La vida en la pantalla

Acto I. La letra con tele entra

Sábado por la mañana. El cuarto de mis padres. Principios de los noventa.

No hay nadie en casa, la televisión es toda mía. Única regla autoimpuesta: evitar el canal 99. Según los rumores en la escuela en ese canal se ven escenas fugaces de “películas para adultos”. ¿Mito o realidad? Mejor no saber, lo que se dice que te pasa después de ver cosas “impropias” no lo amerita. Además, el universo adulto es aburrido.

Me gusta la televisión y no soy quisquillosa. Me he chutado hasta el funeral de Cantinflas, pero hoy es un día especial, es sábado y pondrán un programa sobre “sucesos inexplicables”. Todo lo místico y extraterrestre me fascina. Si creo en Dios, por qué no creer también en los ovnis, en seres magníficos horadando las líneas de Nasca o en gigantes prometeicos esculpiendo cabezas de piedra en la Isla de Pascua.

Esta es la última década del siglo XX y todo parece sacudirse. Se forman círculos misteriosos en campos de cultivo, los “avistamientos” son cada vez más frecuentes y en México no tardará en andar suelta una criatura llamada “El Chupacabras”.

Mientras espero a que inicie mi programa, doy un repaso a los demás canales. Algo me llama la atención: un grupo de niños ataca al que parece más débil, lo empujan y muere. Están en una especie de isla, no hay adultos y pese a lo que acaba de suceder ninguno parece afectado. Después de unos minutos de comerciales reinicia la transmisión y me entero de que la escena pertenece a una película basada en El señor de las moscas de William Golding.

Me atrapa la historia, comprendo la violencia entre niños. No hace mucho, Roberto, un compañero de clase con quien no recuerdo haber cruzado palabra, se acercó a mí a la hora del recreo para empujarme. Al parecer lo hizo porque “le gusto”. Me levanté del suelo como si nada, no sentí dolor, sólo una injustificada vergüenza. Los gritos de la “Miss” me hicieron percatarme de que mi brazo derecho imitaba la curva de una carretera, estaba fracturado.

No sé qué pensar de los niños, me desconcierta no conocer las razones por las que actúan como lo hacen. Los adultos están ahí, pero no ven o quizás simplemente en el fondo sigan siendo niños con disfraz de papás.

Gracias a este programa de TV se abrió en mi mente una nueva ventana para observar el mundo. El resumen en imágenes del libro de Golding me respondía muchas de las cosas que no comprendía de mi vida cotidiana (la violencia gratuita, por ejemplo). Ordenó y desordenó las ideas y explicaciones que le daba a las acciones de los otros.

Nueva afición: ver programas sobre libros. Las uvas de la ira, El gran Gatsby, La letra escarlata. No entiendo del todo de qué van los libros, pero intuyo significados, sentidos y conexiones.

Acto II. El infinito “continuará”

Vacaciones de verano. Finales de los noventa. La escalera de casa de mis papás.

Me he vuelto experta en leer cosas que no comprendo. Escuché a uno de mis hermanos decir que compró el libro El extranjero porque explica algo de la canción “Killing an Arab” de The Cure. Leí el libro del señor Camus, hay arena y un crimen.

Acabo de tomar prestado otro libro de mi hermano Rogelio: Generación X de Douglas Coupland. Me llama la atención porque en estas vacaciones David (mi otro hermano) y yo rentamos la película Reality Bites y justo hablan de esa dichosa “generación X”. Me gustó mucho la peli, sale el actor tan guapo de Antes del amanecer y la hace de pareja de una bellísima actriz con nombre extraño: Winona. Cuando sea grande me quiero cortar el cabello como ella.

Reality Bites se centra en los amores y desamores de un grupo de amigos recién salidos de la universidad. La protagonista está perdida, no sabe qué se supone que debe hacer con su vida. Sus amigos tienen trabajos mal pagados y siente miedo de encontrarse en la misma situación. Todos rechazan el acartonado mundo adulto, buscan su libertad, pero también están muy asustados. Tienen miedo del SIDA, de la rutina, el desempleo, de convertirse en sus padres o de decepcionarlos.

La película me hizo comprender que “crecer” no se limitaba a casarse y tener hijos, también era una promesa, una búsqueda, un infinito “continuará”. Pero ¿qué es lo que creen que van a encontrar? ¿Cuál es la meta? ¿Cuándo podemos decir: “he llegado”? Quiero respuestas, un mapa que me guíe y ayude a sortear las trampas en las que veo caer a los adultos que me rodean, por eso tomé el libro de Coupland.

Generación X no se parece a ningún otro libro que haya leído, trae viñetas cargadas de humor ácido y un delirante glosario en los márgenes. El libro cuenta la historia de unos jóvenes que me parecen sumidos en la depresión, el enojo y la frustración. A veces yo también me siento así, no sé explicarlo.

Uno de los muchos “conceptos” inventados por el autor se me quedó grabado:

Punto de engorde: Puesto de trabajo pequeño y abarrotado hecho de paneles desmontables y ocupado por miembros poco importantes del personal. Llamado así en recuerdo de los pequeños cubículos de los mataderos utilizados por la industria cárnica.

Yo no sé qué quiero, pero ciertamente no me apetece convertirme en una res con mirada perdida, engordando mientras espera la muerte. Una vez más un libro me da pautas para navegar los días.

La globalización y la cultura de masas me permite identificarme con algo escrito para un público de clase, nacionalidad y edad muy distinta a la mía. Se olfatea ya el cambio de siglo.

Acto III. (De)generaciones

Una mañana en la cafetería de la preparatoria. Año 2001.

Todos se arremolinan frente a la televisión, vemos una y otra vez caer las Torres Gemelas en Estados Unidos. Algunos festejan el “golpe” al país vecino, otros sollozan y yo no sé qué pensar. Me angustia un poco no distinguir si las imágenes son reales o escenas de una película. Me inquieta lo entretenido que nos resulta todo esto.

Mi personalidad cada vez está más clara, soy una persona pesimista pese a todos mis esfuerzos por ser más ligera o alegre. Consumo sin orden o mesura todo producto audiovisual que se pueda etiquetar como alternativo. Películas como El Club de la pelea o Corre Lola corre, canciones como Do the Evolution o la caricatura Daria refuerzan mi óptica sombría.

La noción de la generación X me hace sentir cobijada, pero al mismo tiempo me aleja de lo que me rodea. Me siento desilusionada del mundo adulto y no existo dentro de las aulas o los pasillos de la escuela. No sé qué está mal conmigo, ¿salí defectuosa? No le digo a nadie que me siento como el cantante de Radiohead en el video “No Surprises”. Me ahogo, pero no quiero que mis hermanos me delaten, no quiero decepcionar a mi papá, no quiero hacer llorar a mi mamá.

No alarms and no surprises / no alarms and no surprises/ silent

Acaba de empezar el siglo y siento que mi mundo se cae a pedazos. Dramatismo adolescente, no cabe duda. Todos seguiremos adelante sin darnos cuenta. Continuarán las crisis económicas, pero nos harán sonreír las promesas de bienestar y el internet. Tendremos el juego de la viborita en los celulares, Napster y pasaremos cada vez más tiempo en el reino de la www.

Acto IV. (Neo)nostálgicos

Miércoles por la noche. Cafetería en la Colonia Portales. Año 2023.

Tengo las uñas un poco moradas por el frío, pero no quiero volver a casa sin corregir el artículo que me acaban de dictaminar. Los comentarios son positivos, pero solicitan algunas modificaciones. Para la elaboración del texto recurrí al libro Zeitgeist Nostalgia de Alessandro Gandini. Me gustó, hay frases e ideas que hacen eco en mí.

Gandini habla de las cafeterías abarrotadas de gente trabajando, teniendo juntas o con la cara sumida en la computadora. Tomando café de una taza o vaso que parece inagotable. Plantea que hoy trabajar mucho no necesariamente significa tener un empleo. No puedo evitar pensar que el presente que vivimos se parece poquísimo a lo que imaginé que iba a ser el futuro, mi vida adulta.

Quizás hoy no vería con tanto desprecio un trabajo en un “punto de engorde”, tendría un salario fijo, aguinaldo, odiosas fiestas de oficina, uno que otro jefe cretino, pero también estabilidad, quizás hasta seguro de gastos médicos y jubilación. Qué bien nos vendría un poco de esa vida aburrida que abrumaba al Thom Yorke que cantaba No Surprises. “El vato literalmente se estaba ahogando en una pecera con agua”, pienso.

Qué paradoja, ¿no? En tiempos ilegibles y violentos en el que nuestras vidas penden de un hilo, estabilidad y monotonía suenan a paraíso en la tierra. Lamentablemente, las cartas están marcadas, tenemos poca incidencia en el asunto sin importar el pensamiento “positivo” que nos quiere imponer el mindfulness, el coaching y la ideología del emprendimiento.

Ser adultos no resultó ser como temíamos, sino un poco peor. Entramos a la vida adulta, inexpertos y anhelantes como cuando se entra al mar. Pero ese mar nos revuelca en cuanto nos sentimos confiados. Nos hace girar 180 grados hasta que rozamos el fondo con los dedos y nuestras piernas revolotean hacia el cielo. Ser adulto es el trago de agua salada (y sucia) que deja un ardor que te recorre desde la nariz hasta la parte de atrás de la cabeza. Es una aguamala lacerante en Puerto Marqués.

Lo único que me reconforta es el hecho de que ésta no es una experiencia exclusivamente generacional, pienso que más bien es un fenómeno universal y ahistórico. Una especie de hambre existencial que siempre ha acompañado al ser humano sin importar época o condición. Es como si cada uno de nosotros fuera dotado al nacer de su propio mar obscuro y subterráneo, un abismo que no vemos, pero intuimos. ¿De qué hablan si no de esto La región más transparente de Fuentes, El primer hombre de Camus o el cuento Bienvenido Bob de Onetti? Bueno, no sé, puede ser que siga sin entender los libros que leo.

Vuelvo la vista a las hojas sobre la mesa. Es tarde y tengo frío. Mejor cierro este asunto y me voy a avanzar en los pendientes de mi segundo trabajo. No me quejo, es lo que hay y me basta.


Dejo unas canciones para acompañar el texto 👇

El peligro de estar vivos II. Instrucciones para sobrevivir en México

No sabía que a una mujer podían matarla por el sólo hecho de ser mujer,

pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando.

Selva Almada

I.

Hace tiempo el historiador Jean Delumeau escribió que las colectividades y las civilizaciones mismas están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Y dicho miedo se conforma por una dimensión individual y una colectiva. Los miedos personales que parecerían apelar sólo a nuestra experiencia se engarzan de formas insospechadas con temores compartidos por generaciones, poblaciones específicas o géneros.

Es quizás en la infancia cuando comenzamos a crear nuestro repertorio de miedos, ya sea esto por vivencias propias, rumores o relatos adultos destinados a servir de advertencia. Buena parte de los miedos infantiles habitan el espacio de lo fantástico, pero también absorbemos, sin desearlo, los miedos que a los adultos se les escapan en esas charlas no aptas para niños. De aquella mezcla de imaginación, vivencias y el mundo adulto estaban hechas mis pesadillas de la infancia:

·         El “mochaorejas”

·         La lluvia radioactiva

·         Los ovnis

·         Los judiciales

·         La crisis y el “nuevo peso”

·         Las jeringas “infectadas” abandonadas en los cines

·         El SIDA, la salmonelosis y el ébola

·         Los temblores

·         Los “narcosatánicos”

·         Mi reflejo en el espejo durante la noche

·         La mirada acusadora y acosadora de Dios

·         Canciones que tocadas al revés tenían mensajes ocultos

A tan corta edad el sentido de los miedos se nos escapa, pero más indescifrables son aquellos que nos inculcan: “No mires a esa persona”, “Evita hablar con tal o cual”, “No dejes que nadie te toque”, “Avisa si te hacen algo raro”, “Cuidado con los señores”. Como niña, todas estas advertencias son bastante confusas. Queda claro que hay que cuidarse de los hombres en la calle, en la casa, en la escuela. Pero toda esa armadura protectora se viene abajo cuando se nos obliga a sonreír a todo extraño o a recibir sin queja alguna el beso de ese tío que te deja la mejilla con restos de pegajosa saliva. Se nos impulsa a desarrollar un sexto sentido contra algo que no logramos entender en la infancia. ¿Cómo nos protege del “mal” sentarnos de cierta manera? ¿Cómo evitamos algo terrible cruzando las piernas o agachándonos “como señoritas”?

Desde muy pronto el mundo adulto nos hace sentir que hay algo en nosotras mismas que nos pone en riesgo. Sin querer podemos provocar la violencia y atención inadecuada de “alguien”. Todas estas extrañas indicaciones comienzan a tener pleno sentido para las mujeres por ahí de la secundaria. La atención indeseada de los hombres, burda y directa, nos aborda de lleno. Hasta la fecha me parece un enigma por qué los hombres, mucho más que las mujeres, tienen esa necesidad de ser vistos, de que alguien atestigüe su paso por el mundo. Más que una muestra de confianza o seguridad, se me antoja una debilidad de carácter, un asfixiante deseo infantil.

A pesar de todas las malas experiencias que como todas he vivido, durante la adolescencia y parte de mi juventud me sentí segura, con el derecho a defenderme ante el acoso masculino. Quienes me conocen, saben que tengo el vocabulario amplio y florido de un camionero sexagenario. Y nunca tuve miedo de hacer uso de él para defenderme. Sarcasmo, groserías, “cortes de manga” y, mi favorito, “la pintada de dedo” fueron durante años mis armas contra el acoso. Di cachetadas, patadas e incluso una vez le lancé un café caliente a un tipo que me molestó camino a la prepa. No obstante el acoso, en ese momento de mi vida no me sentía como si tuviese una diana en la espalda por el simple hecho de ser mujer. Todo parecía simple: defenderse y no “exponerse”.

Hoy las cosas son diferentes. Estamos más conscientes de la violencia de género y estamos más desprotegidas. Tenemos más herramientas para luchar contra el acoso, pero la violencia se intensifica y multiplica.

II.

Tengo una amiga que cada tanto me aconseja cambiar mi forma de vestir. Desde su punto de vista, debería de vestirme para el trabajo que quiero. Básicamente, me dice que me arregle un poco más, que cambie los tenis por zapatos de tacón, que use vestidos y así. El comentario me da algo de bronca a varios niveles. De entrada, no sé qué tipo de trabajo imagina que quiero tener. Pero procuro no engancharme con el tema y asiento con una sonrisa. Lo cierto es que no deseo detenerme a contarle por qué me visto cómo me visto. La verdad, también sea dicha, es que prefiero conservar para mí lo que no quiero recordar. En gran medida me avergüenza que me defina algo que pasó hace ¿10 años? ¿Más años o menos? Ni siquiera eso tengo claro, no quiero pensar.

Es difícil vivir en un país como México y no entrar alguna vez en la categoría de víctimas de alguna de las numerosas violencias que nos rodean. La violencia nos ha arañado a nosotros mismos o ha alcanzado a un ser querido. Independientemente del tipo de violencia que nos toque, ésta siempre deja marca. Y lo peor es que después de la violencia muchas veces llega el remordimiento, la sensación de que pudimos reaccionar con más inteligencia, que pudimos haberlo prevenido, que algún paso en falso nos puso en esa situación. Tampoco falta quien nos diga qué hubiera hecho distinto en nuestro lugar.

Cada quien convive como puede con la violencia y con la sombra que deja en cada uno. Hay algunos cuyos cuerpos los traicionan y desarrollan enfermedades (hipertensión, diabetes, depresión). Otros llevan marcas más imperceptibles, las notamos en su cuerpo, en su manera de caminar por las calles, en el sobresalto inexplicable ante el roce de un extraño, en la contracción del cuerpo ante algo que desate el miedo, en el constante estado de alerta.

En mi caso, nuevos miedos brotaron como de una fuente inagotable. Temores irracionales se multiplicaron de golpe. Empecé a tener miedo a las alturas, dejé de manejar, me hice hermética y rutinaria, empecé a llevar siempre identificación y floreció en mí el trastorno obsesivo-compulsivo. Incluso, cosas tan banales como el calzado adquirieron un sentido totalmente nuevo: ¿serán estos tenis lo suficientemente cómodos para correr si necesito huir de alguien? ¿Podré patear a alguien con estas botas?

III.

Jorge Ibargüengoitia desde finales de los 60 tuvo una columna en el periódico Excélsior que sería la materia prima para el conocido libro Instrucciones para vivir en México. Entre sátiras, reflexiones y tipificaciones, Ibargüengoitia cuenta, desde su experiencia, lo que es vivir en México. En 2019, escritores como Tedi López Mills, Antonio Ortuño, Yuri Herrera y muchos otros se dieron a la tarea de actualizar el proyecto de Ibargüengoitia y publicaron las Nuevas instrucciones para vivir en México. Una de las grandes interrogantes que se detecta en este esfuerzo de renovación es: ¿todavía podemos satirizar y encontrarle un lado humorístico a la violencia en México?

Durante años pensé que la capital mexicana era la mejor escuela para la vida. Sobrevivirla, esquivar sus amenazas diarias e incontables, me parecían un legado no reconocido. ¿Qué miedo nos podría causar viajar al extranjero si usamos diariamente el transporte público chilango? ¿Qué carterista o ladrón de cualquier lugar del mundo nos podría amenazar si en muchas de nuestras interacciones con extraños no sabemos si nos van a asaltar o a vender algo? Pero hoy, cuando te pueden disparar para robarte una mochila con libros o un celular de tres mil pesos, me gustaría que esta ciudad, este país en general, nos preparara menos para la violencia.

Tomar foto de cómo vas vestida antes de salir de casa, compartir tu ubicación en tiempo real, escoger el asiento en el que es más difícil que te manoseen, usar ropa holgada en el transporte público para que no te acosen, ubicar “los senderos seguros”, sacar foto de tus tatuajes o señas particulares para que te encuentren (por si acaso). Desgraciadamente hoy son las mujeres las que se encargan de difundir las instrucciones para sobrevivir en este país. Compartimos nuestras experiencias y consejos con las más jóvenes para que intenten estar más seguras, nos preocupamos por ellas. El paso de toda esta “sabiduría” deja un muy mal sabor de boca. En el fondo sabemos que esto es sólo un paliativo, es demasiado poco lo que a nivel individual puede prevenirse cuando las raíces de la violencia de género son profundas y se aferran a cada recoveco de la sociedad.

IV.

Muchas hemos compartido un café y esa charla en la cocina de alguna de las mujeres de nuestra familia. De manera inesperada la tarde se convierte en un recuento de los agravios sufridos por todas: humillaciones, violaciones, acosos, incesto, golpizas. Estos relatos incluyen a las mujeres de hoy y a las de antes porque la violencia contra las mujeres es ancestral. Sólo ahora empezamos a encontrar las palabras para nombrarla y denunciarla. ¿Será que el miedo colectivo que nos roba la tranquilidad actualmente es la violencia de género? ¿Que sea fácil que nos maten por ser mujeres? ¿Y que de algún modo se diga que fue nuestra culpa?

Es mucho lo que se puede hacer colectivamente, las madres buscadoras y los colectivos feministas son prueba de ello. También sería útil preguntarnos qué podemos hacer a un nivel individual. ¿Participamos de alguna manera de este fenómeno con silencios o complicidades? ¿Condenamos los feminicidios, pero toleramos la violencia doméstica dentro de nuestra propia familia? ¿Sexualizamos la infancia? ¿Reproducimos formas nocivas de la masculinidad? ¿Nos reímos ante el chiste misógino? ¿Repartimos inequitativamente las responsabilidades en la casa? ¿Reforzamos estereotipos tradicionales de la mujer y del hombre? ¿Normalizamos el acoso? Las raíces de la violencia contra las mujeres son extensas y pasan por temas como la sexualidad, las masculinidades, la desigualdad, la impartición de la justicia, la salud reproductiva, las leyes, la corrupción, la religión, las autoridades, el crimen organizado y la familia. Libramos una batalla en dos frentes: el colectivo y el individual. Y si no tomamos acción en estos dos sentidos, las mujeres, en especial las más jóvenes, seguirán sobreviviendo en lugar de vivir.

Arte y Rebeldía. Del astigmatismo al impresionismo

Hay un cuento que he querido rastrear desde hace tiempo, pero no recuerdo ni su título ni quién lo escribió. Quedé prendada de él porque el dilema del protagonista parecía mío. El personaje principal, al igual que yo, no usaba lentes a pesar del astigmatismo. La vida de este hombre era monótona pero disfrutable. Amaba ver la ciudad sumida en esa bruma creada por su mala visión. Sin embargo, un día esta felicidad moderada se trastoca cuando conoce a una hermosa e interesante joven. Charlan, coquetean, se enamoran. Para él, la mujer es perfecta pero una duda lo carcome. ¿Acaso un par de lentes graduados podría potenciar la belleza de su amada? Movido por la ilusión se manda a hacer un par de gafas. Los lectores intuimos que el experimento saldrá mal y no tardamos en comprobarlo. La versión nítida de su enamorada no se compara en nada a la imagen borrosa pero idílica que tenía de ella. La hermosura de la joven es indudable, pero cuando la mira siente que no la conoce, sus gestos le resultan ajenos, su mirada lo desconcierta. La devoción amorosa merma rápidamente. Tampoco le gustará el reflejo fiel que le devuelve el espejo. Le parece que mira a un perfecto extraño con otra piel, otros ojos y otra sonrisa. Sumido en esta desgracia autoinfligida, el hombre se lanza a recorrer la ciudad buscando algo de consuelo. Sin embargo, atraviesa las calles sólo para descubrir que éstas se muestran tal cual son. Sin el filtro del astigmatismo que las reinvente. Todo lo que amaba de su pareja, de sí mismo y del mundo se esfuma al poder verlo claramente. Ante este desastre, el protagonista destruye sus lentes para devolverle a su vida esa pátina que todo lo emborrona.

No me podría ser más familiar la reacción de este joven ante un mundo empobrecido por la nitidez. Me identifico con el personaje porque también creo que usar lentes disminuye mi capacidad de disfrutar lo que me rodea. ¿Cómo explicar el encanto que tiene ver el mundo ligeramente distorsionado? Para empezar, hablaría de tres efectos positivos que tiene en mi experiencia el astigmatismo:

1) No ver bien las cosas que están lejos mientras caminas cansa y, por ello, lo recomendable es bajar la mirada cada tanto para apreciar cosas más próximas. Gracias a esta atención a lo más inmediato uno descubre detalles insignificantes, pero con cierto atractivo: una hoja de árbol que descansa sobre el concreto, el detalle insólito de alguna casa o la textura de la grava. Todas estas pequeñas cosas disparan la imaginación. He llegado incluso a fantasear con que son mensajes que deja la ciudad para que yo los descifre.

2) La magia sucede cuando el ojo abandona la claridad de lo cercano para enriquecer con una niebla todo lo que está a una distancia intermedia. Objetos pedestres como una bolsa de plástico abandonada en la calle se transforman, gracias al astigmatismo, en un sinfín de cosas. Puede ser un gato, una roca, un bolso o, mejor aún, algo inescrutable. Obviamente, las posibilidades del objeto se reducen con cada paso que se toma hacia él y al tenerlo de frente se revela su decepcionante realidad. Este juego de imaginación es todavía más extremo cuando se trata de distinguir personas. Gracias a la mala visión, uno nunca tiene la certeza de haber saludado a lo lejos a un familiar o a un perfecto desconocido.

3) Finalmente, observar el horizonte es la experiencia que más se ve favorecida por el astigmatismo. Después de unos tres o cuatro metros, toda imagen se torna difusa y etérea. De día, se puede alzar la mirada y gozar del manchón azulado del cielo. La bruma del astigmatismo hace que la maraña de cables de luz se confunda con las ramas de los árboles. De noche, hasta el más lánguido destello de luz parece explorar y expandirse horizontalmente en un halo infinito.

Ese puñado de imágenes desenfocadas enaltece nuestra experiencia del mundo, permitiéndonos escapar momentáneamente de la realidad. No faltará quien piense que esta actitud es una pueril evasión. ¿Pero acaso no fue ésta la misma estrategia que utilizó el impresionismo?

La vanguardia impresionista tiene como obra fundacional el cuadro “Impresión, sol naciente” de Claude Monet. Este amanecer pintado a finales del siglo XIX para nada retrata el Puerto de Havre tal y como era. En todo caso, pareciera que el buen Monet tenía serios problemas de visión o estaba un poco ebrio cuando lo pintó. Sin embargo, esas formas contrahechas atravesadas por luz son el encanto mismo del impresionismo. Mirar sin precisión el puerto lo embellece, le da un aire enigmático.

 El juego de luces, la disposición de colores y la inespecificidad de lo que se ve en el cuadro de Monet no fue un ejercicio banal, sino una reacción a la angustia social que crecía conforme se acercaba el siglo XX. La mirada nebulosa del impresionismo bañó de luminiscencia la existencia humana y sirvió de bálsamo en una época de profundo cambio social. Van Gogh incluso pensaba que a través de su obra podría consolar a los pobres, a los analfabetos y a los demás miserables de la sociedad industrial. Por ejemplo, redimió a los sembradores cuando retrató sus monótonas faenas de tal manera que representasen el milagro mismo de la fertilidad, de la inseminación del mundo. Hasta el día de hoy la obra de Van Gogh sigue reconfortándonos. Su mirada distorsionada del mundo sigue suavizando la aspereza de la vida. Conforta a los multimillonarios que admiran los originales en sus colecciones privadas, así como a los más pobres que tienen en su hogar una desgastada reproducción de “La noche estrellada” o “Los girasoles”.

Me gustaría pensar que una visión nublada de lo que nos rodea no sólo es un escape, sino también un estímulo para la imaginación, la esperanza y, por qué no, hasta para la rebeldía. No limitarse a la experiencia de lo existente como hizo el impresionismo, ciertamente es una forma de evasión de una realidad aplastante. Pero esa evasión tiene origen en un rechazo a la imperfección del mundo. Se podría pensar que esta huida a través del arte es un síntoma de nihilismo, y sí, algo hay de ello. Pero también debemos recordar que el arte no es una simple fuga, sino un momento de retirada, partiendo de la decepción de lo real, para imaginar un mundo mejor. En mi experiencia observar el mundo un poco difuminado sirve para no conformarse, para rebelarse ante la realidad y ampliar los límites de lo que creemos posible.

¿Por qué letraherida?

Pronto fue un letraherido, enfermo de literatura,

poseído por la pasión de escribir como enfermedad

y locura sin otro remedio que la escritura misma.

Ángel Basanta

Hace unos años una persona muy querida me preguntó por mis planes a futuro. Recién acababa de cerrar un tortuoso ciclo académico y mi interlocutor se preocupaba porque estuviese harta de pasar mis días con la nariz enterrada entre libros. Respondí su pregunta con mi característico tono, entre eufórico y nervioso, y le hablé de mis lecturas, de cómo éstas generaban obsesiones e inspiraban proyectos. Cuando por fin hice una pausa para escuchar a quien estaba conmigo, éste sólo sonrió y me dijo: “eres una letraherida”. La palabreja me confundió. “¿Letraherida? ¿Qué es eso? Me han llamado de todo, pero nunca así”– pensé. Ante mi desconcierto, llegó la siguiente explicación:

“Letraherida” proviene de “lletraferit”, un antiguo catalanismo usado para referirse a una persona apasionada de los libros. Aunque esta palabra puede utilizarse despectivamente como símil de “sabiondo” o “esnob”, su connotación más generosa es la que hace pensar en un “enfermo de literatura” que no puede parar de leer o escribir.

Al llegar a casa me puse a investigar más sobre el significado de “letraherida”. Me emocionó descubrir que la palabra tiene un antecedente en los célebres ensayos de Montaigne. Para el padre del ensayo, un “letraherido” era un individuo al que las letras le habían asestado un martillazo. Descubrir esta imagen creada por Montaigne me sirvió para reconocer que, en efecto, la literatura, al igual que la música y el cine, ha sido para mí un martillazo en la cabeza. Y la fuerza contenida en ese golpe me ha servido de guardagujas para construir mi vida. Así pues, desde aquella tarde he atesorado el cariñoso mote de “letraherida”, a pesar de que últimamente he dejado de escribir por placer.

Se podría decir que mi reticencia a escribir por gusto tiene una larga historia. Se alimentó por primera vez del miedo adolescente de que mis pensamientos más íntimos quedaran expuestos a la mirada enjuiciadora de los otros. En mi adolescencia, como suele sucedernos a todos, cualquier escrito furibundo o melancólico descubierto por alguna figura de autoridad era una señal de alarma. Y este “foco rojo” ameritaba una larga y confusa charla sobre mi estado mental. No tardé en descubrir el poder de la palabra escrita; en este caso, de la mía. Simultáneamente, advertí la ingrata huella que deja el hecho de que tus palabras sean malinterpretadas. Por tanto, ante el riesgo que conllevaba plasmar en papel mis pensamientos, decidí ensayar textos en mi mente y así no dejar rastro alguno. Ya sé, suena raro eso de escribir en la mente, pero todas las personas lo hacemos. Es como cuando repasamos la lista del súper en nuestra cabeza o cuando imaginamos una conversación con alguien que no está ahí.

Con el tiempo me he vuelto muy hábil para esbozar textos en mi cabeza sin necesidad de papel o computadora. El proceso es algo así: imagino la estructura del texto en la regadera, defino el tema mientras me maquillo, descarto líneas al tomar café, reescribo durante mis caminatas y, cuando por fin estoy satisfecha, “archivo” el texto. Si lo “escrito” es de trabajo, llevo los párrafos al papel. Pero de no ser así, esos borradores mentales se unen a las obsesiones e imágenes que habitan mi cabeza.

Nunca me había molestado dejar de escribir por placer, pero recientemente los textos no escritos vuelven obsesivamente y se han transformado en un molesto zumbido que no da tregua. Por ello, en un esfuerzo de silenciar ese ruido, me daré el tiempo de agotar mis inquietudes, escribirlas y compartirlas. De paso, este ejercicio será una forma de honrar el bello epíteto de “letraherida”.

Sé que llego muy tarde al mundo del blog, pero no tengo problema con ser un tanto anacrónica. De hecho, creo que este espacio me ayudará a rebelarme un poco contra la inmediatez de WhatsApp, el hilo en Twitter o el post en Facebook. Opto por la romántica idea de que alguna persona por casualidad leerá lo que escribo y quizás le haga sentido.

Y por fin, ¿sobre qué va este blog? Básicamente compartiré mi mirada sobre lo que me apasiona: libros, películas, música, series y otras tantas cosas que hacen la vida un poquito más llevadera. Te invito, pues, a leer, comentar y acompañarme en esta especie de exorcismo en verso.

Paola V.A.

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