El indiscreto ¿encanto? de los súper ricos. Notas sobre Succession, White Lotus y El triángulo de la tristeza.

I

Lo más probable es que nuestro camino nunca se cruce con el de ellos. Sin embargo, su existencia nos afecta, su vida moldea y limita la nuestra. Son parte de nuestro imaginario cotidiano, son uno de los ingredientes que componen nuestros sueños y pesadillas. Estoy hablando de los “súper ricos”, esas personas con fortunas económicas inimaginables para el 99% de la población mundial. 

Los estereotipos sobre dicho estrato social, como todas las tipificaciones, son inexactos. Hay elementos que se acercan a la realidad y otros que de plano son absurdos. Pero, sin importar su veracidad, las representaciones de los «súper ricos» crean una mirilla a través de la que espiamos esos mundos que jamás navegaremos. Y la cultura de masas, así como las redes sociales, han sido los vehículos idóneos para esparcir esas imágenes, a veces críticas, a veces celebratorias, de la riqueza. 

Las representaciones positivas las podemos reconocer en series como Downton Abbey o The Crown. Estas dos producciones han reavivado con éxito una nostalgia por la aristocracia, un orden social en el que la desigualdad se justifica gracias a una “razón superior” que obliga a los individuos a aceptar su rol dentro de la sociedad, aplazando de esta manera cualquier sueño de movilidad o libertad. Dentro de esta lógica, incluso aquellos en la cima de la escala social “sacrifican” sus deseos personales a favor del “bien común”. Así, el privilegio es retratado como el látigo de la responsabilidad. 

Esta nostalgia es un fenómeno interesante, tal pareciera convencernos de que el tipo de desigualdad social producida por un régimen aristocrático poseía un sentido valioso en contraposición a la inequidad en la que vivimos actualmente. Es como si fantaseáramos con que nuestros explotadores tuvieran “mejores” credenciales para apretarnos el cogote. No sé, algo así como un título nobiliario o, de perdido, un apellido que suene a abolengo o dinero “viejo”. Como si esto bastara para hacer las paces con la desigualdad y contentarnos con la posición precaria en la que estamos.

Como hay representaciones de la clase alta benevolentes, también existen otras que subrayan su lado desagradable. Una arista sombría del poder económico que tiene una larga historia dentro de los imaginarios sociales y que podemos relacionar rápidamente con ese decadentismo a la Gran Gatsby. Y con el auge de la ideología neoliberal a partir de los 80s, se han multiplicado los retratos negativos de la riqueza financiera como aquel mostrado en la película American Psycho a principios de este siglo y cuya huella se puede rastrear hasta el día de hoy en series como Succession o en la menos famosa Industry.

Las estampas críticas de las élites económicas se caracterizan por exponer la más deleznable naturaleza de dichos grupos. Iluminan su vulgaridad, machismo, mezquindad, corruptelas, extravagancia infantil e incluso, con cierta regularidad, exhiben una serie de prácticas sexuales harto desconcertantes. Y el público al que llegan estas imágenes, ese 99% del mundo que no es parte del clan, suele experimentar cierto consuelo y gozo al contemplar los retratos imperfectos y repudiables de la riqueza. Es como si su miseria humana los arrastrara a tierra con el resto de nosotros.

En el fondo, no importa tanto si las representaciones de la riqueza son negativas o positivas, ambas suelen centrarse en el lado humano de quienes tienen el poder económico y profundizan muy poco en las razones estructurales que hacen posible que ocupen su trono. Lo más complicado de las narrativas populares de la riqueza es que éstas sirven de herramientas para normalizar la desigualdad y el enriquecimiento. 

Si acaso sentimos simpatía por las élites económicas, las admiramos y compramos ese discurso aspiracional que nos dice que con esfuerzo y sacrificio podremos mejorar nuestras condiciones materiales. Si nos provocan antipatía, las enjuiciamos moralmente y escudriñamos con un aire de superioridad. Un gesto que por sí sólo no se traduce en una crítica compleja a las estructuras que las protegen. No hay manera, ellos siempre llevan ventaja.

II

¿Y quiénes son los dichosos «súper ricos»? A grandes rasgos, son un exclusivo grupo de hombres blancos con un promedio de edad de 63 años. Para ellos no hay fronteras porque son los verdaderos cosmopolitas que viven en un mundo construido por y para ellos. Si bien dentro de este grupo también hay mujeres, ellas suelen jugar el papel de herederas y no tanto de productoras de riqueza. Aunque poco a poco aumenta la presencia femenina en el mundo empresarial y financiero. 

¿Y qué filamentos sociales les han permitido amasar sus fortunas? Bueno, la economía global de las últimas décadas, marcada por la desregulación financiera, el surgimiento de empresas multinacionales y el retraimiento del Estado, ha sido el campo de cultivo perfecto para el enriquecimiento de unos pocos. Ni las crisis económicas, ni la pandemia de Covid 19 y mucho menos los discursos populistas que desde distintas latitudes han declarado el fin del neoliberalismo, han hecho tambalear a la élite económica. Al contario, los ricos cada vez son más ricos.

A este bajón que provoca la realidad, podemos agregar el hecho de que estos “súper ricos” también invaden nuestro tiempo de ocio y pensamiento. Alrededor de sus vidas se genera un río inagotable de historias personales con la finalidad de “compartir” su cotidianidad, sus “luchas” para alcanzar el éxito y sus fracasos que rápidamente transformaron en oportunidades para superarse. Todos estos retazos de la vida de la élite económica resaltan sus aspectos personales y promueven una ilusión de cercanía. Dicha sensación de “proximidad” es el golpe maestro que normaliza su lujoso estilo de vida y obscurece cómo se vincula su existencia con la desigualdad económica.

No importa si es morbo, aburrimiento, fascinación o desprecio lo que nos lleva a dedicar tiempo a mirar aquellos fragmentos de la vida de los “súper ricos”, ese despliegue artificioso de “su” realidad, provoca que nos acostumbremos a los atavíos del rango y la prepotencia del privilegio. Se vuelven parte de nuestra vida, aunque nunca lleguemos a rozar siquiera el mundo en el que viven los acaudalados.

III

Los personajes de la serie White Lotus y de la película El triángulo de la tristeza son caricaturas de los “súper ricos” destinadas a reducirlos a meros descerebrados. No es ninguna sorpresa que, en una sociedad tan polarizada y desigual como la nuestra, nos entretenga y provoque tanto gozo ver a las clases altas desde un punto de vista tan degradante. En un contexto en el que las condiciones materiales que nos oprimen se presentan como algo inamovible, parece no haber nada más satisfactorio que ver a los ricos nadando entre sus propios desechos o exhibidos como primitivos oportunistas con ideologías y valores en decadencia capaces de vender a su propia madre con tal de lograr un buen negocio.

No lo podemos negar, imaginar a las élites en el fango brinda consuelo y por un momento nos lleva a pensar que es mejor dejar atrás la mala sangre porque a fin de cuentas los ricos no son más que un grupo de viejos seniles, pervertidos, vanidosos “niños de papá” y mujeres histéricas que llevan una vida errática, solitaria y de agotadoras apariencias. Dentro de cada uno de nosotros crece la satisfacción al confirmar nuestros prejuicios sobre las élites y nos vanagloriamos de tener una vida precaria pero más “real”.

El problema con esta ilusión de ajuste de cuentas simbólico es que dejamos de distinguir entre los agentes reales del poder y sus encarnaciones en el cine o TV. Arremetemos contra las representaciones de la riqueza encarnados en personajes populares, sin caer en cuenta de que luchamos contra meras sombras. Voluntariamente renunciamos a nuestro derecho a cuestionar el impacto que tiene concretamente la clase alta en nuestra vida, a cambio de la satisfacción instantánea que provoca descargar nuestra ira y angustia frente a una pantalla.

Es muy fácil caer en la trampa de confundir la antipatía hacia los ricos con una verdadera crítica a la desigualdad económica. Paradójicamente, terminamos haciéndoles la chamba de obscurecer los procesos estructurales que reproducen las ventajas de las elites, sometiéndonos nosotros mismos al orden arbitrario de las cosas.

Hija sin hijos

I

Me alegra que febrero haya acabado. Este es el mes en el que rompemos la mayoría de los propósitos que inundaron nuestra vida con el tufillo de renovación. Para mí sus días me sirven de colchón temporal para recién afirmar ambos pies en el año que comienza y agendar para marzo el chequeo anual de salud.

Química sanguínea, perfil hormonal, Papanicolau, examen general de orina, ultrasonidos de mamas y útero, colposcopia… para esto y más me tengo que mentalizar. Las historias clínicas, preguntas en exceso personales y esa mezcla de malestar y vergüenza que provoca que alguien hurgue en nuestro cuerpo. A las incómodas auscultaciones se suman los innecesarios comentarios médicos, así como las miradas destinadas a invalidar mi decisión de no ser madre, de vivir y morir siendo una hija sin hijos.

¿No vas a tener hijos? ¿Por qué? ¿Y si te arrepientes? Te cambiaría la vida.

Al parecer tengo el útero idóneo para la reproducción. Su forma, afirman las doctoras y las enfermeras, es como de “manual”, una “pera” perfecta. En realidad, no sé si la constitución de mi útero es en verdad algo excepcional o si estos comentarios simplemente tienen el objetivo de hacer menos desagradables los momentos de exploración genital.

La admiración que provocan mis entrañas no me molesta, lo que sí me disgusta es el tono con el que me insisten en que no desaproveche mi salud, condiciones y edad para reproducirme. Es como si mi negativa sonara a desprecio por la vida o llana inmadurez.

Deberías aprovechar que estás sana. Nunca vas a sentir una satisfacción tan grande como la de darle la vida a alguien.

Me siento tan vulnerable en esta escena en la que forcejeo infructuosamente con las palabras y expectativas ajenas. Y así, sin ropa interior, con la ridícula bata médica y la sensación de que las pierneras de la mesa me cortan la circulación, sólo alcanzo a musitar una bobada. Únicamente me siento repuesta cuando vuelvo del vestidor y tejo en mi mente una serie de argumentos en mi defensa. Quisiera decirles que yo no percibo mi cuerpo como algo potencialmente creador, me parece más una bomba de tiempo, un enemigo íntimo del que no puedo escapar. Sin embargo, nunca me animo a decir lo que pienso, sería incómodo y probablemente me recomendarían ir a un psicólogo. Además, ¿por qué tendría que justificarme? ¿Por qué nos es tan fácil cuestionar la forma de vida de los demás?

Desde pequeña he tenido mis encontronazos con la carcasa que me tocó habitar, y no me refiero a los típicos conflictos de imagen o autoestima. Aludo más bien a pequeños baches en mi historial médico, a un cúmulo de desperfectos que, aunado a mis manías, me llevaron a percibir mi cuerpo de una manera un poco más áspera de lo común. Para mí, el cuerpo que habito no es algo que esculpir, ni una herramienta para alcanzar metas, algo que modificar a mi antojo, al menos no en lo esencial, no de raíz. Mi cuerpo es el recordatorio de la brevedad de la vida, de mi frágil consciencia y de la futilidad de mi existencia. Y esta percepción, ni buena ni mala, simplemente refleja crudamente un destino compartido por todos.

Nadie nos enseña que nuestro cuerpo es el adversario último que nos traicionará y limitará poco a poco nuestra experiencia del mundo hasta extinguirnos. En cambio, tememos lo externo y hablamos de la enfermedad como si viniera de fuera, como si nuestro cuerpo no ideara sus propios complots y mutaciones malignas. No es una imagen alentadora del cuerpo, lo sé. Pero quizás si fuéramos consciente de este lado menos luminoso nos cuidaríamos un poco más, nos bastarían los días en los que no nos duele algo nuevo. Tal vez el arribo de la enfermedad, la vejez y la propia decadencia no nos deprimiría ni dejaría tan descolocados.

II

Mis más recientes problemas de salud son bastantes comunes para mi edad y género: miomas y quistes. Sin embargo, como a cualquiera, me costó mucho trabajo aprender a convivir con ellos. Cuando los diagnósticos estaban aún frescos, me angustiaba que estos males fuesen “normales” y que al mismo tiempo requiriesen una constante vigilancia para no transformarse en algo nocivo. Esa incertidumbre, esperar a que las cosas “progresen”, es muy jodida… es como estar esperando el silbatazo de arranque en la carrera que lleva a la muerte. Lo curioso es que nos encontramos en esa etapa desde nuestro primer aliento y la meta no es alentadora.

La ginecóloga ve dos opciones frente la emboscada que me juega mi propio cuerpo: quitarme la matriz de una vez (“total no la vas a usar”, dice ella con una mueca) o esperar a que sea absolutamente necesario retirarla (“chance en el inter te animas a tener tus niños”, cambia la mueca por una sonrisa). He decidido, hasta ahora, esperar. Aprendo a convivir con la incertidumbre, pero ahí donde yo huyo de una operación, mi doctora ve esperanza. Llegado este punto de la consulta ya no aguanto su mirada, no quiero ser grosera, pero estoy a nada de decirle que no tengo dudas, que elijo sin remordimientos mi condición de hija sin hijos. Me contengo y apuro el cierre, nos veremos el próximo año, cada una desde su esquina.

Esa idea de ser “hijos sin hijos” es una apropiación de algo que le leí a Enrique Vila-Matas cuando yo tenía unos 19 años. La frase, título de un libro de cuentos del escritor catalán, se colgó de mi mente desde ese momento como si inconscientemente supiese que más adelante cobraría sentido y sería una herramienta para definirme, comprender quién soy. Muchos años después, leí una entrevista con la escritora Selva Almada en la que se definía orgullosamente como “hija sin hijos”. No ahondaba en detalles, lo decía sin reparos, sin justificaciones, con firmeza. No dudo que para muchas personas una declaración así le suene irreflexiva e incluso altanera, pero no creo que sea así. Sospecho que somos bastantes quienes decidimos no tener hijos porque nos conocemos demasiado bien. No tiene nada que ver con que el mundo sea un lugar terrible, con una falsa consciencia superior o desprecio por la norma.

En mi caso reconozco mis rasgos obsesivos, impacientes y egoístas. Apostaría a que la maternidad me volvería depresiva o, en el mejor de los casos, me haría infeliz. Me transformaría en alguien que nunca he querido ser, borraría esa persona que tanto me ha costado tanto trabajo descubrir, volvería a ser un eco en la vida de alguien más.

No pretendo hacer un balance de la maternidad, no soy apta para hablar de ello. Además, me parece que es uno de esos temas en los que emitir un juicio sería torpe y reduccionista. Lo cierto es que, aunque no quiera ser madre, admiro esa entrega que la maternidad/paternidad despierta en muchas personas, me conmueve ese deseo de amar a alguien como nos amaron nuestros padres o como nos hubiera gustado que nos amaran. Lo admiro porque no hay nada de eso en mí.

III

El no desear la maternidad no significa que no me gusten los niños/niñas. De hecho, disfruto mucho la compañía de mis sobrinos, me gusta ver cómo poco a poco descubren el mundo y queman etapas que otros hemos superado con el paso de los años. Entre los descubrimientos relacionados con mi persona, me divierte el impacto que les provoca descubrir el tatuaje que tengo en la muñeca y la explicación fantástica que les doy sobre el manchón indeleble. También me enternece que cuando van superando los diez años, les da curiosidad saber por qué no tengo hijos. Ante mis respuestas, me miran preocupados y me dicen lo que realmente les angustia: “¿Pero quién te va a cuidar cuando seas viejita?”. Les respondo con la mayor ternura posible, me esfuerzo por tranquilizarlos y de paso les digo que muchas veces quienes más ayudan no son parte de nuestra familia.

El hecho de explicarme ante mis sobrinos me lleva a pensar en lo errada que puede estar nuestra definición de familia. Basta prestar un poco de atención a todas esas personas mayores que deambulan solas, torpes y desorientadas las calles de nuestras ciudades. Tener descendencia o familia no es garantía de nada, por eso sigo el consejo de la banda Pulp en la canción “Help the Aged” y trato de ayudar aunque sea fugazmente a esos viejos y viejas que me recuerdan que ellos fueron jóvenes como yo y que yo seré como ellos si tengo el privilegio de envejecer. No estaría mal que nuestras redes de cuidado trascendieran las fronteras de lo familiar, sería deseable que el bienestar ajeno se sintiera como una responsabilidad nuestra también.

IV

Cada año que pasa me acerco a la edad de ser biológicamente inapta para tener hijos y ante la angustia que esto puede provocar a conocidos y extraños, me he dedicado a leer algunas novelas sobre la maternidad. He dado principalmente con algunas escritoras jóvenes que hablan del tema, pero suelen mostrar visiones extremas de lo que es ser madre. O revelan preocupaciones y sentimientos aburridamente burgueses o plantean la experiencia desde una crudeza que no invita a la reflexión sino al espanto. Y lo más simpático es que muchas de estas autoras se pierden en obsesiones personales fomentando la perpetuación del yo a través de los hijos. Definitivamente no he encontrado nada allí que me ayude en mi búsqueda.

Por fortuna, gracias a recomendaciones e intuiciones he llegado a otras novelas, películas y series que me ayudan a comprender mejor mi postura frente a la maternidad, a captar la razón por la que me empeño en ser una hija sin hijos.

  • El bebé (serie televisiva creada por Siân Robins-Grace y Lucy Gaymer).
  • Lucy (novela de Jamaica Kincaid).
  • Aftersun (película dirigida por Charlotte Wells).

Primero llegué a El bebé, una serie que oscila entre el terror, lo absurdo y lo cómico. Trata de una mujer en sus treintas que observa con desconcierto y molestia cómo sus amigas son absorbidas por la maternidad. Se siente excluida y altaneramente desestima la faceta que transitan sus amistades, pero todo cambia cuando la protagonista en una extraña y sangrienta escapada de la ciudad se encuentra a un bebé que se niega a dejar su lado. Cada intento de abandonarlo desata una serie de muertes. En esta serie la maternidad se torna jocosamente en una maldición mientras destapa interesantes reflexiones en torno a la atadura social e individual que ha significado ancestralmente el ser madre. La maternidad vista desde la serie nos obliga a pensar en los múltiples yugos sociales que nos vendría bien cuestionar con la finalidad de comprendernos mejor y buscar formas menos opresivas de ser mujer.

Unos meses después de devorar los capítulos de El bebé, me regalaron la hermosa novela Lucy de Jamaica Kincaid. En ella ser mujer significa deambular en un campo de batalla que cruza cuestiones de clase, género y raza. Allí el camino de convertirse en una persona completa y libre pasa por aprender a estar sola, a no ser el eco de nadie, a saber en qué momento dejamos de ser hijas para ser nosotras mismas. Reconocer nuestra herencia y dejar lo que nos lastima es en esta novela la clave para ser un poquito más libres.

Finalmente, el pasado diciembre la película de Aftersun me ayudó a advertir por qué me sigue rondando el tema de la maternidad. Como es una de las películas más comentadas en los últimos meses no me detendré en explicar su trama, sólo diré que me fascinó la capacidad de la directora de plasmar ese confuso momento en el que los hijos queremos salvar a los padres, aquel desconsuelo de no poder calmar su dolor, la desesperación que desata darnos cuenta demasiado tarde de que es muy poco lo que sabemos de ellos como personas.

Gracias a esta película comprendí que lo que me hace ruido de la maternidad no es el rol de ser madre en sí, sino el de ser hija. Deseo tener claro ese rol, interpretarlo sin perderme entre la responsabilidad afectiva y el establecimiento de límites. Aprender a ser hija, aceptar lo que me fue legado sin ser el eco de nadie más.

En fin, sospecho que esta reflexión sobre la maternidad es sólo una manera más de no pensar en el inevitable chequeo médico que se aproxima. Me contentaré con que el resultado siga siendo: “Todo bien… por ahora”.

La vida en la pantalla

Acto I. La letra con tele entra

Sábado por la mañana. El cuarto de mis padres. Principios de los noventa.

No hay nadie en casa, la televisión es toda mía. Única regla autoimpuesta: evitar el canal 99. Según los rumores en la escuela en ese canal se ven escenas fugaces de “películas para adultos”. ¿Mito o realidad? Mejor no saber, lo que se dice que te pasa después de ver cosas “impropias” no lo amerita. Además, el universo adulto es aburrido.

Me gusta la televisión y no soy quisquillosa. Me he chutado hasta el funeral de Cantinflas, pero hoy es un día especial, es sábado y pondrán un programa sobre “sucesos inexplicables”. Todo lo místico y extraterrestre me fascina. Si creo en Dios, por qué no creer también en los ovnis, en seres magníficos horadando las líneas de Nasca o en gigantes prometeicos esculpiendo cabezas de piedra en la Isla de Pascua.

Esta es la última década del siglo XX y todo parece sacudirse. Se forman círculos misteriosos en campos de cultivo, los “avistamientos” son cada vez más frecuentes y en México no tardará en andar suelta una criatura llamada “El Chupacabras”.

Mientras espero a que inicie mi programa, doy un repaso a los demás canales. Algo me llama la atención: un grupo de niños ataca al que parece más débil, lo empujan y muere. Están en una especie de isla, no hay adultos y pese a lo que acaba de suceder ninguno parece afectado. Después de unos minutos de comerciales reinicia la transmisión y me entero de que la escena pertenece a una película basada en El señor de las moscas de William Golding.

Me atrapa la historia, comprendo la violencia entre niños. No hace mucho, Roberto, un compañero de clase con quien no recuerdo haber cruzado palabra, se acercó a mí a la hora del recreo para empujarme. Al parecer lo hizo porque “le gusto”. Me levanté del suelo como si nada, no sentí dolor, sólo una injustificada vergüenza. Los gritos de la “Miss” me hicieron percatarme de que mi brazo derecho imitaba la curva de una carretera, estaba fracturado.

No sé qué pensar de los niños, me desconcierta no conocer las razones por las que actúan como lo hacen. Los adultos están ahí, pero no ven o quizás simplemente en el fondo sigan siendo niños con disfraz de papás.

Gracias a este programa de TV se abrió en mi mente una nueva ventana para observar el mundo. El resumen en imágenes del libro de Golding me respondía muchas de las cosas que no comprendía de mi vida cotidiana (la violencia gratuita, por ejemplo). Ordenó y desordenó las ideas y explicaciones que le daba a las acciones de los otros.

Nueva afición: ver programas sobre libros. Las uvas de la ira, El gran Gatsby, La letra escarlata. No entiendo del todo de qué van los libros, pero intuyo significados, sentidos y conexiones.

Acto II. El infinito “continuará”

Vacaciones de verano. Finales de los noventa. La escalera de casa de mis papás.

Me he vuelto experta en leer cosas que no comprendo. Escuché a uno de mis hermanos decir que compró el libro El extranjero porque explica algo de la canción “Killing an Arab” de The Cure. Leí el libro del señor Camus, hay arena y un crimen.

Acabo de tomar prestado otro libro de mi hermano Rogelio: Generación X de Douglas Coupland. Me llama la atención porque en estas vacaciones David (mi otro hermano) y yo rentamos la película Reality Bites y justo hablan de esa dichosa “generación X”. Me gustó mucho la peli, sale el actor tan guapo de Antes del amanecer y la hace de pareja de una bellísima actriz con nombre extraño: Winona. Cuando sea grande me quiero cortar el cabello como ella.

Reality Bites se centra en los amores y desamores de un grupo de amigos recién salidos de la universidad. La protagonista está perdida, no sabe qué se supone que debe hacer con su vida. Sus amigos tienen trabajos mal pagados y siente miedo de encontrarse en la misma situación. Todos rechazan el acartonado mundo adulto, buscan su libertad, pero también están muy asustados. Tienen miedo del SIDA, de la rutina, el desempleo, de convertirse en sus padres o de decepcionarlos.

La película me hizo comprender que “crecer” no se limitaba a casarse y tener hijos, también era una promesa, una búsqueda, un infinito “continuará”. Pero ¿qué es lo que creen que van a encontrar? ¿Cuál es la meta? ¿Cuándo podemos decir: “he llegado”? Quiero respuestas, un mapa que me guíe y ayude a sortear las trampas en las que veo caer a los adultos que me rodean, por eso tomé el libro de Coupland.

Generación X no se parece a ningún otro libro que haya leído, trae viñetas cargadas de humor ácido y un delirante glosario en los márgenes. El libro cuenta la historia de unos jóvenes que me parecen sumidos en la depresión, el enojo y la frustración. A veces yo también me siento así, no sé explicarlo.

Uno de los muchos “conceptos” inventados por el autor se me quedó grabado:

Punto de engorde: Puesto de trabajo pequeño y abarrotado hecho de paneles desmontables y ocupado por miembros poco importantes del personal. Llamado así en recuerdo de los pequeños cubículos de los mataderos utilizados por la industria cárnica.

Yo no sé qué quiero, pero ciertamente no me apetece convertirme en una res con mirada perdida, engordando mientras espera la muerte. Una vez más un libro me da pautas para navegar los días.

La globalización y la cultura de masas me permite identificarme con algo escrito para un público de clase, nacionalidad y edad muy distinta a la mía. Se olfatea ya el cambio de siglo.

Acto III. (De)generaciones

Una mañana en la cafetería de la preparatoria. Año 2001.

Todos se arremolinan frente a la televisión, vemos una y otra vez caer las Torres Gemelas en Estados Unidos. Algunos festejan el “golpe” al país vecino, otros sollozan y yo no sé qué pensar. Me angustia un poco no distinguir si las imágenes son reales o escenas de una película. Me inquieta lo entretenido que nos resulta todo esto.

Mi personalidad cada vez está más clara, soy una persona pesimista pese a todos mis esfuerzos por ser más ligera o alegre. Consumo sin orden o mesura todo producto audiovisual que se pueda etiquetar como alternativo. Películas como El Club de la pelea o Corre Lola corre, canciones como Do the Evolution o la caricatura Daria refuerzan mi óptica sombría.

La noción de la generación X me hace sentir cobijada, pero al mismo tiempo me aleja de lo que me rodea. Me siento desilusionada del mundo adulto y no existo dentro de las aulas o los pasillos de la escuela. No sé qué está mal conmigo, ¿salí defectuosa? No le digo a nadie que me siento como el cantante de Radiohead en el video “No Surprises”. Me ahogo, pero no quiero que mis hermanos me delaten, no quiero decepcionar a mi papá, no quiero hacer llorar a mi mamá.

No alarms and no surprises / no alarms and no surprises/ silent

Acaba de empezar el siglo y siento que mi mundo se cae a pedazos. Dramatismo adolescente, no cabe duda. Todos seguiremos adelante sin darnos cuenta. Continuarán las crisis económicas, pero nos harán sonreír las promesas de bienestar y el internet. Tendremos el juego de la viborita en los celulares, Napster y pasaremos cada vez más tiempo en el reino de la www.

Acto IV. (Neo)nostálgicos

Miércoles por la noche. Cafetería en la Colonia Portales. Año 2023.

Tengo las uñas un poco moradas por el frío, pero no quiero volver a casa sin corregir el artículo que me acaban de dictaminar. Los comentarios son positivos, pero solicitan algunas modificaciones. Para la elaboración del texto recurrí al libro Zeitgeist Nostalgia de Alessandro Gandini. Me gustó, hay frases e ideas que hacen eco en mí.

Gandini habla de las cafeterías abarrotadas de gente trabajando, teniendo juntas o con la cara sumida en la computadora. Tomando café de una taza o vaso que parece inagotable. Plantea que hoy trabajar mucho no necesariamente significa tener un empleo. No puedo evitar pensar que el presente que vivimos se parece poquísimo a lo que imaginé que iba a ser el futuro, mi vida adulta.

Quizás hoy no vería con tanto desprecio un trabajo en un “punto de engorde”, tendría un salario fijo, aguinaldo, odiosas fiestas de oficina, uno que otro jefe cretino, pero también estabilidad, quizás hasta seguro de gastos médicos y jubilación. Qué bien nos vendría un poco de esa vida aburrida que abrumaba al Thom Yorke que cantaba No Surprises. “El vato literalmente se estaba ahogando en una pecera con agua”, pienso.

Qué paradoja, ¿no? En tiempos ilegibles y violentos en el que nuestras vidas penden de un hilo, estabilidad y monotonía suenan a paraíso en la tierra. Lamentablemente, las cartas están marcadas, tenemos poca incidencia en el asunto sin importar el pensamiento “positivo” que nos quiere imponer el mindfulness, el coaching y la ideología del emprendimiento.

Ser adultos no resultó ser como temíamos, sino un poco peor. Entramos a la vida adulta, inexpertos y anhelantes como cuando se entra al mar. Pero ese mar nos revuelca en cuanto nos sentimos confiados. Nos hace girar 180 grados hasta que rozamos el fondo con los dedos y nuestras piernas revolotean hacia el cielo. Ser adulto es el trago de agua salada (y sucia) que deja un ardor que te recorre desde la nariz hasta la parte de atrás de la cabeza. Es una aguamala lacerante en Puerto Marqués.

Lo único que me reconforta es el hecho de que ésta no es una experiencia exclusivamente generacional, pienso que más bien es un fenómeno universal y ahistórico. Una especie de hambre existencial que siempre ha acompañado al ser humano sin importar época o condición. Es como si cada uno de nosotros fuera dotado al nacer de su propio mar obscuro y subterráneo, un abismo que no vemos, pero intuimos. ¿De qué hablan si no de esto La región más transparente de Fuentes, El primer hombre de Camus o el cuento Bienvenido Bob de Onetti? Bueno, no sé, puede ser que siga sin entender los libros que leo.

Vuelvo la vista a las hojas sobre la mesa. Es tarde y tengo frío. Mejor cierro este asunto y me voy a avanzar en los pendientes de mi segundo trabajo. No me quejo, es lo que hay y me basta.


Dejo unas canciones para acompañar el texto 👇

El lado B del amor

A

¿Qué es el amor? ¿La irrefrenable fuerza que te hace correr tras una persona? ¿Es un salto al vacío? ¿Un abandono de uno mismo? ¿Dónde habita el amor? ¿En los grandes gestos? ¿En demostraciones públicas de afecto o arreglos florales?

Si bien desde niña comprendí lo que era el amor dentro del entorno familiar, poco sabía del amor romántico. El primer retrato idealizado de una pareja enamorada me lo regaló la televisión cuando mientras cambiaba los canales me topé con la película Antes del amanecer (1995).

No la empecé a ver desde el inicio y no comprendía del todo de qué hablaban los protagonistas, pero mi recuerdo de la trama es el siguiente: un joven estadounidense viaja en tren (es la primera vez que sale de su país) y allí conoce a una chica francesa con la que comienza a platicar sobre libros, música y, obviamente, el amor. El joven parece querer sacudirse las expectativas que los demás han depositado en él. En la mirada de la chica vislumbra una puerta hacia su “verdadero yo”. Ella es mucho más culta que él, lo cuestiona y aleja de los márgenes de lo conocido. Miradas anhelantes, camaradería y sonrisas colman cada uno de sus momentos juntos.

La escena que recuerdo más claramente se desarrolla en una tienda de discos en la que hablan risueñamente sobre cantantes y bandas para finalmente entrar a una cabina para escuchar a Nina Simone (de esto último no estoy segura, quizás mi memoria me engaña). Cada día que pasa los acerca a una separación inminente, pero justo en este momento donde el amor empieza a tornarse amargo, tuve que apagar la tele porque mi mamá me pidió que le ayudara con alguna tarea doméstica. Para mi mala suerte, no volví a encontrar la cinta a pesar de que durante los días que siguieron estuve atenta a la programación.

Aunque nunca conocí ni su principio ni fin, esta película de amor juvenil me marcó profundamente. Comencé a pensar que el amor era algo que nacía inesperadamente, algo sin explicación que dependía en gran medida de la casualidad. A la luz de Antes del amanecer enamorarse era viajar, charlar, compartir música y libros, caminar por la ciudad. El amor significaba una posibilidad de descubrirnos a nosotros mismos a través de la mirada de otro ser humano.

Con este primer conjunto de pistas sobre el amor navegué durante mi adolescencia y fui agregando otras referencias que iban desde la trágica historia del Dr. Zhivago, pasando por el complicado amor de Leilana y Troy en Reality Bites, hasta llegar a John Cusack con gabardina y grabadora en Say Anything.

Unos años después, ya en la universidad, me entusiasmé al ver anunciada la secuela de Antes del amanecer e invité a mi mejor amiga a verla. En esta película el par se reencuentra por casualidad en París. Los dos cargan con más de un fracaso amoroso y sus vidas adultas se muestran distintas a lo que ellos soñaron, pero el amor y Nina Simone son nuevamente la antesala de la felicidad. Recuerdo que salí contenta del cine, la historia me seguía atrapando (algo que no sucedió con la tercera parte de la saga).

Y cómo no iba a hacer eco en mí esta versión del amor si en mis 20´s pensaba que éste habitaba en todas las tardes de lluvia o en cualquier mirada furtiva. No por nada encontraba en películas como Alta Fidelidad, Allegro, Los paraguas de Cherburgo o Noches Púrpuras el lenguaje que componen lo que llamo para mí misma “el lado A del amor”.

¿A qué me refiero con “lado A”? Bueno, lo relaciono con las dos caras que tenían los vinilos o los casetes. En el lado A de los sencillos musicales se ubicaba la canción que tenía más probabilidades de convertirse en un éxito, mientras que el lado B solía contener canciones secundarias de relleno que supuestamente carecían de ese punch de la canción principal. Si bien las caras A realmente contenían las canciones más pegajosas y que más rotaban en la radio, existieron lados B que superaron el éxito de la canción principal y sin los que la historia de la música sería otra. ¿Qué sería de nosotros sin lados B como Hound dog de Elvis Presley, Green Onions de Booker T & The MG´s, Revolution de los Beatles, You Can´t Always Get What You Want de los Rolling o We Will Rock You de Queen?

Bueno, a lo que quiero llegar es que como en los sencillos musicales, el amor tiene (como mínimo) dos lados: uno vistoso, emocionante y lleno de luces. Y otro un poco más peliagudo, complejo o menos ligero. El “lado A” lo suelo pensar como ese primer momento de descubrimiento y emociones desbordadas y el “lado B” es lo que viene después de los primeros meses o años del enamoramiento, otra forma de amor con tiempos o intensidades distintas. Tengo la impresión de que la cultura de masas, al menos con la que yo crecí, le ha dado más tiempo al primer lado del amor. Son pocas las películas que nos hablan de la monótona vida en pareja o relaciones de largo aliento, salvo que sea para hablarnos de la destrucción misma del amor o de “segundas oportunidades”.

En mi caso, el “lado A” del amor me inclinó a enamorarme de todo y de nadie al mismo tiempo. Y más que encontrarme, me da la impresión de que me perdí. Quizás por ello no he vuelto a ver Antes del amanecer a pesar de que tengo el DVD en casa. Sospecho que este cuento de amor que tanto significó para mí, hoy me parecería chocante y un tanto ridículo. Prefiero conservar el relato que me he hecho de él con todo y sus huecos, dejar intacto aquello que sirvió de base para mi mito personal del amor romántico.

B

¿Y si hubiese tomado la llamada? ¿Y si la vergüenza no me hubiera impedido decir lo que sentía? ¿O si el orgullo no me hubiese impedido pedir perdón? ¿Qué tal si lo hubiese apostado todo? Una infinita variación de preguntas de este tipo suele atormentarnos a lo largo de la vida adulta. Es una inclinación a internarnos en el agreste terreno del “Si hubiera”.

La incógnita de lo que no fue o de lo que podría ser nos acecha e impide que hagamos las paces con nuestras decisiones. Imaginamos otras vidas, latitudes o amores como si dentro de nosotros se ocultara un sinfín de personas, como si nuestro rango de movimiento y experiencia fuese infinito. No obstante, considero que lo que nos seduce de la sonrisa de una persona desconocida no es lo que ofrece en sí (atención, amor, pasión, ternura, compañía), sino lo que puede “desbloquear” en nosotros.

En repetidas ocasiones creemos que una nueva historia amorosa puede servirnos de hoja en blanco para poder dibujar un “yo” más cercano a nuestros deseos. A nadie le gusta sentirse atrapado o estancado, por ello recurrimos a la fantasía, coqueteamos con el dulce sueño de la posibilidad, el arrebato y la novedad. Nos reconforta pensar que tenemos opciones y que probablemente los malestares que padecemos no son del todo nuestra responsabilidad, simplemente estamos con la persona equivocada o necesitamos un cambio de aire.

Sin embargo, el amor como redención no necesariamente es la mejor forma de reconciliarnos con la realidad. En todo caso depositamos una serie de expectativas y responsabilidades en una nueva relación o persona. Este amor como evasión placentera puede transformarse rápidamente en un mar en el que nos diluimos.

Reconozco que la dimensión del “Si hubiera” en pequeñas dosis puede darnos ánimo para enfrentar el día a día, pero en exceso puede devenir en un mecanismo para ocultar un hecho doloroso pero innegable: somos mucho menos de lo que quisiéramos, no nos caemos tan bien a nosotros mismos (al menos no todo el tiempo) y somos mucho más aburridos de lo que nos gustaría pensar.

La monotonía, las batallas por nimiedades, los reclamos y las cuentas pendientes son parte indisociable del “lado B” del amor, y no nos gusta observarlo detenidamente porque pone en evidencia algo que nos incomoda: nuestros límites. Tengo la hipótesis de que cuando se habla de estar cansado de la pareja o de una relación amorosa, en realidad estamos cansados de nosotros mismos, estamos aburridos y optamos por taparnos los ojos mientras saltamos a un torbellino emocional.

Puede que suene a una versión empobrecida del amor, pero más bien se trata de comprender la complejidad, ciclos y espacios del amor. Vivir por etapas el “lado B” del amor no es la muerte de éste, sino su continuación con otro ritmo y colores. Abrazar las diversas caras del amor sirve para reeducarnos sentimentalmente, aprender a confiar en que los momentos en los que falta sincronía son pasajeros, a reconocer que la crisis existencial de la otra persona no siempre es una afrenta contra la vida compartida, a tener claro cuando terminamos nosotros y comienza el otro, a pedir tiempo para perderse y a tener paciencia cuando la otra persona se pierde y necesita encontrar su camino de vuelta a nuestro lado.

En fin, ésta es mi experiencia que para nada tiene que ser compartida o deseable.

P.S. Y como todo lo paso por el filtro musical, acá dejo mi playlist de ambos lados del amor.

“Paris, Texas», o la fuga como quiebre de identidad

Lo imagino dentro del auto, conduciendo solo, no pensando en que dejará a su familia. Un hombre que da vueltas un día entre semana, pero cada vez le cuesta más dar marcha atrás, retomar las calles habituales

Maximiliano Barrientos

Un delgadísimo hombre cruza el desierto texano. Lo seguimos con la mirada hasta que llega a una cantina de mala muerte en cuyo piso pegajoso se desploma. No sabemos si lleva horas, días o años caminando. No sabemos quién es, él tampoco parece saberlo. Así arranca la icónica película “París, Texas” de Win Wenders. Conforme avanza la historia nos enteramos de que el protagonista se llama Travis y lleva varios años desaparecido. Todo indica que un día simplemente se largó de casa. En su ausencia, su mujer e hijo han sufrido una serie de infortunios. El pequeño fue adoptado por el hermano de Travis y de la madre no se sabe nada. Como espectadores comenzamos a preguntarnos: ¿qué evento terrible orilló a este hombre a abandonar a su familia? ¿Por qué camina sin destino? ¿Cómo hace un hombre para no mirar atrás? ¿Por qué alguien, que en principio parece bueno, puede hacer algo así?

A lo largo de dos horas y media especulamos en torno a los motivos y secretos de Travis. Salen a la luz temas como la violencia doméstica, la depresión posparto y el alcoholismo. Pero todo esto logra resolverse y “Paris, Texas” cierra con un final moderadamente feliz. Sin embargo, queda la sensación de que existe una razón mucho más profunda que explica la huida de Travis, una razón oculta para la familia del protagonista y, quizás, hasta para él mismo.

Desde que vi por primera vez la película me intrigaban los impulsos de Travis. Algo en su escape me hizo sentido a un nivel emocional y poco claro. Sólo muchos años después me di cuenta de que la pregunta que me rondaba no era: ¿Por qué Travis se fue? Tuve que desdoblar la interrogante inicial para encontrar otras: ¿Por qué es tan excepcional abandonarlo todo? ¿Qué nos retiene? ¿Las idealizaciones de nuestra vida, los afectos, la comodidad, la rutina? ¿Qué delicada red se teje a nuestro alrededor para arroparnos y sujetarnos al mismo tiempo? En estas preguntas encontré lo que realmente me inquietaba: la fragilidad de los hilos que nos conminan a permanecer en nuestro lugar, a no fugarnos.

Juzgamos duramente a quienes escapan y dejan atrás personas, trabajos, lugares y responsabilidades. Parece molestarnos que rompan el trato implícito de pretender que las cosas deben de ser de tal o cual forma. No llevamos bien las disrupciones de lo que consideramos el ritmo natural de la existencia humana porque nos recuerdan lo endeble que es el sentido que le damos a la vida. No obstante, nos recuperamos rápidamente de este tipo de sacudidas y sin pensarlo mucho desestimamos cualquier situación que nos ponga en tela de juicio. Quizás sea el instinto de sobrevivencia el que evita que le hagamos caso a esa duda primitiva que hay en cada persona. No queremos acercarnos a ese rincón inexplorado, a esa obscuridad que llevamos dentro y que como un abismo nos atrae hacia su centro e invita a lanzarnos a sus fauces.

Me gusta pensar que ese rincón obscuro del ser humano es una contraparte de la vida, una especie de sombra que proyecta nuestro paso por el mundo. Y allí se oculta la pregunta que ha obsesionado a la filosofía desde la Antigüedad: ¿Por qué y para qué existir? Ahora bien, no necesitamos ser filósofos para percibir el peso de dicha sombra. ¿Quién no ha querido alguna vez hundirse en un sueño y no despertar? ¿Quién no se ha sumergido en el agua y se ha sentido tentado a disfrutar para siempre del silencio de la profundidad? Cada persona posee un mundo invisible e inaccesible para los demás. Es en ese resquicio invisible e incomprendido en el que crece el germen de la incomunicación y la soledad.

Para mí, el escape de la vida es más que un acto egoísta o una locura, envuelve algo más complejo como la aceptación del sinsentido de la vida. El impulso de querer irse y tener las agallas de hacerlo. Caminar hasta que las piernas pesen como el concreto, hasta que no duela respirar, hasta olvidar quién eres. Todas las fugas, pequeñas o grandiosas, son quiebres de identidad. Demolemos lo que somos, renunciamos a nosotros mismos, para vernos un poco más objetivamente y afrontar con mejor cara la imposibilidad de satisfacer el hambre de sentido, arraigo y conexión.