Sábado por la mañana. El cuarto de mis padres. Principios de los noventa.
No hay nadie en casa, la televisión es toda mía. Única regla autoimpuesta: evitar el canal 99. Según los rumores en la escuela en ese canal se ven escenas fugaces de “películas para adultos”. ¿Mito o realidad? Mejor no saber, lo que se dice que te pasa después de ver cosas “impropias” no lo amerita. Además, el universo adulto es aburrido.
Me gusta la televisión y no soy quisquillosa. Me he chutado hasta el funeral de Cantinflas, pero hoy es un día especial, es sábado y pondrán un programa sobre “sucesos inexplicables”. Todo lo místico y extraterrestre me fascina. Si creo en Dios, por qué no creer también en los ovnis, en seres magníficos horadando las líneas de Nasca o en gigantes prometeicos esculpiendo cabezas de piedra en la Isla de Pascua.
Esta es la última década del siglo XX y todo parece sacudirse. Se forman círculos misteriosos en campos de cultivo, los “avistamientos” son cada vez más frecuentes y en México no tardará en andar suelta una criatura llamada “El Chupacabras”.
Mientras espero a que inicie mi programa, doy un repaso a los demás canales. Algo me llama la atención: un grupo de niños ataca al que parece más débil, lo empujan y muere. Están en una especie de isla, no hay adultos y pese a lo que acaba de suceder ninguno parece afectado. Después de unos minutos de comerciales reinicia la transmisión y me entero de que la escena pertenece a una película basada en El señor de las moscas de William Golding.
Me atrapa la historia, comprendo la violencia entre niños. No hace mucho, Roberto, un compañero de clase con quien no recuerdo haber cruzado palabra, se acercó a mí a la hora del recreo para empujarme. Al parecer lo hizo porque “le gusto”. Me levanté del suelo como si nada, no sentí dolor, sólo una injustificada vergüenza. Los gritos de la “Miss” me hicieron percatarme de que mi brazo derecho imitaba la curva de una carretera, estaba fracturado.
No sé qué pensar de los niños, me desconcierta no conocer las razones por las que actúan como lo hacen. Los adultos están ahí, pero no ven o quizás simplemente en el fondo sigan siendo niños con disfraz de papás.
Gracias a este programa de TV se abrió en mi mente una nueva ventana para observar el mundo. El resumen en imágenes del libro de Golding me respondía muchas de las cosas que no comprendía de mi vida cotidiana (la violencia gratuita, por ejemplo). Ordenó y desordenó las ideas y explicaciones que le daba a las acciones de los otros.
Nueva afición: ver programas sobre libros. Las uvas de la ira, El gran Gatsby, La letra escarlata. No entiendo del todo de qué van los libros, pero intuyo significados, sentidos y conexiones.
Acto II. El infinito “continuará”
Vacaciones de verano. Finales de los noventa. La escalera de casa de mis papás.
Me he vuelto experta en leer cosas que no comprendo. Escuché a uno de mis hermanos decir que compró el libro El extranjero porque explica algo de la canción “Killing an Arab” de The Cure. Leí el libro del señor Camus, hay arena y un crimen.
Acabo de tomar prestado otro libro de mi hermano Rogelio: Generación X de Douglas Coupland. Me llama la atención porque en estas vacaciones David (mi otro hermano) y yo rentamos la película Reality Bites y justo hablan de esa dichosa “generación X”. Me gustó mucho la peli, sale el actor tan guapo de Antes del amanecer y la hace de pareja de una bellísima actriz con nombre extraño: Winona. Cuando sea grande me quiero cortar el cabello como ella.
Reality Bites se centra en los amores y desamores de un grupo de amigos recién salidos de la universidad. La protagonista está perdida, no sabe qué se supone que debe hacer con su vida. Sus amigos tienen trabajos mal pagados y siente miedo de encontrarse en la misma situación. Todos rechazan el acartonado mundo adulto, buscan su libertad, pero también están muy asustados. Tienen miedo del SIDA, de la rutina, el desempleo, de convertirse en sus padres o de decepcionarlos.
La película me hizo comprender que “crecer” no se limitaba a casarse y tener hijos, también era una promesa, una búsqueda, un infinito “continuará”. Pero ¿qué es lo que creen que van a encontrar? ¿Cuál es la meta? ¿Cuándo podemos decir: “he llegado”? Quiero respuestas, un mapa que me guíe y ayude a sortear las trampas en las que veo caer a los adultos que me rodean, por eso tomé el libro de Coupland.
Generación X no se parece a ningún otro libro que haya leído, trae viñetas cargadas de humor ácido y un delirante glosario en los márgenes. El libro cuenta la historia de unos jóvenes que me parecen sumidos en la depresión, el enojo y la frustración. A veces yo también me siento así, no sé explicarlo.
Uno de los muchos “conceptos” inventados por el autor se me quedó grabado:
Punto de engorde: Puesto de trabajo pequeño y abarrotado hecho de paneles desmontables y ocupado por miembros poco importantes del personal. Llamado así en recuerdo de los pequeños cubículos de los mataderos utilizados por la industria cárnica.
Yo no sé qué quiero, pero ciertamente no me apetece convertirme en una res con mirada perdida, engordando mientras espera la muerte. Una vez más un libro me da pautas para navegar los días.
La globalización y la cultura de masas me permite identificarme con algo escrito para un público de clase, nacionalidad y edad muy distinta a la mía. Se olfatea ya el cambio de siglo.
Acto III. (De)generaciones
Una mañana en la cafetería de la preparatoria. Año 2001.
Todos se arremolinan frente a la televisión, vemos una y otra vez caer las Torres Gemelas en Estados Unidos. Algunos festejan el “golpe” al país vecino, otros sollozan y yo no sé qué pensar. Me angustia un poco no distinguir si las imágenes son reales o escenas de una película. Me inquieta lo entretenido que nos resulta todo esto.
Mi personalidad cada vez está más clara, soy una persona pesimista pese a todos mis esfuerzos por ser más ligera o alegre. Consumo sin orden o mesura todo producto audiovisual que se pueda etiquetar como alternativo. Películas como El Club de la pelea o Corre Lola corre, canciones como Do the Evolution o la caricatura Daria refuerzan mi óptica sombría.
La noción de la generación X me hace sentir cobijada, pero al mismo tiempo me aleja de lo que me rodea. Me siento desilusionada del mundo adulto y no existo dentro de las aulas o los pasillos de la escuela. No sé qué está mal conmigo, ¿salí defectuosa? No le digo a nadie que me siento como el cantante de Radiohead en el video “No Surprises”. Me ahogo, pero no quiero que mis hermanos me delaten, no quiero decepcionar a mi papá, no quiero hacer llorar a mi mamá.
No alarms and no surprises / no alarms and no surprises/ silent
Acaba de empezar el siglo y siento que mi mundo se cae a pedazos. Dramatismo adolescente, no cabe duda. Todos seguiremos adelante sin darnos cuenta. Continuarán las crisis económicas, pero nos harán sonreír las promesas de bienestar y el internet. Tendremos el juego de la viborita en los celulares, Napster y pasaremos cada vez más tiempo en el reino de la www.
Acto IV. (Neo)nostálgicos
Miércoles por la noche. Cafetería en la Colonia Portales.Año 2023.
Tengo las uñas un poco moradas por el frío, pero no quiero volver a casa sin corregir el artículo que me acaban de dictaminar. Los comentarios son positivos, pero solicitan algunas modificaciones. Para la elaboración del texto recurrí al libro Zeitgeist Nostalgia de Alessandro Gandini. Me gustó, hay frases e ideas que hacen eco en mí.
Gandini habla de las cafeterías abarrotadas de gente trabajando, teniendo juntas o con la cara sumida en la computadora. Tomando café de una taza o vaso que parece inagotable. Plantea que hoy trabajar mucho no necesariamente significa tener un empleo. No puedo evitar pensar que el presente que vivimos se parece poquísimo a lo que imaginé que iba a ser el futuro, mi vida adulta.
Quizás hoy no vería con tanto desprecio un trabajo en un “punto de engorde”, tendría un salario fijo, aguinaldo, odiosas fiestas de oficina, uno que otro jefe cretino, pero también estabilidad, quizás hasta seguro de gastos médicos y jubilación. Qué bien nos vendría un poco de esa vida aburrida que abrumaba al Thom Yorke que cantaba No Surprises. “El vato literalmente se estaba ahogando en una pecera con agua”, pienso.
Qué paradoja, ¿no? En tiempos ilegibles y violentos en el que nuestras vidas penden de un hilo, estabilidad y monotonía suenan a paraíso en la tierra. Lamentablemente, las cartas están marcadas, tenemos poca incidencia en el asunto sin importar el pensamiento “positivo” que nos quiere imponer el mindfulness, el coaching y la ideología del emprendimiento.
Ser adultos no resultó ser como temíamos, sino un poco peor. Entramos a la vida adulta, inexpertos y anhelantes como cuando se entra al mar. Pero ese mar nos revuelca en cuanto nos sentimos confiados. Nos hace girar 180 grados hasta que rozamos el fondo con los dedos y nuestras piernas revolotean hacia el cielo. Ser adulto es el trago de agua salada (y sucia) que deja un ardor que te recorre desde la nariz hasta la parte de atrás de la cabeza. Es una aguamala lacerante en Puerto Marqués.
Lo único que me reconforta es el hecho de que ésta no es una experiencia exclusivamente generacional, pienso que más bien es un fenómeno universal y ahistórico. Una especie de hambre existencial que siempre ha acompañado al ser humano sin importar época o condición. Es como si cada uno de nosotros fuera dotado al nacer de su propio mar obscuro y subterráneo, un abismo que no vemos, pero intuimos. ¿De qué hablan si no de esto La región más transparente de Fuentes, El primer hombre de Camus o el cuento Bienvenido Bob de Onetti? Bueno, no sé, puede ser que siga sin entender los libros que leo.
Vuelvo la vista a las hojas sobre la mesa. Es tarde y tengo frío. Mejor cierro este asunto y me voy a avanzar en los pendientes de mi segundo trabajo. No me quejo, es lo que hay y me basta.
Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual.
José Emilio Pacheco
La historia de mi padre y su familia está llena de vacíos, sólo tengo fragmentos de lo que dicen que sucedió. La familia de mi abuela Magdalena Barreiro era de Real del Monte en el Estado de Hidalgo. Su padre Jesús era el Jefe de Policía del lugar y vivieron bien económicamente hasta que la Revolución Mexicana alcanzó esa zona montañosa conocida por sus pastes y minas. Se mudaron a la ciudad de Pachuca para empezar de nuevo, ahí creció mi abuela Magdalena. A los 16 años se enamoró de un hombre de “vida bohemia”, un eufemismo para referirse a un sujeto mujeriego, imprudente y que tocaba la guitarra. Pese a todas las señales de alarma, se casó con él y tuvo dos hijos (Arturo y Héctor). Como era de esperarse, las cosas no salieron bien. La vida conyugal de mi abuela Magdalena se podría resumir en tres palabras: infidelidades, irresponsabilidad y entuertos. Lo más probable es que él la dejara por otra mujer, provocándole un dolor que la arrastró a un abismo tan profundo y obscuro, de esos de los que muy pocos logran salir. Tan joven y frágil, fue víctima, además de la ciencia médica que en ese momento consideraba que el mejor antídoto para la depresión, “la histeria” o cualquier otro estado de ánimo “atípico”, se solucionaba con un par de sesiones de electroshock. Imagino el estigma social que eso le pudo haber significado en su momento. Aun así, salió adelante, sin sus hijos porque pensaron que no era “apta” para cuidarlos y con el corazón hecho jirones.
¿Y qué se puede decir de mi abuelo Ángel Vásquez? Fue hijo de emigrantes españoles, pero no de aquellos que llegaron al país para ser centro de tertulias, fundar instituciones académicas o editoriales; su familia era de clase trabajadora. Mi abuelo Ángel no estuvo destinado para el éxito económico, o quizás nunca le interesó. A diferencia de sus hermanos que alcanzaron puestos importantes en la Compañía de Luz y Fuerza, él optó por trabajar estrictamente para pagar las cuentas y salvaguardar un tiempo para su verdadera pasión: la música. La primera esposa de mi abuelo fue una señora llamada Emma, con quien tuvo a Ángel, y quien al ser “el hijo del primer matrimonio” fue abrigado por la familia española de mi abuelo. Ángel creció rodeado de la cultura del viejo continente, practicaba Jai Alai en el Frontón de México en Av. de la República a escasos pasos del Monumento de la Revolución, y fue pronto invitado por sus tíos a trabajar en la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. En ese entonces la descendencia que protegían y procuraban las familias era aquella del primer matrimonio. Los hijos de las segundas nupcias serán, en cambio, reconocidos, pero poco frecuentados, pues, rompían con el esquema de la vida familiar “tradicional”. Y ésa fue la suerte de los hijos del segundo matrimonio de mi abuelo Ángel: Graciela, Edmundo y Rogelio (mi padre).
La memoria, así como la historia, está compuesta por silencios, espacios en blanco sobre los que sólo podemos especular. No todas las experiencias se registran, muchas se viven simplemente como un escalón más hacia lo que depara el futuro. Entre las muchas piezas extraviadas está el relato de cómo se conocieron mis abuelos. No sé si se perdió esa información porque quienes escucharon esos recuerdos no les prestaron aprecio o simplemente no se hablaba de ello porque, a pesar de lo común que era separarse y formar una segunda familia en esa época, seguía siendo una mácula sobre todas esas personas que deseaban una segunda oportunidad. ¿Cómo se atrevían a romper las reglas y enamorarse de nuevo? ¿Con qué derecho?
Lo que sí sé, es que mis abuelos se asentaron en la colonia Vista Alegre (donde después estará el metro Chabacano) y que mi abuelo Ángel trabajaba por comisión en la mueblería “Nueva” de la calle José de Emparán en la Tabacalera. Aunque trabajar a comisión lo obligaba a recurrir cada tanto a un agiotista para llegar a fin de mes, su vida familiar era lo suficientemente feliz pese a la falta de lujos. Mi padre recuerda que esconderse de los cobradores fue durante una temporada parte de sus “juegos favoritos”. Al primer golpe en la puerta, él y su hermano se escondían y permanecían mudos hasta que el cobrador se cansaba de insistir.
Me gusta imaginar que a pesar de no ser un hombre “exitoso”, mi abuelo hizo todo lo posible por mantenerse de buen ánimo. Por ejemplo, tenía una banda de música y siempre dedicó tiempo para tocar el instrumento que tuviese a mano: banyo, marimba, piano… lo que fuese. Mi papá recuerda que en su casa no hacía falta radio, su padre era la música encarnada. Si no estaba silbando o tarareando, interpretaba aquel danzón de Juárez no debió morir. Era una persona alegre, se la pasaba jugando con mi papá, “choteándose” mutuamente y cuando podían iban juntos al cine La Estrella o al Palacio Chino. Por su parte, su madre era cariñosa, pero un tanto sobreprotectora; pero ¿cómo no lo iba a ser así si había perdido a su hijo Héctor de 18 años y a su bebita Graciela? A ella le gustaba hacer trabajos manuales y mi papá de niño la acompañaba a la calle Tabaqueros para comprar los insumos para realizar figuras de migajón, frutas de colorida y brillante resina, tapetes con gancho y bordados finos. Mi abuela Magdalena volvía constantemente a Pachuca, la familia y los asuntos pendientes la llamaban cada tanto. Mi padre recuerda esos viajes con felicidad, podía jugar con su prima Aracely a las canicas o construir elaborados laberintos de plastilina para las hormigas e ir al cine donde proyectaban películas de Marisol, Piporro, El Santo, Tin Tan y Clavillazo.
Seis años separaban a mi padre de su hermano Edmundo, así que buena parte de la infancia se la pasó observando a los adultos y contemplando a través de la ventana de su habitación a todos esos niños que jugaban en el parque de la cuadra. Será la adolescencia de mi padre la que por fin tienda un puente entre los hermanos. Mi tío Edmundo lo llevó a conocer los espectáculos de variedad, por no decir tugurios, en los que más de una vez pudo ver el sketch de cómicos como Palillo o Harapos que eran la antesala del show principal: la jovencísima Lyn May y la habilidosa Gloriella.
Nunca conocí a mi abuelo Ángel, la diabetes lo consumió poco a poco y murió a los setenta y dos años. Hay una foto de él que me fascina: está sentado en un banco alto en medio de lo que parece un salón de eventos, lo rodean instrumentos y mira directamente a la cámara. Casi parece que me mira específicamente a mí a través del tiempo mientras sostiene con una mano el banyo y lo recarga sutilmente sobre su pierna. Es delgado, elegante, con el cabello engominado partido por en medio. No se ve serio ni tieso, tiene una mirada profunda, gentil y jovial que me recuerda las fotos que he visto del poeta Federico García Lorca. Obviamente tampoco conocí a García Lorca, pero me gusta pensar que los dos fueron buenas personas. Ojalá hubiera tenido la fortuna de conocer a mi abuelo, juego con la idea de que hubiera sido su nieta favorita, me hubiera enseñado música y muchas tardes las hubiera pasado hipnotizada con el movimiento de sus manos flotando sobre las blancas y negras teclas del piano. En casa de mis padres, desde que tengo memoria, ha estado en la sala ese piano que mi abuelo tocó incluso cuando ya había perdido la vista. Crecí con ese instrumento lacado y elegante recordándome su ausencia y todo aquello que no vivimos. “Nostalgia de lo no vivido” se le llama a esa punzada en el estómago.
A mi abuela Magdalena sí la conocí, aunque sólo tengo un recuerdo nítido de ella. Mi memoria apunta a que nos visitó un diciembre y llevaba un inusual vestido largo hecho de pana color borgoña u ocre. Me parecía altísima, delgada y comandando todo con el cigarro que llevaba entre los dedos. Y si bien lo que los demás recuerdan del momento es el alarido que lanzó cuando mi pie torpe la pisó sin querer, en mi mente sólo tengo guardada la imagen de esos brazos largos y amorosos estirándose para cargarme o abrazarme. Quisiera haber tenido tiempo para acumular recuerdos con ellos, no me importaría que algunos fuesen malos, al menos tendría más claro qué de ellos hay en mí. En cambio, lo que tengo es el recorrido secreto que en ocasiones dibujo con las yemas de mis dedos sobre el silenciado piano de mi abuelo o sobre los hermosos bordados de mi abuela que conservo, pues sus vibrantes colores me dan cierto consuelo.
II
Parte esencial de hacerse joven pasa por huir del hogar y los padres, aprovechar cada resquicio de libertad que dan los estudios, los trabajos temporales y las amistades para estar en la calle el mayor tiempo posible. Mis padres no fueron la excepción, oscilaban entre las largas horas de estudio, los paseos con amigos, escuchar música o simplemente soñar con el futuro. Mi papá, por ejemplo, tuvo la oportunidad de echar un vistazo a la vida nocturna de los 60 gracias a que durante su servicio militar fue reclutado por un Mayor (que también era químico del Poli) para trabajar tomando muestras de sangre de jóvenes realizaban el servicio militar o que se encontraban en Tribunal para menores. Terminado el trabajo en el laboratorio, mi papá acompañaba a este señor a sus reuniones en las que ocasionalmente asistían los “segundos frentes” de los “ilustres” amigos del Mayor. Ese era el tipo de ambiente en el que convivieron durante los sesenta, pero sobre todo en los setenta, los políticos, los militares, los policías y la farándula. Mi papá era sólo un observador, estuvo siempre en el asiento de copiloto, pero conoció efímeramente ese mundo del que en los setenta será rey Arturo “el Negro” Durazo.
Mi papá fue un joven inseguro, se sentía siempre un poco fuera de lugar, pero para hacer frente a esta incomodidad consigo mismo decidió reafirmar aún más su personalidad, que para muchos ya de por sí era peculiar. Comenzó a usar ajustados pantalones acampanados, camisas estrafalarias, botines y patillas kilométricas. Escuchaba Ruby Tuesday, Love me Two Times y A Whiter Pale of Shade. Supongo que pensó que, si la gente lo iba a criticar o juzgar, al menos que lo hicieran por ser él mismo. Para fortuna de mi padre, siempre ha contado con la buena estrella de los introvertidos y le ha caído bien a casi todas las personas con las que se ha encontrado a lo largo de su vida. Quienes lo conocen saben que entre sus cualidades están ser observador y saber escuchar.
A finales de los sesenta mi padre visitaba regularmente a una tía en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco y recuerda que una tarde de septiembre se acercó a un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas. Ahí escuchó a los representantes del Consejo Nacional de Huelga, quienes hablaron del pliego petitorio, de los presos políticos, así como de la próxima reunión que se celebraría días después y a la cual mi padre quería asistir. Por razones que no recuerda bien, el miércoles 2 de octubre no llegó a la reunión. Al igual que el resto del país, se enteró al día siguiente de la masacre de estudiantes por medio de la tele y La Prensa. Después de lo sucedido mi padre acompañó a su madre a ver cómo estaba su tía. El relato que ella haría de los tiros, los militares y los jóvenes desesperados que tocaron la puerta de los departamentos en busca de refugio, fue casi idéntico a aquello que se retrató en el documental El Grito (1968) y después en la cinta Rojo Amanecer (1989).
Mi madre y su hermano Sergio recuerdan las imágenes de la masacre gracias a la revista Por qué?, el medio impreso que publicó sin censura las fotos de los jóvenes asesinados y en cuya portada lanzaba esta desafiante afirmación: “El régimen está en quiebra”. Era cierto que el autoritarismo mexicano estaba experimentando desafíos, pero todavía tenía mucho poder. Las fotografías de los hechos dejaron de circular gracias a las maniobras del Estado y se silenció a la prensa totalmente. El gobierno no iba a dejar que los preparativos para las Olimpiadas o el Mundial de Futbol del 70 se vieran manchados por una “riña entre estudiantes”. La idea era hacer que México por fin figurara como un país moderno ante el mundo, de ahí construcciones como la Villa Olímpica, el Estadio Azteca, la escultural Ruta de la Amistad y la Alberca Olímpica cercana a la Colonia Portales.
En los días posteriores a la masacre, comenzaron los Juegos, los políticos volvieron a hablar del augurio de progreso mientras la sociedad mexicana fue invadida por las imágenes de la paloma de la paz, Enriqueta Basilo antorcha en mano, así como la icónica escena de los medallistas Tommy Smith y John Carlos que en el podio levantaron sus guantes negros como protesta por la falta de derechos civiles en Estados Unidos. El mundo era un hervidero, el grueso de la población eran los jóvenes y estaban cansados de las costumbres, la falta de derechos y de los abusos de la autoridad. Fueron años de cambio, se leía El Lobo Estepario, a José Agustín o a Carlos Castaneda. Esta generación rebelde se enfrentó a reacciones conservadoras en todo el mundo. En México, por ejemplo, el delito de disolución social sirvió para poner en la mira de la censura y represión a toda la juventud.
Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Ernesto Uruchurtu jugaron un rol importante en la masacre, pero de estos ninguno pagó las consecuencias. De hecho, Echeverría ganó las elecciones presidenciales de 1970, no sin resquemor por parte de la sociedad. “Arriba y adelante” era su eslogan, y si bien derogó el delito de disolución social, ofreció “apertura” y liberó a algunos presos políticos, en los sótanos de la vida política mexicana se recrudecería la Guerra Sucia contra los grupos políticos radicales que pensaban que el cambio sólo podría ser violento. Fueron tiempos de contrastes complejos y contradictorios, de estabilidad y desestabilización, tradición e innovación, radicalización y conservadurismo, rebeldía y amnesia, filosofías individualistas y experiencias psicodélicas, de liberalización femenina y objetivación sexual de la mujer, de Avándaro y del Halconazo.
En esta época se creó un mundo lleno de posibilidades para la juventud, pero las opciones de vida adulta siguieron siendo casi las mismas. Aquellos que decidieron no seguir las reglas acabaron viviendo en los márgenes de la sociedad, otros aprovecharon la “apertura” de Echeverría para encontrar su lugar en la gran maquinaria gubernamental o universitaria. Mientras tanto, la Portales en los setenta fue parte del programa de reordenamiento de la ciudad. Primero llegó en 1970 la línea 2 del Sistema de Transporte Metro que sustituyó la ruta del tranvía. Después, a finales de la década, Portales fue atravesada por los nuevos ejes viales: Eje Central, Eje 7 Sur Municipio Libre, Eje 7 Sur A Emiliano Zapata y Eje 8 Popocatépetl. Con un poco de paciencia y buena vista, uno puede pararse en la esquina de Eje Central y la calle de Presidentes y contemplar a la distancia el paso de los vagones naranjas del metro. Uno no puede más que imaginarse la gran transformación que este tipo de obras implicaron para los habitantes de una colonia. Muchas veces simplemente obviamos los cambios sin caer en cuenta de que aprontan una nueva época, así como el fin de una forma de vivir la ciudad.
III
Según la versión de mi padre, la primera vez que vio a mi madre fue en la base de camiones que se ubicaba entonces por la Rectoría de la UNAM y que repartía a todos esos jóvenes estudiantes que masivamente aspiraban a una carrera universitaria. No le dirigió la palabra, pero después siguió viéndola en los pasillos de la Facultad de Química en la que ambos estudiaban. Ella sin duda era una joven muy bonita, y la hacía aún más bella el hecho de que no estuviese consciente de ello. En las fotos de la prepa y la universidad semeja una jovencísima Julie Andrews que vestía los trajes de paño y casimir que su madre elaboraba con amor y precisión. Así como era una estudiante sumamente disciplinada que en casa apodaban “el Pequeño Larousse”, también era una mujer segura de sí misma, independiente, que llevaba el cabello cortísimo a la Jean Seberg y minifaldas que dejaban al descubierto sus hermosas piernas. Además de cumplir con sus labores en casa y con la carrera universitaria, se desplazaba en su bocho color pistache a distintas zonas de la ciudad para encargarse de asuntos y negocios de su padre. Ella podía hacerlo todo; ya me imagino lo intimidados que se debieron de sentir todos aquellos que la rodeaban. Era la encarnación de lo que se denominaba “una mujer moderna”.
Después de un largo cortejo, indecisiones y obstáculos, mis papás se hicieron novios. Pasaban casi todo el día juntos en la Facultad (en los laboratorios, la “perrera” o la biblioteca) y al terminar el día, mi papá acompañaba a mi mamá a casa. Mi abuela Cleofas al ver a ese altísimo y desgarbado joven en su puerta, le ofrecía quedarse a comer y platicaban durante horas. Así como pasa a todos los enamorados, mis papás empezaron a comprar pequeñas cosas para construir una vida juntos, quizás un par de vasos o una lámpara, no lo sé. Todo era un proyecto de amor juvenil hasta que mis abuelos empezaron a preguntar: “¿Qué plan tienen?” Con esa interrogante dicha en voz alta, se hizo claro el deseo de mis padres de casarse. “¿Dónde vivirán?” No sabían. “¿Ganaban lo suficiente?” No para vivir en un lugar más o menos decente. Sin chistar, mis abuelos les ofrecieron vaciar el departamento que rentaban a lado de la casa grande para que se establecieran ahí y les pedirían una renta más que nada simbólica. Mis padres no lo pensaron mucho, habían visto lugares para rentar, pero el precio era excesivo o estaban en muy malas condiciones.
El departamento, aunque es totalmente independiente, compartía la cochera y la entrada principal con la casa de mis abuelos. No era la situación ideal para una pareja de recién casados, pero estarían cobijados por una colonia que había visto crecer a mi madre y podrían ahorrar dinero. Se casaron en la Parroquia de San Sebastián Mártir en Chimalistac en 1975 e hicieron una modesta fiesta en el jardín de mi abuela, ese jardín en el que desde entonces se imaginaban a sus hijos jugar. En ese momento dejaron de ser jóvenes deseosos por conquistar el mundo y se convirtieron en adultos. Sacrificaron otros sueños para ofrecerle lo mejor a la familia que formarían. Desde ese día vivieron y trabajaron por el bienestar de sus hijos.
“Los cien años de Macondo, sueñan, sueñan en el aire. Y los años de Gabriel trompetas, trompetas lo anuncian”…al ritmo de estas estrofas cantadas por Óscar Chávez mi madre pintó las paredes del departamento en el que creceríamos sus tres hijos. La estancia de color blanco con una alfombra roja, las habitaciones beige, con cortinas psicodélicas y muebles “modernistas” que ahora me recuerdan a esos que salían en las películas de Mauricio Garcés.
Mi madre se embarazó a los pocos meses de casada y como quería estar preparada para la llegada de su primogénito, limpió obsesivamente cada uno de los rincones del departamento. Y en ese estado de emoción por el parto, decidió que una buena manera de hacer más pasable la espera era limpiando la alfombra con todo y una panza de 8 meses. Esas horas tallando hincada hicieron que el bebé girara dentro del útero, se enredara y pusiera sus piecitos listos para salir al mundo en lugar de la cabeza. El parto natural se descartó y se realizó una cesárea para sacar a mi hermano Rogelio, un niño sonriente y travieso. Dos años después (1978), nació mi hermano David, un bebé hambriento desde el primer respiro, pero muy tierno después de estar satisfechas sus necesidades.
David era un niño cariñoso y tierno, siempre y cuando no lo molestaran. Y a Rogelio le gustaba hacerlo enojar, por eso en las fotos de niños David aparece desencajado o a punto de llorar, mientras a Rogelio lo delata una sonrisa traviesa y victoriosa. A pesar de esas desavenencias que vienen incluidas con eso de ser hermanos, Rogelio y David iban a todos lados juntos. Por las tardes salían a la calle para jugar (americano o futbol) con los otros niños de la cuadra o para comenzar un recorrido por todas las casas de sus amigos, de un extremo a otro de la calle, pasando también por la nuestra, en la que mi madre recibía con una sonrisa a los amigos de mis hermanos y hacía lo posible para hacerlos sentir a gusto. En ese intercambio temporal de hogar, mis hermanos descubrían otras formas de vida e incluso juguetes distintos a los suyos, no faltando los chicos afortunados que tenían algún familiar que les traía juguetes americanos que no se conseguían “acá”. El punto de reunión de esa generación fue la calle y los fines de semana se unían a los juegos los familiares que llegaban de visita, formando una pandilla un tanto “amenazante” de críos que daban balonazos a los portones de las casas o a los coches de los vecinos. En ese momento no lo sabían, pero en esas tardes forjaron amistades y afectos que superarán el tiempo, los distintos estilos de vida y la distancia.
Durante la infancia de mis hermanos seguían vigentes algunos negocios que estaban ahí desde que llegaron mis abuelos en los cincuenta, como la tienda de la glorieta en la que se vendía petróleo y otros enseres. En lugar de ir a una tienda por huevos, a mis hermanos los mandaban a comprar con la vecina de la vuelta que abría una ventanita horadada en la puerta para entregar y cobrar la mercancía. Fue también parte de su panorama sonoro el ruido de las botellas de cristal en las que se repartía leche desde un anacrónico almacén de la calle de Rumania. Sin embargo, la colonia también estaba cambiando; llegaron, por ejemplo, las maquinitas que los distraían de regreso del mandado en el mercado de Portales y en las que seguramente se gastaban el cambio de las compras. Pero la novedad más excitante de todas fue la llegada de la heladería Danesa 33. Estaba justo en la esquina del Parque de los Venados, enfrente de la clínica del IMSS e hipnotizaba a todos los transeúntes con su enorme globo con el número 33 en color amarillo sobre un fondo azul. Quizás por ese velo de asombro que cubre todo durante nuestra infancia, para mis hermanos ese helado servido en un casco pequeño de futbol americano era el postre más maravilloso del mundo.
Mis hermanos han sido desde la infancia muy distintos entre sí. Mientras Rogelio perseguía su sueño de beisbolista en la liga infantil de Tranviarios que hasta la fecha se encuentra sobre Municipio Libre, mi hermano David en vacaciones puso a prueba sus habilidades empresariales y colocó un puesto de dulces afuera de la casa. Tenía ocho años, pero mis papás no se preocupaban por su seguridad, sabían que los vecinos y los empleados de la tintorería estarían al pendiente de él e incluso se convertirían en clientes al ver a ese niño tan dulce ofreciendo sus productos. No me cabe duda de que la infancia de mis hermanos fue feliz. Las fotos de la época muestran a mis padres jóvenes, con una sonrisa que los hace ver muy guapos y mis hermanos sólo tienen inocencia en los ojos y tranquilidad, como si intuyeran que no existía mejor refugio que los brazos de esos padres amorosos, ni mejor lugar que aquel departamento, ni calles tan llenas de amigos y aventuras.
No sabía que a una mujer podían matarla por el sólo hecho de ser mujer,
pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando.
Selva Almada
I.
Hace tiempo el historiador Jean Delumeau escribió que las colectividades y las civilizaciones mismas están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Y dicho miedo se conforma por una dimensión individual y una colectiva. Los miedos personales que parecerían apelar sólo a nuestra experiencia se engarzan de formas insospechadas con temores compartidos por generaciones, poblaciones específicas o géneros.
Es quizás en la infancia cuando comenzamos a crear nuestro repertorio de miedos, ya sea esto por vivencias propias, rumores o relatos adultos destinados a servir de advertencia. Buena parte de los miedos infantiles habitan el espacio de lo fantástico, pero también absorbemos, sin desearlo, los miedos que a los adultos se les escapan en esas charlas no aptas para niños. De aquella mezcla de imaginación, vivencias y el mundo adulto estaban hechas mis pesadillas de la infancia:
· El “mochaorejas”
· La lluvia radioactiva
· Los ovnis
· Los judiciales
· La crisis y el “nuevo peso”
· Las jeringas “infectadas” abandonadas en los cines
· El SIDA, la salmonelosis y el ébola
· Los temblores
· Los “narcosatánicos”
· Mi reflejo en el espejo durante la noche
· La mirada acusadora y acosadora de Dios
· Canciones que tocadas al revés tenían mensajes ocultos
A tan corta edad el sentido de los miedos se nos escapa, pero más indescifrables son aquellos que nos inculcan: “No mires a esa persona”, “Evita hablar con tal o cual”, “No dejes que nadie te toque”, “Avisa si te hacen algo raro”, “Cuidado con los señores”. Como niña, todas estas advertencias son bastante confusas. Queda claro que hay que cuidarse de los hombres en la calle, en la casa, en la escuela. Pero toda esa armadura protectora se viene abajo cuando se nos obliga a sonreír a todo extraño o a recibir sin queja alguna el beso de ese tío que te deja la mejilla con restos de pegajosa saliva. Se nos impulsa a desarrollar un sexto sentido contra algo que no logramos entender en la infancia. ¿Cómo nos protege del “mal” sentarnos de cierta manera? ¿Cómo evitamos algo terrible cruzando las piernas o agachándonos “como señoritas”?
Desde muy pronto el mundo adulto nos hace sentir que hay algo en nosotras mismas que nos pone en riesgo. Sin querer podemos provocar la violencia y atención inadecuada de “alguien”. Todas estas extrañas indicaciones comienzan a tener pleno sentido para las mujeres por ahí de la secundaria. La atención indeseada de los hombres, burda y directa, nos aborda de lleno. Hasta la fecha me parece un enigma por qué los hombres, mucho más que las mujeres, tienen esa necesidad de ser vistos, de que alguien atestigüe su paso por el mundo. Más que una muestra de confianza o seguridad, se me antoja una debilidad de carácter, un asfixiante deseo infantil.
A pesar de todas las malas experiencias que como todas he vivido, durante la adolescencia y parte de mi juventud me sentí segura, con el derecho a defenderme ante el acoso masculino. Quienes me conocen, saben que tengo el vocabulario amplio y florido de un camionero sexagenario. Y nunca tuve miedo de hacer uso de él para defenderme. Sarcasmo, groserías, “cortes de manga” y, mi favorito, “la pintada de dedo” fueron durante años mis armas contra el acoso. Di cachetadas, patadas e incluso una vez le lancé un café caliente a un tipo que me molestó camino a la prepa. No obstante el acoso, en ese momento de mi vida no me sentía como si tuviese una diana en la espalda por el simple hecho de ser mujer. Todo parecía simple: defenderse y no “exponerse”.
Hoy las cosas son diferentes. Estamos más conscientes de la violencia de género y estamos más desprotegidas. Tenemos más herramientas para luchar contra el acoso, pero la violencia se intensifica y multiplica.
II.
Tengo una amiga que cada tanto me aconseja cambiar mi forma de vestir. Desde su punto de vista, debería de vestirme para el trabajo que quiero. Básicamente, me dice que me arregle un poco más, que cambie los tenis por zapatos de tacón, que use vestidos y así. El comentario me da algo de bronca a varios niveles. De entrada, no sé qué tipo de trabajo imagina que quiero tener. Pero procuro no engancharme con el tema y asiento con una sonrisa. Lo cierto es que no deseo detenerme a contarle por qué me visto cómo me visto. La verdad, también sea dicha, es que prefiero conservar para mí lo que no quiero recordar. En gran medida me avergüenza que me defina algo que pasó hace ¿10 años? ¿Más años o menos? Ni siquiera eso tengo claro, no quiero pensar.
Es difícil vivir en un país como México y no entrar alguna vez en la categoría de víctimas de alguna de las numerosas violencias que nos rodean. La violencia nos ha arañado a nosotros mismos o ha alcanzado a un ser querido. Independientemente del tipo de violencia que nos toque, ésta siempre deja marca. Y lo peor es que después de la violencia muchas veces llega el remordimiento, la sensación de que pudimos reaccionar con más inteligencia, que pudimos haberlo prevenido, que algún paso en falso nos puso en esa situación. Tampoco falta quien nos diga qué hubiera hecho distinto en nuestro lugar.
Cada quien convive como puede con la violencia y con la sombra que deja en cada uno. Hay algunos cuyos cuerpos los traicionan y desarrollan enfermedades (hipertensión, diabetes, depresión). Otros llevan marcas más imperceptibles, las notamos en su cuerpo, en su manera de caminar por las calles, en el sobresalto inexplicable ante el roce de un extraño, en la contracción del cuerpo ante algo que desate el miedo, en el constante estado de alerta.
En mi caso, nuevos miedos brotaron como de una fuente inagotable. Temores irracionales se multiplicaron de golpe. Empecé a tener miedo a las alturas, dejé de manejar, me hice hermética y rutinaria, empecé a llevar siempre identificación y floreció en mí el trastorno obsesivo-compulsivo. Incluso, cosas tan banales como el calzado adquirieron un sentido totalmente nuevo: ¿serán estos tenis lo suficientemente cómodos para correr si necesito huir de alguien? ¿Podré patear a alguien con estas botas?
III.
Jorge Ibargüengoitia desde finales de los 60 tuvo una columna en el periódico Excélsior que sería la materia prima para el conocido libro Instrucciones para vivir en México. Entre sátiras, reflexiones y tipificaciones, Ibargüengoitia cuenta, desde su experiencia, lo que es vivir en México. En 2019, escritores como Tedi López Mills, Antonio Ortuño, Yuri Herrera y muchos otros se dieron a la tarea de actualizar el proyecto de Ibargüengoitia y publicaron las Nuevas instrucciones para vivir en México. Una de las grandes interrogantes que se detecta en este esfuerzo de renovación es: ¿todavía podemos satirizar y encontrarle un lado humorístico a la violencia en México?
Durante años pensé que la capital mexicana era la mejor escuela para la vida. Sobrevivirla, esquivar sus amenazas diarias e incontables, me parecían un legado no reconocido. ¿Qué miedo nos podría causar viajar al extranjero si usamos diariamente el transporte público chilango? ¿Qué carterista o ladrón de cualquier lugar del mundo nos podría amenazar si en muchas de nuestras interacciones con extraños no sabemos si nos van a asaltar o a vender algo? Pero hoy, cuando te pueden disparar para robarte una mochila con libros o un celular de tres mil pesos, me gustaría que esta ciudad, este país en general, nos preparara menos para la violencia.
Tomar foto de cómo vas vestida antes de salir de casa, compartir tu ubicación en tiempo real, escoger el asiento en el que es más difícil que te manoseen, usar ropa holgada en el transporte público para que no te acosen, ubicar “los senderos seguros”, sacar foto de tus tatuajes o señas particulares para que te encuentren (por si acaso). Desgraciadamente hoy son las mujeres las que se encargan de difundir las instrucciones para sobrevivir en este país. Compartimos nuestras experiencias y consejos con las más jóvenes para que intenten estar más seguras, nos preocupamos por ellas. El paso de toda esta “sabiduría” deja un muy mal sabor de boca. En el fondo sabemos que esto es sólo un paliativo, es demasiado poco lo que a nivel individual puede prevenirse cuando las raíces de la violencia de género son profundas y se aferran a cada recoveco de la sociedad.
IV.
Muchas hemos compartido un café y esa charla en la cocina de alguna de las mujeres de nuestra familia. De manera inesperada la tarde se convierte en un recuento de los agravios sufridos por todas: humillaciones, violaciones, acosos, incesto, golpizas. Estos relatos incluyen a las mujeres de hoy y a las de antes porque la violencia contra las mujeres es ancestral. Sólo ahora empezamos a encontrar las palabras para nombrarla y denunciarla. ¿Será que el miedo colectivo que nos roba la tranquilidad actualmente es la violencia de género? ¿Que sea fácil que nos maten por ser mujeres? ¿Y que de algún modo se diga que fue nuestra culpa?
Es mucho lo que se puede hacer colectivamente, las madres buscadoras y los colectivos feministas son prueba de ello. También sería útil preguntarnos qué podemos hacer a un nivel individual. ¿Participamos de alguna manera de este fenómeno con silencios o complicidades? ¿Condenamos los feminicidios, pero toleramos la violencia doméstica dentro de nuestra propia familia? ¿Sexualizamos la infancia? ¿Reproducimos formas nocivas de la masculinidad? ¿Nos reímos ante el chiste misógino? ¿Repartimos inequitativamente las responsabilidades en la casa? ¿Reforzamos estereotipos tradicionales de la mujer y del hombre? ¿Normalizamos el acoso? Las raíces de la violencia contra las mujeres son extensas y pasan por temas como la sexualidad, las masculinidades, la desigualdad, la impartición de la justicia, la salud reproductiva, las leyes, la corrupción, la religión, las autoridades, el crimen organizado y la familia. Libramos una batalla en dos frentes: el colectivo y el individual. Y si no tomamos acción en estos dos sentidos, las mujeres, en especial las más jóvenes, seguirán sobreviviendo en lugar de vivir.
La ruina no es sólo algo que nos recuerda el pasado;
es también un recordatorio del futuro que nos indica
que nuestro presente también pasará a la historia.
Svetlana Boym
Hay historias que no sabemos empezar a contar. Los protagonistas, escenarios, sucesos y tiempos no son evidentes para nosotros mismos. Así me sucede con la historia que quiero narrar sobre mi colonia, la Portales. Lo único que tengo claro es el porqué de esta creciente obsesión por dar cuenta de este preciso entorno vital: es mi lugar en el mundo, donde me siento más yo.
Si pensara la vida como un juego de mesa, diría que esta colonia es mi tablero. Conozco tan bien sus calles que durante mis caminatas fácilmente registro los cambios que van sufriendo. Este es un lugar que expone sus marcas de cambio a vista de todos para que sean apreciadas. En sus rincones descubrimos las huellas de otras épocas, personas y sueños colectivos.
Aunque la Portales es mi sitio también amo viajar. Me emociona sentirme fuera de lugar, no entender ni las costumbres, lenguas o dinámicas de destinos nuevos para mí. Sin embargo, con el paso de los años he descubierto que quizás una de las cosas que más me gusta de viajar es volver a mi barrio. Tan pronto el taxi atraviesa los puentes de Municipio Libre y Zapata para incorporarse a la calle Ajusco y pasar a un costado de la parroquia de Cristo Rey, me siento en casa. Cruzar los rieles de un tranvía que lleva décadas sin pasar, ver las casas antiguas, los negocios y esos árboles enormes que testarudamente invaden las banquetas y quiebran con sus raíces el concreto son algunos de los elementos del panorama “portaleño” que da la bienvenida.
Sólo ahora que me he propuesto escribir sobre mi colonia me doy cuenta de que los sitios más lejanos e insólitos que he visitado en el extranjero son también los nombres de ciertas calles de la colonia. No sé si mi deseo de conocer esos lugares remotos nació inconscientemente de la curiosidad que despertaron durante mi infancia estas calles. Ahora me divierte la idea de que quizás nunca he salido de la colonia, como si hubiese encontrado un intersticio secreto e irreal en la Portales que me permitiese desplazarme miles de kilómetros sin poner un pie fuera de ella. Ya sé, demasiada ciencia ficción.
Pero volviendo a la colonia y sus virtudes, debo decir que lo que más me gusta de ella es su capacidad de ofrecer experiencias de vida muy diversas. Sus calles resguardan historias, personas y rincones muy contrastantes entre sí. En una breve caminata partiendo desde el Mercado de Portales fácilmente podemos encontrar a nuestro paso casas de adobe, condominios, vecindades, departamentos de interés social, city towers, iglesias de distinto culto, cafeterías de “chinos”, centros holísticos e incluso una escuela diseñada por Juan O ‘Gorman. Y qué decir del universo de personas que podemos encontrar aquí. Profesionistas, amas de casa, desempleados, baristas, indigentes, curanderos, albañiles, barberos, sastres, prostitutas trans, misioneros, delincuentes, docentes, tintoreros, taqueros, traficantes de drogas, extranjeros, estrellas de la farándula venidas a menos, mecánicos, satanistas, personal médico, travestis e incluso alguno que otro pachuco que ha sobrevivido el cierre del icónico California Dancing Club.
Una mirada cuidadosa al panorama de la Portales permite intuir relatos, recuerdos y sueños colectivos. Cuánta historia se devela si nos detenemos a observarla. Descubrimos, por ejemplo, que algunas calles conservan el trazo de los caminos comerciales del siglo XIX que formaban parte de la Hacienda de Nuestra Señora de la Soledad de Los Portales. Nos sorprendería saber que las glorietas de la colonia fueron proyectadas por ahí del 1888 por un tal Herbert P. Lewis. O quizás nos enteraríamos de que sus puentes viales han sido escenario de sórdidos adulterios, crímenes e incluso de una película de Baz Luhrmann.
Aunque recupero datos y fragmentos de historias, vuelvo obsesivamente a mi inquietud inicial: ¿Cómo contar esta historia? ¿Cuál es mi casilla de inicio? Sería absurdo querer crear una impresión ideal y completa de lo que es, y ha sido, la Portales. En todo caso es mejor rebuscar entre los infinitos fragmentos y esas huellas del pasado aparentemente desprovistas de toda asociación para ensayar algunos vasos comunicantes.
La Portales es el tablero de juego, el contexto de los sueños y recuerdos de sus habitantes. Y yo quisiera echar un vistazo a esas ilusiones y promesas con las que se ha construido y transformado este barrio. Recordar la ilusión de movilidad social que motivó a mis abuelos a migrar a la ciudad para después instalarse en Portales y construir la casa familiar que ellos no tuvieron en la infancia. Sus esperanzas familiares se cruzaron con aquellas de los proyectos nacionales de educación, desarrollo económico y todo eso que fue el “milagro mexicano”.
¿Y cómo acceder a esos sueños? ¿Cómo hacer de la historia familiar un relato más amplio? ¿Cómo desenmarañar ese pasado que se mezcla con el presente? Ante la duda, improvisaré y comenzaré con un objeto ínfimo: un pequeño mosaico veneciano (esos de alberca) que con los años se ha desprendido de la fachada de casa de mis abuelos. Estratégicamente parto de este objeto porque no sólo contiene parte de mi historia familiar; para muchas otras personas estas piececitas de vidrio hablan de un pasado colectivo en el que Portales tuvo un segundo momento de bonanza, cuando se construyó el Mercado de Portales que hoy conocemos para sustituir aquel que originalmente se ubicaba sobre Calzada de Tlalpan, justo donde antes estuvo el casco de la hacienda.
Ese insignificante mosaico nos habla de las esperanzas y logros de generaciones pasadas. Lo cierto es que recuperar estos fragmentos vítreos no formará un retrato fiel del pasado, más bien conformará una imagen llena de claroscuros, contrastes y contradicciones, algo así como la experiencia misma de habitar este rincón de la Ciudad de México.
Recientemente di con una fotografía antigua de la casa que construyeron mis abuelos. No sé quién la tomó, ni la fecha, ni con qué fin. Es una foto pequeña como las de antes, en blanco y negro. La tomaron, más que inclinada, chueca. No hay nadie en la foto, pero la puerta está abierta como si algo estuviese a punto de salir. ¿Qué historia podría surgir de esa puerta? ¿Podré a partir de ella dibujar una línea punteada que vaya desde el pasado hasta mi presente? Espero que sí.
La serie Euphoria sigue la vida de un grupo de adolescentes que sortean dilemas de identidad, drogas, familia, sexualidad, amistad y redes sociales. Y aunque es otra serie más sobre el campo minado que es la adolescencia, hay algo en su estética, ritmo y crudeza que atrapa. A mí me enganchó porque el tono en el que se acerca a las adicciones (al amor, a las drogas, a la atención) y al eterno problema de la violencia interpersonal me hizo recordar cierta sensibilidad de los 90s que fue parte primordial de mi educación sentimental. Películas como Kids (1995), Natural Born Killers (1994) o My Own Private Idaho (1991) dejaron una marca en mi mente adolescente y me advirtieron sobre el tortuoso tránsito a la adultez. Euphoria a ratos me recuerda ese vaivén entre lo irrisorio, la acidez y la desesperanza tan característica de la Generación X, la escritura de Alberto Fuguet, las películas de Denys Arcand y lo mejor del realismo histérico de David Foster Wallace.
Como suele suceder con las series televisivas, la segunda temporada de Euphoria ha tenido respuestas variopintas y un tanto extremas por parte del público. Algunos quedaron prendados de las nuevas líneas narrativas, mientras que otros rechazaron el giro dado de una temporada a otra. También ha habido quienes consideran que esta serie es dañina para la juventud dado que se acerca demasiado a la realidad e incita conductas negativas. Por ahora no me detendré en la recepción que ha tenido Euphoria y mejor me centraré en uno de los personajes que brilló esta temporada y cuyo papel es atractivo: Lexi Howard.
Lexi es la típica chica bonitilla y bien portada que vive a la sombra de su despampanante hermana Cassie, una diosa total que roba miradas y corazones con tan sólo respirar. Lexi está siempre un paso atrás y ha afrontado su drama familiar asumiendo el cuidado de los otros. Siempre se mueve en el fondo, rara vez se le presta atención, pero desde su lugar ella ha desarrollado la capacidad de mirar con distancia lo que la rodea, como si la vida fuera un teatro y ella una espectadora. Esta mirada panorámica de la vida le permite desentrañar la trama de las historias a su alrededor y sigue el hilo que conecta los conflictos. Pero su capacidad de observación viene acompañada de una difícil tarea: confrontar al mundo, ponerle un espejo de frente para que no tenga otra opción más que mirarse a sí mismo tal.
En estos tiempos en los que coqueteamos con la idea de ser protagonistas, de ser admirados en redes sociales, reinventarnos a cada instante y ser “exitosos”, sería interesante hablar de las ventajas que tiene perderse en el fondo, no destacar ni tener una presencia magnética. Quienes no poseemos el carácter y la buena estrella que se requiere para ser el centro de atención, jugamos roles secundarios y vivimos una existencia sin grandes sobresaltos. Nuestra vida, más que intensa, raya lo soso, pero tenemos al menos dos cosas a favor: tendemos a adquirir una aguda capacidad de observación y construimos un mundo interior vasto y emocionante.
Para observar más claramente cualquier cosa se requiere de distancia. Por ello, quienes son observadores y no tanto partícipes de las grandes aventuras de la vida, están lo suficientemente alejados de la acción como para poder descubrir las tramas que unen la vida de los otros y captar las vetas que se forjan en la superficie de la sociedad. Los observadores se alimentan del mundo, lo absorben e interpretan a través de la mirada constante y sagaz. A pesar de su aparente pasividad, el observador puede vivir muchas vidas al mismo tiempo, ser diversas personas y estar en múltiples lugares gracias a su imaginación y sensibilidad.
Yo soy miembro de ese club de observadores con vidas aburridas. Desde que tengo memoria recuerdo ese deseo de querer mimetizarme con el fondo, de que nadie me note ni perturbe mi espacio. Quizá de ahí viene mi gusto por las ciencias sociales, las cuales sinceramente estudié por error. El primer día que puse un pie en la facultad me sentí en desventaja frente a mis compañeros. No tenía su bagaje, no conocía lo que ellos y comprender la jerga me costaba el doble de trabajo. Pero, aun así, descubrir las ciencias sociales me emocionó y me cambió porque era una herramienta nueva para empaparme del mundo, descubrir conexiones entre las cosas, explicar patrones. A partir de entonces descubrí el valor que tenía la costumbre de mirarlo todo desde mi rincón.
Ser espectador y no protagonista de los magnos eventos tiene su encanto. El observador interpreta los conflictos y aprecia cómo en medio de clichés, imposturas y estereotipos se encuentra un ser humano en conflicto, existiendo simplemente. Aprecia la belleza, la fragilidad, lo intrincado de las personas. Ve sin filtros las mentiras, las poses, pero juzga con menos dureza porque sabe que todo es una estratagema del individuo para sobrellevar la existencia. Éste es para mí el discreto encanto de quienes jugamos un rol secundario y optamos por observar el mundo y habitar nuestro rincón privado.
Hay un cuento que he querido rastrear desde hace tiempo, pero no recuerdo ni su título ni quién lo escribió. Quedé prendada de él porque el dilema del protagonista parecía mío. El personaje principal, al igual que yo, no usaba lentes a pesar del astigmatismo. La vida de este hombre era monótona pero disfrutable. Amaba ver la ciudad sumida en esa bruma creada por su mala visión. Sin embargo, un día esta felicidad moderada se trastoca cuando conoce a una hermosa e interesante joven. Charlan, coquetean, se enamoran. Para él, la mujer es perfecta pero una duda lo carcome. ¿Acaso un par de lentes graduados podría potenciar la belleza de su amada? Movido por la ilusión se manda a hacer un par de gafas. Los lectores intuimos que el experimento saldrá mal y no tardamos en comprobarlo. La versión nítida de su enamorada no se compara en nada a la imagen borrosa pero idílica que tenía de ella. La hermosura de la joven es indudable, pero cuando la mira siente que no la conoce, sus gestos le resultan ajenos, su mirada lo desconcierta. La devoción amorosa merma rápidamente. Tampoco le gustará el reflejo fiel que le devuelve el espejo. Le parece que mira a un perfecto extraño con otra piel, otros ojos y otra sonrisa. Sumido en esta desgracia autoinfligida, el hombre se lanza a recorrer la ciudad buscando algo de consuelo. Sin embargo, atraviesa las calles sólo para descubrir que éstas se muestran tal cual son. Sin el filtro del astigmatismo que las reinvente. Todo lo que amaba de su pareja, de sí mismo y del mundo se esfuma al poder verlo claramente. Ante este desastre, el protagonista destruye sus lentes para devolverle a su vida esa pátina que todo lo emborrona.
No me podría ser más familiar la reacción de este joven ante un mundo empobrecido por la nitidez. Me identifico con el personaje porque también creo que usar lentes disminuye mi capacidad de disfrutar lo que me rodea. ¿Cómo explicar el encanto que tiene ver el mundo ligeramente distorsionado? Para empezar, hablaría de tres efectos positivos que tiene en mi experiencia el astigmatismo:
1) No ver bien las cosas que están lejos mientras caminas cansa y, por ello, lo recomendable es bajar la mirada cada tanto para apreciar cosas más próximas. Gracias a esta atención a lo más inmediato uno descubre detalles insignificantes, pero con cierto atractivo: una hoja de árbol que descansa sobre el concreto, el detalle insólito de alguna casa o la textura de la grava. Todas estas pequeñas cosas disparan la imaginación. He llegado incluso a fantasear con que son mensajes que deja la ciudad para que yo los descifre.
2) La magia sucede cuando el ojo abandona la claridad de lo cercano para enriquecer con una niebla todo lo que está a una distancia intermedia. Objetos pedestres como una bolsa de plástico abandonada en la calle se transforman, gracias al astigmatismo, en un sinfín de cosas. Puede ser un gato, una roca, un bolso o, mejor aún, algo inescrutable. Obviamente, las posibilidades del objeto se reducen con cada paso que se toma hacia él y al tenerlo de frente se revela su decepcionante realidad. Este juego de imaginación es todavía más extremo cuando se trata de distinguir personas. Gracias a la mala visión, uno nunca tiene la certeza de haber saludado a lo lejos a un familiar o a un perfecto desconocido.
3) Finalmente, observar el horizonte es la experiencia que más se ve favorecida por el astigmatismo. Después de unos tres o cuatro metros, toda imagen se torna difusa y etérea. De día, se puede alzar la mirada y gozar del manchón azulado del cielo. La bruma del astigmatismo hace que la maraña de cables de luz se confunda con las ramas de los árboles. De noche, hasta el más lánguido destello de luz parece explorar y expandirse horizontalmente en un halo infinito.
Ese puñado de imágenes desenfocadas enaltece nuestra experiencia del mundo, permitiéndonos escapar momentáneamente de la realidad. No faltará quien piense que esta actitud es una pueril evasión. ¿Pero acaso no fue ésta la misma estrategia que utilizó el impresionismo?
La vanguardia impresionista tiene como obra fundacional el cuadro “Impresión, sol naciente” de Claude Monet. Este amanecer pintado a finales del siglo XIX para nada retrata el Puerto de Havre tal y como era. En todo caso, pareciera que el buen Monet tenía serios problemas de visión o estaba un poco ebrio cuando lo pintó. Sin embargo, esas formas contrahechas atravesadas por luz son el encanto mismo del impresionismo. Mirar sin precisión el puerto lo embellece, le da un aire enigmático.
El juego de luces, la disposición de colores y la inespecificidad de lo que se ve en el cuadro de Monet no fue un ejercicio banal, sino una reacción a la angustia social que crecía conforme se acercaba el siglo XX. La mirada nebulosa del impresionismo bañó de luminiscencia la existencia humana y sirvió de bálsamo en una época de profundo cambio social. Van Gogh incluso pensaba que a través de su obra podría consolar a los pobres, a los analfabetos y a los demás miserables de la sociedad industrial. Por ejemplo, redimió a los sembradores cuando retrató sus monótonas faenas de tal manera que representasen el milagro mismo de la fertilidad, de la inseminación del mundo. Hasta el día de hoy la obra de Van Gogh sigue reconfortándonos. Su mirada distorsionada del mundo sigue suavizando la aspereza de la vida. Conforta a los multimillonarios que admiran los originales en sus colecciones privadas, así como a los más pobres que tienen en su hogar una desgastada reproducción de “La noche estrellada” o “Los girasoles”.
Me gustaría pensar que una visión nublada de lo que nos rodea no sólo es un escape, sino también un estímulo para la imaginación, la esperanza y, por qué no, hasta para la rebeldía. No limitarse a la experiencia de lo existente como hizo el impresionismo, ciertamente es una forma de evasión de una realidad aplastante. Pero esa evasión tiene origen en un rechazo a la imperfección del mundo. Se podría pensar que esta huida a través del arte es un síntoma de nihilismo, y sí, algo hay de ello. Pero también debemos recordar que el arte no es una simple fuga, sino un momento de retirada, partiendo de la decepción de lo real, para imaginar un mundo mejor. En mi experiencia observar el mundo un poco difuminado sirve para no conformarse, para rebelarse ante la realidad y ampliar los límites de lo que creemos posible.
Hace unos años una persona muy querida me preguntó por mis planes a futuro. Recién acababa de cerrar un tortuoso ciclo académico y mi interlocutor se preocupaba porque estuviese harta de pasar mis días con la nariz enterrada entre libros. Respondí su pregunta con mi característico tono, entre eufórico y nervioso, y le hablé de mis lecturas, de cómo éstas generaban obsesiones e inspiraban proyectos. Cuando por fin hice una pausa para escuchar a quien estaba conmigo, éste sólo sonrió y me dijo: “eres una letraherida”. La palabreja me confundió. “¿Letraherida? ¿Qué es eso? Me han llamado de todo, pero nunca así”– pensé. Ante mi desconcierto, llegó la siguiente explicación:
“Letraherida” proviene de “lletraferit”, un antiguo catalanismo usado para referirse a una persona apasionada de los libros. Aunque esta palabra puede utilizarse despectivamente como símil de “sabiondo” o “esnob”, su connotación más generosa es la que hace pensar en un “enfermo de literatura” que no puede parar de leer o escribir.
Al llegar a casa me puse a investigar más sobre el significado de “letraherida”. Me emocionó descubrir que la palabra tiene un antecedente en los célebres ensayos de Montaigne. Para el padre del ensayo, un “letraherido” era un individuo al que las letras le habían asestado un martillazo. Descubrir esta imagen creada por Montaigne me sirvió para reconocer que, en efecto, la literatura, al igual que la música y el cine, ha sido para mí un martillazo en la cabeza. Y la fuerza contenida en ese golpe me ha servido de guardagujas para construir mi vida. Así pues, desde aquella tarde he atesorado el cariñoso mote de “letraherida”, a pesar de que últimamente he dejado de escribir por placer.
Se podría decir que mi reticencia a escribir por gusto tiene una larga historia. Se alimentó por primera vez del miedo adolescente de que mis pensamientos más íntimos quedaran expuestos a la mirada enjuiciadora de los otros. En mi adolescencia, como suele sucedernos a todos, cualquier escrito furibundo o melancólico descubierto por alguna figura de autoridad era una señal de alarma. Y este “foco rojo” ameritaba una larga y confusa charla sobre mi estado mental. No tardé en descubrir el poder de la palabra escrita; en este caso, de la mía. Simultáneamente, advertí la ingrata huella que deja el hecho de que tus palabras sean malinterpretadas. Por tanto, ante el riesgo que conllevaba plasmar en papel mis pensamientos, decidí ensayar textos en mi mente y así no dejar rastro alguno. Ya sé, suena raro eso de escribir en la mente, pero todas las personas lo hacemos. Es como cuando repasamos la lista del súper en nuestra cabeza o cuando imaginamos una conversación con alguien que no está ahí.
Con el tiempo me he vuelto muy hábil para esbozar textos en mi cabeza sin necesidad de papel o computadora. El proceso es algo así: imagino la estructura del texto en la regadera, defino el tema mientras me maquillo, descarto líneas al tomar café, reescribo durante mis caminatas y, cuando por fin estoy satisfecha, “archivo” el texto. Si lo “escrito” es de trabajo, llevo los párrafos al papel. Pero de no ser así, esos borradores mentales se unen a las obsesiones e imágenes que habitan mi cabeza.
Nunca me había molestado dejar de escribir por placer, pero recientemente los textos no escritos vuelven obsesivamente y se han transformado en un molesto zumbido que no da tregua. Por ello, en un esfuerzo de silenciar ese ruido, me daré el tiempo de agotar mis inquietudes, escribirlas y compartirlas. De paso, este ejercicio será una forma de honrar el bello epíteto de “letraherida”.
Sé que llego muy tarde al mundo del blog, pero no tengo problema con ser un tanto anacrónica. De hecho, creo que este espacio me ayudará a rebelarme un poco contra la inmediatez de WhatsApp, el hilo en Twitter o el post en Facebook. Opto por la romántica idea de que alguna persona por casualidad leerá lo que escribo y quizás le haga sentido.
Y por fin, ¿sobre qué va este blog? Básicamente compartiré mi mirada sobre lo que me apasiona: libros, películas, música, series y otras tantas cosas que hacen la vida un poquito más llevadera. Te invito, pues, a leer, comentar y acompañarme en esta especie de exorcismo en verso.
Paola V.A.
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