líneas de Nasca o en gigantes prometeicos esculpiendo cabezas de piedra en la Isla de Pascua.

Esta es la última década del siglo XX y todo parece sacudirse. Se forman círculos misteriosos en campos de cultivo, los “avistamientos” son cada vez más frecuentes y en México no tardará en andar suelta una criatura llamada “El Chupacabras”.

Mientras espero a que inicie mi programa, doy un repaso a los demás canales. Algo me llama la atención: un grupo de niños ataca al que parece más débil, lo empujan y muere. Están en una especie de isla, no hay adultos y pese a lo que acaba de suceder ninguno parece afectado. Después de unos minutos de comerciales reinicia la transmisión y me entero de que la escena pertenece a una película basada en El señor de las moscas de William Golding.

Me atrapa la historia, comprendo la violencia entre niños. No hace mucho, Roberto, un compañero de clase con quien no recuerdo haber cruzado palabra, se acercó a mí a la hora del recreo para empujarme. Al parecer lo hizo porque “le gusto”. Me levanté del suelo como si nada, no sentí dolor, sólo una injustificada vergüenza. Los gritos de la “Miss” me hicieron percatarme de que mi brazo derecho imitaba la curva de una carretera, estaba fracturado.

No sé qué pensar de los niños, me desconcierta no conocer las razones por las que actúan como lo hacen. Los adultos están ahí, pero no ven o quizás simplemente en el fondo sigan siendo niños con disfraz de papás.

Gracias a este programa de TV se abrió en mi mente una nueva ventana para observar el mundo. El resumen en imágenes del libro de Golding me respondía muchas de las cosas que no comprendía de mi vida cotidiana (la violencia gratuita, por ejemplo). Ordenó y desordenó las ideas y explicaciones que le daba a las acciones de los otros.

Nueva afición: ver programas sobre libros. Las uvas de la ira, El gran Gatsby, La letra escarlata. No entiendo del todo de qué van los libros, pero intuyo significados, sentidos y conexiones.

Acto II. El infinito “continuará”

Vacaciones de verano. Finales de los noventa. La escalera de casa de mis papás.

Me he vuelto experta en leer cosas que no comprendo. Escuché a uno de mis hermanos decir que compró el libro El extranjero porque explica algo de la canción “Killing an Arab” de The Cure. Leí el libro del señor Camus, hay arena y un crimen.

Acabo de tomar prestado otro libro de mi hermano Rogelio: Generación X de Douglas Coupland. Me llama la atención porque en estas vacaciones David (mi otro hermano) y yo rentamos la película Reality Bites y justo hablan de esa dichosa “generación X”. Me gustó mucho la peli, sale el actor tan guapo de Antes del amanecer y la hace de pareja de una bellísima actriz con nombre extraño: Winona. Cuando sea grande me quiero cortar el cabello como ella.

Reality Bites se centra en los amores y desamores de un grupo de amigos recién salidos de la universidad. La protagonista está perdida, no sabe qué se supone que debe hacer con su vida. Sus amigos tienen trabajos mal pagados y siente miedo de encontrarse en la misma situación. Todos rechazan el acartonado mundo adulto, buscan su libertad, pero también están muy asustados. Tienen miedo del SIDA, de la rutina, el desempleo, de convertirse en sus padres o de decepcionarlos.

La película me hizo comprender que “crecer” no se limitaba a casarse y tener hijos, también era una promesa, una búsqueda, un infinito “continuará”. Pero ¿qué es lo que creen que van a encontrar? ¿Cuál es la meta? ¿Cuándo podemos decir: “he llegado”? Quiero respuestas, un mapa que me guíe y ayude a sortear las trampas en las que veo caer a los adultos que me rodean, por eso tomé el libro de Coupland.

Generación X no se parece a ningún otro libro que haya leído, trae viñetas cargadas de humor ácido y un delirante glosario en los márgenes. El libro cuenta la historia de unos jóvenes que me parecen sumidos en la depresión, el enojo y la frustración. A veces yo también me siento así, no sé explicarlo.

Uno de los muchos “conceptos” inventados por el autor se me quedó grabado:

Punto de engorde: Puesto de trabajo pequeño y abarrotado hecho de paneles desmontables y ocupado por miembros poco importantes del personal. Llamado así en recuerdo de los pequeños cubículos de los mataderos utilizados por la industria cárnica.

Yo no sé qué quiero, pero ciertamente no me apetece convertirme en una res con mirada perdida, engordando mientras espera la muerte. Una vez más un libro me da pautas para navegar los días.

La globalización y la cultura de masas me permite identificarme con algo escrito para un público de clase, nacionalidad y edad muy distinta a la mía. Se olfatea ya el cambio de siglo.

Acto III. (De)generaciones

Una mañana en la cafetería de la preparatoria. Año 2001.

Todos se arremolinan frente a la televisión, vemos una y otra vez caer las Torres Gemelas en Estados Unidos. Algunos festejan el “golpe” al país vecino, otros sollozan y yo no sé qué pensar. Me angustia un poco no distinguir si las imágenes son reales o escenas de una película. Me inquieta lo entretenido que nos resulta todo esto.

Mi personalidad cada vez está más clara, soy una persona pesimista pese a todos mis esfuerzos por ser más ligera o alegre. Consumo sin orden o mesura todo producto audiovisual que se pueda etiquetar como alternativo. Películas como El Club de la pelea o Corre Lola corre, canciones como Do the Evolution o la caricatura Daria refuerzan mi óptica sombría.

La noción de la generación X me hace sentir cobijada, pero al mismo tiempo me aleja de lo que me rodea. Me siento desilusionada del mundo adulto y no existo dentro de las aulas o los pasillos de la escuela. No sé qué está mal conmigo, ¿salí defectuosa? No le digo a nadie que me siento como el cantante de Radiohead en el video “No Surprises”. Me ahogo, pero no quiero que mis hermanos me delaten, no quiero decepcionar a mi papá, no quiero hacer llorar a mi mamá.

No alarms and no surprises / no alarms and no surprises/ silent

Acaba de empezar el siglo y siento que mi mundo se cae a pedazos. Dramatismo adolescente, no cabe duda. Todos seguiremos adelante sin darnos cuenta. Continuarán las crisis económicas, pero nos harán sonreír las promesas de bienestar y el internet. Tendremos el juego de la viborita en los celulares, Napster y pasaremos cada vez más tiempo en el reino de la www.

Acto IV. (Neo)nostálgicos

Miércoles por la noche. Cafetería en la Colonia Portales. Año 2023.

Tengo las uñas un poco moradas por el frío, pero no quiero volver a casa sin corregir el artículo que me acaban de dictaminar. Los comentarios son positivos, pero solicitan algunas modificaciones. Para la elaboración del texto recurrí al libro Zeitgeist Nostalgia de Alessandro Gandini. Me gustó, hay frases e ideas que hacen eco en mí.

Gandini habla de las cafeterías abarrotadas de gente trabajando, teniendo juntas o con la cara sumida en la computadora. Tomando café de una taza o vaso que parece inagotable. Plantea que hoy trabajar mucho no necesariamente significa tener un empleo. No puedo evitar pensar que el presente que vivimos se parece poquísimo a lo que imaginé que iba a ser el futuro, mi vida adulta.

Quizás hoy no vería con tanto desprecio un trabajo en un “punto de engorde”, tendría un salario fijo, aguinaldo, odiosas fiestas de oficina, uno que otro jefe cretino, pero también estabilidad, quizás hasta seguro de gastos médicos y jubilación. Qué bien nos vendría un poco de esa vida aburrida que abrumaba al Thom Yorke que cantaba No Surprises. “El vato literalmente se estaba ahogando en una pecera con agua”, pienso.

Qué paradoja, ¿no? En tiempos ilegibles y violentos en el que nuestras vidas penden de un hilo, estabilidad y monotonía suenan a paraíso en la tierra. Lamentablemente, las cartas están marcadas, tenemos poca incidencia en el asunto sin importar el pensamiento “positivo” que nos quiere imponer el mindfulness, el coaching y la ideología del emprendimiento.

Ser adultos no resultó ser como temíamos, sino un poco peor. Entramos a la vida adulta, inexpertos y anhelantes como cuando se entra al mar. Pero ese mar nos revuelca en cuanto nos sentimos confiados. Nos hace girar 180 grados hasta que rozamos el fondo con los dedos y nuestras piernas revolotean hacia el cielo. Ser adulto es el trago de agua salada (y sucia) que deja un ardor que te recorre desde la nariz hasta la parte de atrás de la cabeza. Es una aguamala lacerante en Puerto Marqués.

Lo único que me reconforta es el hecho de que ésta no es una experiencia exclusivamente generacional, pienso que más bien es un fenómeno universal y ahistórico. Una especie de hambre existencial que siempre ha acompañado al ser humano sin importar época o condición. Es como si cada uno de nosotros fuera dotado al nacer de su propio mar obscuro y subterráneo, un abismo que no vemos, pero intuimos. ¿De qué hablan si no de esto La región más transparente de Fuentes, El primer hombre de Camus o el cuento Bienvenido Bob de Onetti? Bueno, no sé, puede ser que siga sin entender los libros que leo.

Vuelvo la vista a las hojas sobre la mesa. Es tarde y tengo frío. Mejor cierro este asunto y me voy a avanzar en los pendientes de mi segundo trabajo. No me quejo, es lo que hay y me basta.


Dejo unas canciones para acompañar el texto 👇

Euphoria, realismo histérico y el discreto encanto del observador

La serie Euphoria sigue la vida de un grupo de adolescentes que sortean dilemas de identidad, drogas, familia, sexualidad, amistad y redes sociales. Y aunque es otra serie más sobre el campo minado que es la adolescencia, hay algo en su estética, ritmo y crudeza que atrapa. A mí me enganchó porque el tono en el que se acerca a las adicciones (al amor, a las drogas, a la atención) y al eterno problema de la violencia interpersonal me hizo recordar cierta sensibilidad de los 90s que fue parte primordial de mi educación sentimental. Películas como Kids (1995), Natural Born Killers (1994) o My Own Private Idaho (1991) dejaron una marca en mi mente adolescente y me advirtieron sobre el tortuoso tránsito a la adultez. Euphoria a ratos me recuerda ese vaivén entre lo irrisorio, la acidez y la desesperanza tan característica de la Generación X, la escritura de Alberto Fuguet, las películas de Denys Arcand y lo mejor del realismo histérico de David Foster Wallace.

Como suele suceder con las series televisivas, la segunda temporada de Euphoria ha tenido respuestas variopintas y un tanto extremas por parte del público. Algunos quedaron prendados de las nuevas líneas narrativas, mientras que otros rechazaron el giro dado de una temporada a otra. También ha habido quienes consideran que esta serie es dañina para la juventud dado que se acerca demasiado a la realidad e incita conductas negativas. Por ahora no me detendré en la recepción que ha tenido Euphoria y mejor me centraré en uno de los personajes que brilló esta temporada y cuyo papel es atractivo: Lexi Howard.

Lexi es la típica chica bonitilla y bien portada que vive a la sombra de su despampanante hermana Cassie, una diosa total que roba miradas y corazones con tan sólo respirar. Lexi está siempre un paso atrás y ha afrontado su drama familiar asumiendo el cuidado de los otros. Siempre se mueve en el fondo, rara vez se le presta atención, pero desde su lugar ella ha desarrollado la capacidad de mirar con distancia lo que la rodea, como si la vida fuera un teatro y ella una espectadora. Esta mirada panorámica de la vida le permite desentrañar la trama de las historias a su alrededor y sigue el hilo que conecta los conflictos. Pero su capacidad de observación viene acompañada de una difícil tarea: confrontar al mundo, ponerle un espejo de frente para que no tenga otra opción más que mirarse a sí mismo tal.

En estos tiempos en los que coqueteamos con la idea de ser protagonistas, de ser admirados en redes sociales, reinventarnos a cada instante y ser “exitosos”, sería interesante hablar de las ventajas que tiene perderse en el fondo, no destacar ni tener una presencia magnética. Quienes no poseemos el carácter y la buena estrella que se requiere para ser el centro de atención, jugamos roles secundarios y vivimos una existencia sin grandes sobresaltos. Nuestra vida, más que intensa, raya lo soso, pero tenemos al menos dos cosas a favor: tendemos a adquirir una aguda capacidad de observación y construimos un mundo interior vasto y emocionante.

Para observar más claramente cualquier cosa se requiere de distancia. Por ello, quienes son observadores y no tanto partícipes de las grandes aventuras de la vida, están lo suficientemente alejados de la acción como para poder descubrir las tramas que unen la vida de los otros y captar las vetas que se forjan en la superficie de la sociedad. Los observadores se alimentan del mundo, lo absorben e interpretan a través de la mirada constante y sagaz. A pesar de su aparente pasividad, el observador puede vivir muchas vidas al mismo tiempo, ser diversas personas y estar en múltiples lugares gracias a su imaginación y sensibilidad.

Yo soy miembro de ese club de observadores con vidas aburridas. Desde que tengo memoria recuerdo ese deseo de querer mimetizarme con el fondo, de que nadie me note ni perturbe mi espacio. Quizá de ahí viene mi gusto por las ciencias sociales, las cuales sinceramente estudié por error. El primer día que puse un pie en la facultad me sentí en desventaja frente a mis compañeros. No tenía su bagaje, no conocía lo que ellos y comprender la jerga me costaba el doble de trabajo. Pero, aun así, descubrir las ciencias sociales me emocionó y me cambió porque era una herramienta nueva para empaparme del mundo, descubrir conexiones entre las cosas, explicar patrones. A partir de entonces descubrí el valor que tenía la costumbre de mirarlo todo desde mi rincón.

Ser espectador y no protagonista de los magnos eventos tiene su encanto. El observador interpreta los conflictos y aprecia cómo en medio de clichés, imposturas y estereotipos se encuentra un ser humano en conflicto, existiendo simplemente. Aprecia la belleza, la fragilidad, lo intrincado de las personas. Ve sin filtros las mentiras, las poses, pero juzga con menos dureza porque sabe que todo es una estratagema del individuo para sobrellevar la existencia. Éste es para mí el discreto encanto de quienes jugamos un rol secundario y optamos por observar el mundo y habitar nuestro rincón privado.