Lo más probable es que nuestro camino nunca se cruce con el de ellos. Sin embargo, su existencia nos afecta, su vida moldea y limita la nuestra. Son parte de nuestro imaginario cotidiano, son uno de los ingredientes que componen nuestros sueños y pesadillas. Estoy hablando de los “súper ricos”, esas personas con fortunas económicas inimaginables para el 99% de la población mundial.
Los estereotipos sobre dicho estrato social, como todas las tipificaciones, son inexactos. Hay elementos que se acercan a la realidad y otros que de plano son absurdos. Pero, sin importar su veracidad, las representaciones de los «súper ricos» crean una mirilla a través de la que espiamos esos mundos que jamás navegaremos. Y la cultura de masas, así como las redes sociales, han sido los vehículos idóneos para esparcir esas imágenes, a veces críticas, a veces celebratorias, de la riqueza.
Las representaciones positivas las podemos reconocer en series como Downton Abbey o The Crown. Estas dos producciones han reavivado con éxito una nostalgia por la aristocracia, un orden social en el que la desigualdad se justifica gracias a una “razón superior” que obliga a los individuos a aceptar su rol dentro de la sociedad, aplazando de esta manera cualquier sueño de movilidad o libertad. Dentro de esta lógica, incluso aquellos en la cima de la escala social “sacrifican” sus deseos personales a favor del “bien común”. Así, el privilegio es retratado como el látigo de la responsabilidad.
Esta nostalgia es un fenómeno interesante, tal pareciera convencernos de que el tipo de desigualdad social producida por un régimen aristocrático poseía un sentido valioso en contraposición a la inequidad en la que vivimos actualmente. Es como si fantaseáramos con que nuestros explotadores tuvieran “mejores” credenciales para apretarnos el cogote. No sé, algo así como un título nobiliario o, de perdido, un apellido que suene a abolengo o dinero “viejo”. Como si esto bastara para hacer las paces con la desigualdad y contentarnos con la posición precaria en la que estamos.
Como hay representaciones de la clase alta benevolentes, también existen otras que subrayan su lado desagradable. Una arista sombría del poder económico que tiene una larga historia dentro de los imaginarios sociales y que podemos relacionar rápidamente con ese decadentismo a la Gran Gatsby. Y con el auge de la ideología neoliberal a partir de los 80s, se han multiplicado los retratos negativos de la riqueza financiera como aquel mostrado en la película American Psycho a principios de este siglo y cuya huella se puede rastrear hasta el día de hoy en series como Succession o en la menos famosa Industry.
Las estampas críticas de las élites económicas se caracterizan por exponer la más deleznable naturaleza de dichos grupos. Iluminan su vulgaridad, machismo, mezquindad, corruptelas, extravagancia infantil e incluso, con cierta regularidad, exhiben una serie de prácticas sexuales harto desconcertantes. Y el público al que llegan estas imágenes, ese 99% del mundo que no es parte del clan, suele experimentar cierto consuelo y gozo al contemplar los retratos imperfectos y repudiables de la riqueza. Es como si su miseria humana los arrastrara a tierra con el resto de nosotros.
En el fondo, no importa tanto si las representaciones de la riqueza son negativas o positivas, ambas suelen centrarse en el lado humano de quienes tienen el poder económico y profundizan muy poco en las razones estructurales que hacen posible que ocupen su trono. Lo más complicado de las narrativas populares de la riqueza es que éstas sirven de herramientas para normalizar la desigualdad y el enriquecimiento.
Si acaso sentimos simpatía por las élites económicas, las admiramos y compramos ese discurso aspiracional que nos dice que con esfuerzo y sacrificio podremos mejorar nuestras condiciones materiales. Si nos provocan antipatía, las enjuiciamos moralmente y escudriñamos con un aire de superioridad. Un gesto que por sí sólo no se traduce en una crítica compleja a las estructuras que las protegen. No hay manera, ellos siempre llevan ventaja.
II
¿Y quiénes son los dichosos «súper ricos»? A grandes rasgos, son un exclusivo grupo de hombres blancos con un promedio de edad de 63 años. Para ellos no hay fronteras porque son los verdaderos cosmopolitas que viven en un mundo construido por y para ellos. Si bien dentro de este grupo también hay mujeres, ellas suelen jugar el papel de herederas y no tanto de productoras de riqueza. Aunque poco a poco aumenta la presencia femenina en el mundo empresarial y financiero.
¿Y qué filamentos sociales les han permitido amasar sus fortunas? Bueno, la economía global de las últimas décadas, marcada por la desregulación financiera, el surgimiento de empresas multinacionales y el retraimiento del Estado, ha sido el campo de cultivo perfecto para el enriquecimiento de unos pocos. Ni las crisis económicas, ni la pandemia de Covid 19 y mucho menos los discursos populistas que desde distintas latitudes han declarado el fin del neoliberalismo, han hecho tambalear a la élite económica. Al contario, los ricos cada vez son más ricos.
A este bajón que provoca la realidad, podemos agregar el hecho de que estos “súper ricos” también invaden nuestro tiempo de ocio y pensamiento. Alrededor de sus vidas se genera un río inagotable de historias personales con la finalidad de “compartir” su cotidianidad, sus “luchas” para alcanzar el éxito y sus fracasos que rápidamente transformaron en oportunidades para superarse. Todos estos retazos de la vida de la élite económica resaltan sus aspectos personales y promueven una ilusión de cercanía. Dicha sensación de “proximidad” es el golpe maestro que normaliza su lujoso estilo de vida y obscurece cómo se vincula su existencia con la desigualdad económica.
No importa si es morbo, aburrimiento, fascinación o desprecio lo que nos lleva a dedicar tiempo a mirar aquellos fragmentos de la vida de los “súper ricos”, ese despliegue artificioso de “su” realidad, provoca que nos acostumbremos a los atavíos del rango y la prepotencia del privilegio. Se vuelven parte de nuestra vida, aunque nunca lleguemos a rozar siquiera el mundo en el que viven los acaudalados.
III
Los personajes de la serie White Lotus y de la película El triángulo de la tristeza son caricaturas de los “súper ricos” destinadas a reducirlos a meros descerebrados. No es ninguna sorpresa que, en una sociedad tan polarizada y desigual como la nuestra, nos entretenga y provoque tanto gozo ver a las clases altas desde un punto de vista tan degradante. En un contexto en el que las condiciones materiales que nos oprimen se presentan como algo inamovible, parece no haber nada más satisfactorio que ver a los ricos nadando entre sus propios desechos o exhibidos como primitivos oportunistas con ideologías y valores en decadencia capaces de vender a su propia madre con tal de lograr un buen negocio.
No lo podemos negar, imaginar a las élites en el fango brinda consuelo y por un momento nos lleva a pensar que es mejor dejar atrás la mala sangre porque a fin de cuentas los ricos no son más que un grupo de viejos seniles, pervertidos, vanidosos “niños de papá” y mujeres histéricas que llevan una vida errática, solitaria y de agotadoras apariencias. Dentro de cada uno de nosotros crece la satisfacción al confirmar nuestros prejuicios sobre las élites y nos vanagloriamos de tener una vida precaria pero más “real”.
El problema con esta ilusión de ajuste de cuentas simbólico es que dejamos de distinguir entre los agentes reales del poder y sus encarnaciones en el cine o TV. Arremetemos contra las representaciones de la riqueza encarnados en personajes populares, sin caer en cuenta de que luchamos contra meras sombras. Voluntariamente renunciamos a nuestro derecho a cuestionar el impacto que tiene concretamente la clase alta en nuestra vida, a cambio de la satisfacción instantánea que provoca descargar nuestra ira y angustia frente a una pantalla.
Es muy fácil caer en la trampa de confundir la antipatía hacia los ricos con una verdadera crítica a la desigualdad económica. Paradójicamente, terminamos haciéndoles la chamba de obscurecer los procesos estructurales que reproducen las ventajas de las elites, sometiéndonos nosotros mismos al orden arbitrario de las cosas.
Me alegra que febrero haya acabado. Este es el mes en el que rompemos la mayoría de los propósitos que inundaron nuestra vida con el tufillo de renovación. Para mí sus días me sirven de colchón temporal para recién afirmar ambos pies en el año que comienza y agendar para marzo el chequeo anual de salud.
Química sanguínea, perfil hormonal, Papanicolau, examen general de orina, ultrasonidos de mamas y útero, colposcopia… para esto y más me tengo que mentalizar. Las historias clínicas, preguntas en exceso personales y esa mezcla de malestar y vergüenza que provoca que alguien hurgue en nuestro cuerpo. A las incómodas auscultaciones se suman los innecesarios comentarios médicos, así como las miradas destinadas a invalidar mi decisión de no ser madre, de vivir y morir siendo una hija sin hijos.
¿No vas a tener hijos? ¿Por qué? ¿Y si te arrepientes? Te cambiaría la vida.
Al parecer tengo el útero idóneo para la reproducción. Su forma, afirman las doctoras y las enfermeras, es como de “manual”, una “pera” perfecta. En realidad, no sé si la constitución de mi útero es en verdad algo excepcional o si estos comentarios simplemente tienen el objetivo de hacer menos desagradables los momentos de exploración genital.
La admiración que provocan mis entrañas no me molesta, lo que sí me disgusta es el tono con el que me insisten en que no desaproveche mi salud, condiciones y edad para reproducirme. Es como si mi negativa sonara a desprecio por la vida o llana inmadurez.
Deberías aprovechar que estás sana. Nunca vas a sentir una satisfacción tan grande como la de darle la vida a alguien.
Me siento tan vulnerable en esta escena en la que forcejeo infructuosamente con las palabras y expectativas ajenas. Y así, sin ropa interior, con la ridícula bata médica y la sensación de que las pierneras de la mesa me cortan la circulación, sólo alcanzo a musitar una bobada. Únicamente me siento repuesta cuando vuelvo del vestidor y tejo en mi mente una serie de argumentos en mi defensa. Quisiera decirles que yo no percibo mi cuerpo como algo potencialmente creador, me parece más una bomba de tiempo, un enemigo íntimo del que no puedo escapar. Sin embargo, nunca me animo a decir lo que pienso, sería incómodo y probablemente me recomendarían ir a un psicólogo. Además, ¿por qué tendría que justificarme? ¿Por qué nos es tan fácil cuestionar la forma de vida de los demás?
Desde pequeña he tenido mis encontronazos con la carcasa que me tocó habitar, y no me refiero a los típicos conflictos de imagen o autoestima. Aludo más bien a pequeños baches en mi historial médico, a un cúmulo de desperfectos que, aunado a mis manías, me llevaron a percibir mi cuerpo de una manera un poco más áspera de lo común. Para mí, el cuerpo que habito no es algo que esculpir, ni una herramienta para alcanzar metas, algo que modificar a mi antojo, al menos no en lo esencial, no de raíz. Mi cuerpo es el recordatorio de la brevedad de la vida, de mi frágil consciencia y de la futilidad de mi existencia. Y esta percepción, ni buena ni mala, simplemente refleja crudamente un destino compartido por todos.
Nadie nos enseña que nuestro cuerpo es el adversario último que nos traicionará y limitará poco a poco nuestra experiencia del mundo hasta extinguirnos. En cambio, tememos lo externo y hablamos de la enfermedad como si viniera de fuera, como si nuestro cuerpo no ideara sus propios complots y mutaciones malignas. No es una imagen alentadora del cuerpo, lo sé. Pero quizás si fuéramos consciente de este lado menos luminoso nos cuidaríamos un poco más, nos bastarían los días en los que no nos duele algo nuevo. Tal vez el arribo de la enfermedad, la vejez y la propia decadencia no nos deprimiría ni dejaría tan descolocados.
II
Mis más recientes problemas de salud son bastantes comunes para mi edad y género: miomas y quistes. Sin embargo, como a cualquiera, me costó mucho trabajo aprender a convivir con ellos. Cuando los diagnósticos estaban aún frescos, me angustiaba que estos males fuesen “normales” y que al mismo tiempo requiriesen una constante vigilancia para no transformarse en algo nocivo. Esa incertidumbre, esperar a que las cosas “progresen”, es muy jodida… es como estar esperando el silbatazo de arranque en la carrera que lleva a la muerte. Lo curioso es que nos encontramos en esa etapa desde nuestro primer aliento y la meta no es alentadora.
La ginecóloga ve dos opciones frente la emboscada que me juega mi propio cuerpo: quitarme la matriz de una vez (“total no la vas a usar”, dice ella con una mueca) o esperar a que sea absolutamente necesario retirarla (“chance en el inter te animas a tener tus niños”, cambia la mueca por una sonrisa). He decidido, hasta ahora, esperar. Aprendo a convivir con la incertidumbre, pero ahí donde yo huyo de una operación, mi doctora ve esperanza. Llegado este punto de la consulta ya no aguanto su mirada, no quiero ser grosera, pero estoy a nada de decirle que no tengo dudas, que elijo sin remordimientos mi condición de hija sin hijos. Me contengo y apuro el cierre, nos veremos el próximo año, cada una desde su esquina.
Esa idea de ser “hijos sin hijos” es una apropiación de algo que le leí a Enrique Vila-Matas cuando yo tenía unos 19 años. La frase, título de un libro de cuentos del escritor catalán, se colgó de mi mente desde ese momento como si inconscientemente supiese que más adelante cobraría sentido y sería una herramienta para definirme, comprender quién soy. Muchos años después, leí una entrevista con la escritora Selva Almada en la que se definía orgullosamente como “hija sin hijos”. No ahondaba en detalles, lo decía sin reparos, sin justificaciones, con firmeza. No dudo que para muchas personas una declaración así le suene irreflexiva e incluso altanera, pero no creo que sea así. Sospecho que somos bastantes quienes decidimos no tener hijos porque nos conocemos demasiado bien. No tiene nada que ver con que el mundo sea un lugar terrible, con una falsa consciencia superior o desprecio por la norma.
En mi caso reconozco mis rasgos obsesivos, impacientes y egoístas. Apostaría a que la maternidad me volvería depresiva o, en el mejor de los casos, me haría infeliz. Me transformaría en alguien que nunca he querido ser, borraría esa persona que tanto me ha costado tanto trabajo descubrir, volvería a ser un eco en la vida de alguien más.
No pretendo hacer un balance de la maternidad, no soy apta para hablar de ello. Además, me parece que es uno de esos temas en los que emitir un juicio sería torpe y reduccionista. Lo cierto es que, aunque no quiera ser madre, admiro esa entrega que la maternidad/paternidad despierta en muchas personas, me conmueve ese deseo de amar a alguien como nos amaron nuestros padres o como nos hubiera gustado que nos amaran. Lo admiro porque no hay nada de eso en mí.
III
El no desear la maternidad no significa que no me gusten los niños/niñas. De hecho, disfruto mucho la compañía de mis sobrinos, me gusta ver cómo poco a poco descubren el mundo y queman etapas que otros hemos superado con el paso de los años. Entre los descubrimientos relacionados con mi persona, me divierte el impacto que les provoca descubrir el tatuaje que tengo en la muñeca y la explicación fantástica que les doy sobre el manchón indeleble. También me enternece que cuando van superando los diez años, les da curiosidad saber por qué no tengo hijos. Ante mis respuestas, me miran preocupados y me dicen lo que realmente les angustia: “¿Pero quién te va a cuidar cuando seas viejita?”. Les respondo con la mayor ternura posible, me esfuerzo por tranquilizarlos y de paso les digo que muchas veces quienes más ayudan no son parte de nuestra familia.
El hecho de explicarme ante mis sobrinos me lleva a pensar en lo errada que puede estar nuestra definición de familia. Basta prestar un poco de atención a todas esas personas mayores que deambulan solas, torpes y desorientadas las calles de nuestras ciudades. Tener descendencia o familia no es garantía de nada, por eso sigo el consejo de la banda Pulp en la canción “Help the Aged” y trato de ayudar aunque sea fugazmente a esos viejos y viejas que me recuerdan que ellos fueron jóvenes como yo y que yo seré como ellos si tengo el privilegio de envejecer. No estaría mal que nuestras redes de cuidado trascendieran las fronteras de lo familiar, sería deseable que el bienestar ajeno se sintiera como una responsabilidad nuestra también.
IV
Cada año que pasa me acerco a la edad de ser biológicamente inapta para tener hijos y ante la angustia que esto puede provocar a conocidos y extraños, me he dedicado a leer algunas novelas sobre la maternidad. He dado principalmente con algunas escritoras jóvenes que hablan del tema, pero suelen mostrar visiones extremas de lo que es ser madre. O revelan preocupaciones y sentimientos aburridamente burgueses o plantean la experiencia desde una crudeza que no invita a la reflexión sino al espanto. Y lo más simpático es que muchas de estas autoras se pierden en obsesiones personales fomentando la perpetuación del yo a través de los hijos. Definitivamente no he encontrado nada allí que me ayude en mi búsqueda.
Por fortuna, gracias a recomendaciones e intuiciones he llegado a otras novelas, películas y series que me ayudan a comprender mejor mi postura frente a la maternidad, a captar la razón por la que me empeño en ser una hija sin hijos.
El bebé (serie televisiva creada por Siân Robins-Grace y Lucy Gaymer).
Lucy (novela de Jamaica Kincaid).
Aftersun (película dirigida por Charlotte Wells).
Primero llegué a El bebé, una serie que oscila entre el terror, lo absurdo y lo cómico. Trata de una mujer en sus treintas que observa con desconcierto y molestia cómo sus amigas son absorbidas por la maternidad. Se siente excluida y altaneramente desestima la faceta que transitan sus amistades, pero todo cambia cuando la protagonista en una extraña y sangrienta escapada de la ciudad se encuentra a un bebé que se niega a dejar su lado. Cada intento de abandonarlo desata una serie de muertes. En esta serie la maternidad se torna jocosamente en una maldición mientras destapa interesantes reflexiones en torno a la atadura social e individual que ha significado ancestralmente el ser madre. La maternidad vista desde la serie nos obliga a pensar en los múltiples yugos sociales que nos vendría bien cuestionar con la finalidad de comprendernos mejor y buscar formas menos opresivas de ser mujer.
Unos meses después de devorar los capítulos de El bebé, me regalaron la hermosa novela Lucy de Jamaica Kincaid. En ella ser mujer significa deambular en un campo de batalla que cruza cuestiones de clase, género y raza. Allí el camino de convertirse en una persona completa y libre pasa por aprender a estar sola, a no ser el eco de nadie, a saber en qué momento dejamos de ser hijas para ser nosotras mismas. Reconocer nuestra herencia y dejar lo que nos lastima es en esta novela la clave para ser un poquito más libres.
Finalmente, el pasado diciembre la película de Aftersun me ayudó a advertir por qué me sigue rondando el tema de la maternidad. Como es una de las películas más comentadas en los últimos meses no me detendré en explicar su trama, sólo diré que me fascinó la capacidad de la directora de plasmar ese confuso momento en el que los hijos queremos salvar a los padres, aquel desconsuelo de no poder calmar su dolor, la desesperación que desata darnos cuenta demasiado tarde de que es muy poco lo que sabemos de ellos como personas.
Gracias a esta película comprendí que lo que me hace ruido de la maternidad no es el rol de ser madre en sí, sino el de ser hija. Deseo tener claro ese rol, interpretarlo sin perderme entre la responsabilidad afectiva y el establecimiento de límites. Aprender a ser hija, aceptar lo que me fue legado sin ser el eco de nadie más.
En fin, sospecho que esta reflexión sobre la maternidad es sólo una manera más de no pensar en el inevitable chequeo médico que se aproxima. Me contentaré con que el resultado siga siendo: “Todo bien… por ahora”.
Llevo un par de semanas escuchando los discos de Leonard Cohen mientras trabajo en la computadora. Suelo ser más productiva con otros ritmos, pero en este momento no hay música mejor para entregarme a mis monótonas, pero extrañamente gratificantes, actividades.
Cierro un mes de trabajo intenso, de pequeñas metas que alcanzar y de frenar el flujo a los pensamientos obsesivos. Hace años que no me sentía tan en sintonía. Supongo que son las rutinas y los ínfimos logros del día a día lo que nos mantiene en ruta. Tú sabes de esto, por eso hacer pan, deporte y música es tu herramienta para salir de aquel agujero que nos es tan familiar.
Es curioso, ambos proyectamos una sombra de manías y hacemos de las pilas de dudas laberintos en los cuales perdernos. Como a mí, te gusta volver una y otra vez a las preguntas sin respuesta, tentar a la angustia y observar el mundo bajo la luz menos favorecedora. No tienes miedo a la parálisis que viene después del desencanto.
Tengo la sensación de que la mayoría de las personas confunde nuestro gusto por el desengaño con tristeza. Sin embargo, comparto tu idea de que para aprender a estar en el mundo necesitamos encontrarnos contra la pared y darle la bienvenida al insomnio.
Me gustaría pensar que no hay nada más vital, más esperanzador que esta actitud ante la vida. Por eso nos agrada tanto Cohen, ese poeta atascado que se hizo monje y años después volvió para hacer las paces y cantarnos sus canciones más obscuras. Por cierto, hay una canción suya en la que no puedo dejar de pensar, se llama “Famous Blue Raincoat”. Ahora sí que la había oído antes, pero no escuchado. La historia es tan compleja y simple a la vez, esa es su belleza. En el fondo lo que me mueve es esa necesidad de lanzarle unas líneas a un amigo que por alguna razón salió de nuestras vidas. ¿Puedo decir eso de ti? Con esta pregunta me cimbra la realidad: tú ya no estás. Sin aviso, ni despedidas, sólo silencio.
Hay cosas que no tienen solución y tu silencio es una de ellas. Supongo que al igual que Cohen en la rola que traigo colgada de la mente, sólo quiero decir: “Te extraño”. Me hace falta tu amistad epistolar, echo de menos hablar de la fauna literaria que tanto nos emocionaba. Los conejos blancos de Cortázar y los gatos del Hemingway. Hablar sin ton ni son de nuestros venenos, recetas y series animadas predilectas.
Llevo meses con tus poemas en mi escritorio, los resguardo en una de mis carpetas más queridas. Darles forma de poemario es el proyecto con el que quisiera darte las gracias por tu amistad, pero fracaso cada vez que intento arrancar. Conforme recorro líneas, se forman preguntas que quiero hacerte, me dan ganas de volver a decirte que disfruté especialmente tal o cual imagen, pero la creciente tensión de los músculos de mi mandíbula me recuerda la realidad inescapable.
Siempre pensamos que tendremos tiempo, supongo que sin semejante ficción no podríamos funcionar o navegar el mundo. Pensé que habría más tiempo, más años de amistad y correspondencia. Todo este tiempo no he dejado de pensar en cosas que contarte, me pregunto constantemente qué dirías de lo que escribo e imagino la forma que habrían tomado tus canciones.
Prometo que esta vez sí comenzaré tu poemario para terminarlo, aunque no logre quitarme la angustia de adjudicarme una tarea que nadie me encomendó ni me corresponde. No sé, siento que te lo debo, agradezco que te hayas cruzado en mi camino, aunque fuese tan efímeramente. Supongo que esa es la magia de la amistad, puede construirse a lo largo de décadas o suceder en un momento tal que dicho encuentro deja una marca para toda la vida.
Creo que al fin puedo releer tus poemas, al menos ya no me sobresalto ni me dan ganas de correr cuando veo a alguien que se te parece en la calle. Eso sí, lo haré imaginando que no he recibido noticias tuyas porque estás bien. Así solía ser, entre más feliz te sentías, más se espaciaban tus correos. Estoy segura de que me concederías esta mentira.
Sábado por la mañana. El cuarto de mis padres. Principios de los noventa.
No hay nadie en casa, la televisión es toda mía. Única regla autoimpuesta: evitar el canal 99. Según los rumores en la escuela en ese canal se ven escenas fugaces de “películas para adultos”. ¿Mito o realidad? Mejor no saber, lo que se dice que te pasa después de ver cosas “impropias” no lo amerita. Además, el universo adulto es aburrido.
Me gusta la televisión y no soy quisquillosa. Me he chutado hasta el funeral de Cantinflas, pero hoy es un día especial, es sábado y pondrán un programa sobre “sucesos inexplicables”. Todo lo místico y extraterrestre me fascina. Si creo en Dios, por qué no creer también en los ovnis, en seres magníficos horadando las líneas de Nasca o en gigantes prometeicos esculpiendo cabezas de piedra en la Isla de Pascua.
Esta es la última década del siglo XX y todo parece sacudirse. Se forman círculos misteriosos en campos de cultivo, los “avistamientos” son cada vez más frecuentes y en México no tardará en andar suelta una criatura llamada “El Chupacabras”.
Mientras espero a que inicie mi programa, doy un repaso a los demás canales. Algo me llama la atención: un grupo de niños ataca al que parece más débil, lo empujan y muere. Están en una especie de isla, no hay adultos y pese a lo que acaba de suceder ninguno parece afectado. Después de unos minutos de comerciales reinicia la transmisión y me entero de que la escena pertenece a una película basada en El señor de las moscas de William Golding.
Me atrapa la historia, comprendo la violencia entre niños. No hace mucho, Roberto, un compañero de clase con quien no recuerdo haber cruzado palabra, se acercó a mí a la hora del recreo para empujarme. Al parecer lo hizo porque “le gusto”. Me levanté del suelo como si nada, no sentí dolor, sólo una injustificada vergüenza. Los gritos de la “Miss” me hicieron percatarme de que mi brazo derecho imitaba la curva de una carretera, estaba fracturado.
No sé qué pensar de los niños, me desconcierta no conocer las razones por las que actúan como lo hacen. Los adultos están ahí, pero no ven o quizás simplemente en el fondo sigan siendo niños con disfraz de papás.
Gracias a este programa de TV se abrió en mi mente una nueva ventana para observar el mundo. El resumen en imágenes del libro de Golding me respondía muchas de las cosas que no comprendía de mi vida cotidiana (la violencia gratuita, por ejemplo). Ordenó y desordenó las ideas y explicaciones que le daba a las acciones de los otros.
Nueva afición: ver programas sobre libros. Las uvas de la ira, El gran Gatsby, La letra escarlata. No entiendo del todo de qué van los libros, pero intuyo significados, sentidos y conexiones.
Acto II. El infinito “continuará”
Vacaciones de verano. Finales de los noventa. La escalera de casa de mis papás.
Me he vuelto experta en leer cosas que no comprendo. Escuché a uno de mis hermanos decir que compró el libro El extranjero porque explica algo de la canción “Killing an Arab” de The Cure. Leí el libro del señor Camus, hay arena y un crimen.
Acabo de tomar prestado otro libro de mi hermano Rogelio: Generación X de Douglas Coupland. Me llama la atención porque en estas vacaciones David (mi otro hermano) y yo rentamos la película Reality Bites y justo hablan de esa dichosa “generación X”. Me gustó mucho la peli, sale el actor tan guapo de Antes del amanecer y la hace de pareja de una bellísima actriz con nombre extraño: Winona. Cuando sea grande me quiero cortar el cabello como ella.
Reality Bites se centra en los amores y desamores de un grupo de amigos recién salidos de la universidad. La protagonista está perdida, no sabe qué se supone que debe hacer con su vida. Sus amigos tienen trabajos mal pagados y siente miedo de encontrarse en la misma situación. Todos rechazan el acartonado mundo adulto, buscan su libertad, pero también están muy asustados. Tienen miedo del SIDA, de la rutina, el desempleo, de convertirse en sus padres o de decepcionarlos.
La película me hizo comprender que “crecer” no se limitaba a casarse y tener hijos, también era una promesa, una búsqueda, un infinito “continuará”. Pero ¿qué es lo que creen que van a encontrar? ¿Cuál es la meta? ¿Cuándo podemos decir: “he llegado”? Quiero respuestas, un mapa que me guíe y ayude a sortear las trampas en las que veo caer a los adultos que me rodean, por eso tomé el libro de Coupland.
Generación X no se parece a ningún otro libro que haya leído, trae viñetas cargadas de humor ácido y un delirante glosario en los márgenes. El libro cuenta la historia de unos jóvenes que me parecen sumidos en la depresión, el enojo y la frustración. A veces yo también me siento así, no sé explicarlo.
Uno de los muchos “conceptos” inventados por el autor se me quedó grabado:
Punto de engorde: Puesto de trabajo pequeño y abarrotado hecho de paneles desmontables y ocupado por miembros poco importantes del personal. Llamado así en recuerdo de los pequeños cubículos de los mataderos utilizados por la industria cárnica.
Yo no sé qué quiero, pero ciertamente no me apetece convertirme en una res con mirada perdida, engordando mientras espera la muerte. Una vez más un libro me da pautas para navegar los días.
La globalización y la cultura de masas me permite identificarme con algo escrito para un público de clase, nacionalidad y edad muy distinta a la mía. Se olfatea ya el cambio de siglo.
Acto III. (De)generaciones
Una mañana en la cafetería de la preparatoria. Año 2001.
Todos se arremolinan frente a la televisión, vemos una y otra vez caer las Torres Gemelas en Estados Unidos. Algunos festejan el “golpe” al país vecino, otros sollozan y yo no sé qué pensar. Me angustia un poco no distinguir si las imágenes son reales o escenas de una película. Me inquieta lo entretenido que nos resulta todo esto.
Mi personalidad cada vez está más clara, soy una persona pesimista pese a todos mis esfuerzos por ser más ligera o alegre. Consumo sin orden o mesura todo producto audiovisual que se pueda etiquetar como alternativo. Películas como El Club de la pelea o Corre Lola corre, canciones como Do the Evolution o la caricatura Daria refuerzan mi óptica sombría.
La noción de la generación X me hace sentir cobijada, pero al mismo tiempo me aleja de lo que me rodea. Me siento desilusionada del mundo adulto y no existo dentro de las aulas o los pasillos de la escuela. No sé qué está mal conmigo, ¿salí defectuosa? No le digo a nadie que me siento como el cantante de Radiohead en el video “No Surprises”. Me ahogo, pero no quiero que mis hermanos me delaten, no quiero decepcionar a mi papá, no quiero hacer llorar a mi mamá.
No alarms and no surprises / no alarms and no surprises/ silent
Acaba de empezar el siglo y siento que mi mundo se cae a pedazos. Dramatismo adolescente, no cabe duda. Todos seguiremos adelante sin darnos cuenta. Continuarán las crisis económicas, pero nos harán sonreír las promesas de bienestar y el internet. Tendremos el juego de la viborita en los celulares, Napster y pasaremos cada vez más tiempo en el reino de la www.
Acto IV. (Neo)nostálgicos
Miércoles por la noche. Cafetería en la Colonia Portales.Año 2023.
Tengo las uñas un poco moradas por el frío, pero no quiero volver a casa sin corregir el artículo que me acaban de dictaminar. Los comentarios son positivos, pero solicitan algunas modificaciones. Para la elaboración del texto recurrí al libro Zeitgeist Nostalgia de Alessandro Gandini. Me gustó, hay frases e ideas que hacen eco en mí.
Gandini habla de las cafeterías abarrotadas de gente trabajando, teniendo juntas o con la cara sumida en la computadora. Tomando café de una taza o vaso que parece inagotable. Plantea que hoy trabajar mucho no necesariamente significa tener un empleo. No puedo evitar pensar que el presente que vivimos se parece poquísimo a lo que imaginé que iba a ser el futuro, mi vida adulta.
Quizás hoy no vería con tanto desprecio un trabajo en un “punto de engorde”, tendría un salario fijo, aguinaldo, odiosas fiestas de oficina, uno que otro jefe cretino, pero también estabilidad, quizás hasta seguro de gastos médicos y jubilación. Qué bien nos vendría un poco de esa vida aburrida que abrumaba al Thom Yorke que cantaba No Surprises. “El vato literalmente se estaba ahogando en una pecera con agua”, pienso.
Qué paradoja, ¿no? En tiempos ilegibles y violentos en el que nuestras vidas penden de un hilo, estabilidad y monotonía suenan a paraíso en la tierra. Lamentablemente, las cartas están marcadas, tenemos poca incidencia en el asunto sin importar el pensamiento “positivo” que nos quiere imponer el mindfulness, el coaching y la ideología del emprendimiento.
Ser adultos no resultó ser como temíamos, sino un poco peor. Entramos a la vida adulta, inexpertos y anhelantes como cuando se entra al mar. Pero ese mar nos revuelca en cuanto nos sentimos confiados. Nos hace girar 180 grados hasta que rozamos el fondo con los dedos y nuestras piernas revolotean hacia el cielo. Ser adulto es el trago de agua salada (y sucia) que deja un ardor que te recorre desde la nariz hasta la parte de atrás de la cabeza. Es una aguamala lacerante en Puerto Marqués.
Lo único que me reconforta es el hecho de que ésta no es una experiencia exclusivamente generacional, pienso que más bien es un fenómeno universal y ahistórico. Una especie de hambre existencial que siempre ha acompañado al ser humano sin importar época o condición. Es como si cada uno de nosotros fuera dotado al nacer de su propio mar obscuro y subterráneo, un abismo que no vemos, pero intuimos. ¿De qué hablan si no de esto La región más transparente de Fuentes, El primer hombre de Camus o el cuento Bienvenido Bob de Onetti? Bueno, no sé, puede ser que siga sin entender los libros que leo.
Vuelvo la vista a las hojas sobre la mesa. Es tarde y tengo frío. Mejor cierro este asunto y me voy a avanzar en los pendientes de mi segundo trabajo. No me quejo, es lo que hay y me basta.
¿Qué es el amor? ¿La irrefrenable fuerza que te hace correr tras una persona? ¿Es un salto al vacío? ¿Un abandono de uno mismo? ¿Dónde habita el amor? ¿En los grandes gestos? ¿En demostraciones públicas de afecto o arreglos florales?
Si bien desde niña comprendí lo que era el amor dentro del entorno familiar, poco sabía del amor romántico. El primer retrato idealizado de una pareja enamorada me lo regaló la televisión cuando mientras cambiaba los canales me topé con la película Antes del amanecer (1995).
No la empecé a ver desde el inicio y no comprendía del todo de qué hablaban los protagonistas, pero mi recuerdo de la trama es el siguiente: un joven estadounidense viaja en tren (es la primera vez que sale de su país) y allí conoce a una chica francesa con la que comienza a platicar sobre libros, música y, obviamente, el amor. El joven parece querer sacudirse las expectativas que los demás han depositado en él. En la mirada de la chica vislumbra una puerta hacia su “verdadero yo”. Ella es mucho más culta que él, lo cuestiona y aleja de los márgenes de lo conocido. Miradas anhelantes, camaradería y sonrisas colman cada uno de sus momentos juntos.
La escena que recuerdo más claramente se desarrolla en una tienda de discos en la que hablan risueñamente sobre cantantes y bandas para finalmente entrar a una cabina para escuchar a Nina Simone (de esto último no estoy segura, quizás mi memoria me engaña). Cada día que pasa los acerca a una separación inminente, pero justo en este momento donde el amor empieza a tornarse amargo, tuve que apagar la tele porque mi mamá me pidió que le ayudara con alguna tarea doméstica. Para mi mala suerte, no volví a encontrar la cinta a pesar de que durante los días que siguieron estuve atenta a la programación.
Aunque nunca conocí ni su principio ni fin, esta película de amor juvenil me marcó profundamente. Comencé a pensar que el amor era algo que nacía inesperadamente, algo sin explicación que dependía en gran medida de la casualidad. A la luz de Antes del amanecer enamorarse era viajar, charlar, compartir música y libros, caminar por la ciudad. El amor significaba una posibilidad de descubrirnos a nosotros mismos a través de la mirada de otro ser humano.
Con este primer conjunto de pistas sobre el amor navegué durante mi adolescencia y fui agregando otras referencias que iban desde la trágica historia del Dr. Zhivago, pasando por el complicado amor de Leilana y Troy en Reality Bites, hasta llegar a John Cusack con gabardina y grabadora en Say Anything.
Unos años después, ya en la universidad, me entusiasmé al ver anunciada la secuela de Antes del amanecer e invité a mi mejor amiga a verla. En esta película el par se reencuentra por casualidad en París. Los dos cargan con más de un fracaso amoroso y sus vidas adultas se muestran distintas a lo que ellos soñaron, pero el amor y Nina Simone son nuevamente la antesala de la felicidad. Recuerdo que salí contenta del cine, la historia me seguía atrapando (algo que no sucedió con la tercera parte de la saga).
Y cómo no iba a hacer eco en mí esta versión del amor si en mis 20´s pensaba que éste habitaba en todas las tardes de lluvia o en cualquier mirada furtiva. No por nada encontraba en películas como Alta Fidelidad, Allegro, Los paraguas de Cherburgoo Noches Púrpuras el lenguaje que componen lo que llamo para mí misma “el lado A del amor”.
¿A qué me refiero con “lado A”? Bueno, lo relaciono con las dos caras que tenían los vinilos o los casetes. En el lado A de los sencillos musicales se ubicaba la canción que tenía más probabilidades de convertirse en un éxito, mientras que el lado B solía contener canciones secundarias de relleno que supuestamente carecían de ese punch de la canción principal. Si bien las caras A realmente contenían las canciones más pegajosas y que más rotaban en la radio, existieron lados B que superaron el éxito de la canción principal y sin los que la historia de la música sería otra. ¿Qué sería de nosotros sin lados B como Hound dog de Elvis Presley, Green Onions de Booker T & The MG´s, Revolution de los Beatles, You Can´t Always Get What You Want de los Rolling o We Will Rock You de Queen?
Bueno, a lo que quiero llegar es que como en los sencillos musicales, el amor tiene (como mínimo) dos lados: uno vistoso, emocionante y lleno de luces. Y otro un poco más peliagudo, complejo o menos ligero. El “lado A” lo suelo pensar como ese primer momento de descubrimiento y emociones desbordadas y el “lado B” es lo que viene después de los primeros meses o años del enamoramiento, otra forma de amor con tiempos o intensidades distintas. Tengo la impresión de que la cultura de masas, al menos con la que yo crecí, le ha dado más tiempo al primer lado del amor. Son pocas las películas que nos hablan de la monótona vida en pareja o relaciones de largo aliento, salvo que sea para hablarnos de la destrucción misma del amor o de “segundas oportunidades”.
En mi caso, el “lado A” del amor me inclinó a enamorarme de todo y de nadie al mismo tiempo. Y más que encontrarme, me da la impresión de que me perdí. Quizás por ello no he vuelto a ver Antes del amanecer a pesar de que tengo el DVD en casa. Sospecho que este cuento de amor que tanto significó para mí, hoy me parecería chocante y un tanto ridículo. Prefiero conservar el relato que me he hecho de él con todo y sus huecos, dejar intacto aquello que sirvió de base para mi mito personal del amor romántico.
B
¿Y si hubiese tomado la llamada? ¿Y si la vergüenza no me hubiera impedido decir lo que sentía? ¿O si el orgullo no me hubiese impedido pedir perdón? ¿Qué tal si lo hubiese apostado todo? Una infinita variación de preguntas de este tipo suele atormentarnos a lo largo de la vida adulta. Es una inclinación a internarnos en el agreste terreno del “Si hubiera”.
La incógnita de lo que no fue o de lo que podría ser nos acecha e impide que hagamos las paces con nuestras decisiones. Imaginamos otras vidas, latitudes o amores como si dentro de nosotros se ocultara un sinfín de personas, como si nuestro rango de movimiento y experiencia fuese infinito. No obstante, considero que lo que nos seduce de la sonrisa de una persona desconocida no es lo que ofrece en sí (atención, amor, pasión, ternura, compañía), sino lo que puede “desbloquear” en nosotros.
En repetidas ocasiones creemos que una nueva historia amorosa puede servirnos de hoja en blanco para poder dibujar un “yo” más cercano a nuestros deseos. A nadie le gusta sentirse atrapado o estancado, por ello recurrimos a la fantasía, coqueteamos con el dulce sueño de la posibilidad, el arrebato y la novedad. Nos reconforta pensar que tenemos opciones y que probablemente los malestares que padecemos no son del todo nuestra responsabilidad, simplemente estamos con la persona equivocada o necesitamos un cambio de aire.
Sin embargo, el amor como redención no necesariamente es la mejor forma de reconciliarnos con la realidad. En todo caso depositamos una serie de expectativas y responsabilidades en una nueva relación o persona. Este amor como evasión placentera puede transformarse rápidamente en un mar en el que nos diluimos.
Reconozco que la dimensión del “Si hubiera” en pequeñas dosis puede darnos ánimo para enfrentar el día a día, pero en exceso puede devenir en un mecanismo para ocultar un hecho doloroso pero innegable: somos mucho menos de lo que quisiéramos, no nos caemos tan bien a nosotros mismos (al menos no todo el tiempo) y somos mucho más aburridos de lo que nos gustaría pensar.
La monotonía, las batallas por nimiedades, los reclamos y las cuentas pendientes son parte indisociable del “lado B” del amor, y no nos gusta observarlo detenidamente porque pone en evidencia algo que nos incomoda: nuestros límites. Tengo la hipótesis de que cuando se habla de estar cansado de la pareja o de una relación amorosa, en realidad estamos cansados de nosotros mismos, estamos aburridos y optamos por taparnos los ojos mientras saltamos a un torbellino emocional.
Puede que suene a una versión empobrecida del amor, pero más bien se trata de comprender la complejidad, ciclos y espacios del amor. Vivir por etapas el “lado B” del amor no es la muerte de éste, sino su continuación con otro ritmo y colores. Abrazar las diversas caras del amor sirve para reeducarnos sentimentalmente, aprender a confiar en que los momentos en los que falta sincronía son pasajeros, a reconocer que la crisis existencial de la otra persona no siempre es una afrenta contra la vida compartida, a tener claro cuando terminamos nosotros y comienza el otro, a pedir tiempo para perderse y a tener paciencia cuando la otra persona se pierde y necesita encontrar su camino de vuelta a nuestro lado.
En fin, ésta es mi experiencia que para nada tiene que ser compartida o deseable.
P.S. Y como todo lo paso por el filtro musical, acá dejo mi playlist de ambos lados del amor.
Cuando no tenía idea de quién quería ser, y mucho menos de quién era realmente, fue en la pantalla de televisión donde encontré un lugar para eludir lo que sí tenía claro que no me gustaba. Básicamente, construí mi personalidad en oposición a una serie de expectativas sociales, me hice adulta en permanente estado de batalla. No es el camino más sabio hacia el autoconocimiento, en todo caso es agotador, pero cuando estamos extraviados lo primero que debemos saber es de qué nos queremos alejar.
De niña sólo escuchaba la música que se oía en mi casa. Durante los fines de semana daba oídos sin reparos a las canciones predilectas de cada uno de los integrantes de mi familia. Una selección que incluía por igual a Trigo Limpio, los Beatles, Juan Gabriel, Metallica, Yanni y los Doors.
Fue hasta la primaria cuando empecé a desarrollar lo que yo llamaría un “disgusto musical” propio. Empecé a reaccionar negativamente a cierta música y recurrir a cualquier cosa distinta a eso que me provocaba repelús. Mi primer “disgusto” fue provocado por el frenesí mediático de las boy bands, simplemente las detestaba. Por suerte, esa misma industria de entrenamiento que hacía que mis coetáneas perdieran la cabeza y sus “domingos”, me brindó una forma de escape: el brit pop.
Mi camino hacia el “pop bueno” (Jarvis Cocker dixit) estuvo plagado de minas explosivas. Primero, llegué a lo más comercial: las Spice Girls y su sencillo If You Wanna Be My Lover. Sin ser mi ideal musical, la actitud de estas inglesas me parecía más atractiva que la de alguien como Fey y mucho menos melosa que cualquier canción de Savage Garden. Nunca tuve un disco de las Spice, supongo que dentro de mí sabía que no eran lo mío, aunque debo confesar que sí obligué a uno de mis hermanos a que me llevara al cine a ver Spice World.
Mi primera estación hacia el pop británico fue vergonzosa, pero pasajera. Muy pronto, gracias a las “listas de éxitos” y “top 10” de videos musicales en MTV, descubrí a Oasis y a Blur. Dos bandas cuya enemistad me provocó varios dolores de cabeza puesto que mi ingenuidad me hacía pensar que tomar partido era necesario, como si mi opinión les importase un comino. Pero bueno, esa es la magia de los fans, nuestra lealtad nos hace sentir parte de “algo”. Durante varios años este tema me obsesionó e iba cada tanto al Sanborns para hojear las revistas Q y Mosca con el objetivo de seguir las trifulcas entre Damon Albarn y “los Gallagher”.
Viví esta rivalidad entre Blur y Oasis con una intensidad tan ridícula como aquella que la generación de mediados de los sesenta experimentó durante la guerra entre las tribus mods y rockers. Aunque hoy admito que Blur es superior musicalmente, en ese momento concluí que Oasis era mejor banda a un nivel emocional y comencé a imitar la vestimenta de Liam Gallagher: rompevientos con cuello Mao, lentes redondos a la Lennon, playera del Manchester (pirata, claro) y botas una o dos tallas más grandes para que se vieran “toscas”. Esta fue la primera de varias metamorfosis musicales que experimenté a lo largo de mi búsqueda por un gusto musical propio.
Mi segundo cambio de piel se dio al inicio de mi adolescencia, etapa en la que necesitaba música para no escuchar a los demás y canciones para ahogar esos pensamientos que me hacían sentir en los márgenes de mi propia vida. Así apareció Korn, una banda de un-metal gringa cuyas letras me eran casi incomprensibles pero que me gustaba porque desconcertaba a los adultos que me rodeaban. No se necesitaba ningún conocimiento del inglés para percibir la violencia y enojo contenido en los alaridos del vocalista. Aunque nunca pude copiar el look de la banda porque parecían salidos de un comercial de la prohibitiva marca Adidas, sí usé pants aguados cuyas deshilachadas bastillas proyectaban una imagen tan desprolija que sacaba úlceras a mis padres.
La ira se sosegó en mi tránsito a la preparatoria y retomé mi marcha hacia el “buen pop”. Empecé a escuchar a Eagle Eye Cherry, los Strokes, Pulp, Stone Roses, Julieta Venegas, Texas y a otras artistas de eso que llamaron el girl power. En esta nueva etapa aparentemente más luminosa de mi vida, intenté degrafilarme el cabello como Björk, me lo pinté color zanahoria como Sheryl Manson (vocalista de Garbage) y abusé del delineador negro en los ojos. Ésta fue mi última mutación musical que pasó por cambiar mi forma de vestir o actuar.
Rememorando parte de mi accidentado camino hacia la adultez y la evolución de mi «disgusto musical», encuentro fascinante la manera en la que vaciamos etapas completas de nuestras vidas en bandas, géneros musicales o canciones que nunca podremos desligar de “ese” momento. La música también es el lugar donde habitan nuestros “yos” del pasado, una dimensión inalterable en la que persiste la memoria.
II.
Es martes por la noche, estoy en mi cafetería favorita y ni el frío me desanima a ocupar la mesa que está en la banqueta. Siempre he venido sola y planeo que siga siendo así, temo que cualquier cambio en mis hábitos trastoque la magia de este rincón. Es mi lugar para leer o escribir porque la selección musical es idónea para estas labores: puro postpunk. Sin embargo, hoy que es un día especial porque estoy a unas páginas de terminar Pop bueno, pop malo de Jarvis Cocker (vocalista de la banda Pulp), la música que sale de la bocina es la de alguna lista de éxitos de los ochenta y noventa: Brian Adams, Tears for Fears, Bananarama, los B52´s y Roxette.
Esta variación en la música me desconcentra, siento la tentación de refugiarme en mis audífonos y reproducir las canciones que he descargado en el celular para casos de emergencia. Pero justo cuando estoy teniendo esta ridícula batalla interna, el semáforo de la esquina más cercena al café cambia a rojo, obligando a un repartidor de Rappi a detener su moto. Inmediatamente reconozco la canción que lo hace menear la cabeza de un lado a otro y lanzar una sonrisa a algo o alguien que los demás no podemos ver. Se trata de Careless Whisper de George Michael, una canción sobre engaño que muchas veces ha pasado por rola romántica. Después de unos minutos, el semáforo pasa a verde y esta persona se aleja alegremente por la avenida. Sin darme cuenta, ahora también yo sonrío.
Me bastó esa brevísima escena para recordar lo importante que es la música con la que crecimos, reímos o lloramos. Ésta, aunque sea por unos minutos, revoca las leyes de gravedad, nos hace flotar por encima de los problemas, regalándonos un momento de consuelo y disfrute.
Guardo mis audífonos y abrazo la idea de escuchar sin muecas estos éxitos del ayer. Aunque no es música que reproduzca por motu proprio, conozco la letra de la mayoría de las canciones y casi todas me recuerdan situaciones, personas y emociones que hoy son parte de mi pasado. Esta música es una especie de banda sonora no autorizada de mi vida.
El libro de Jarvis Cocker me ha hecho recordar que mientras crecemos estamos expuestos a una infinidad de influencias musicales que, nos guste o no, se quedan en nosotros para siempre, nos habitan (¿o las habitamos?) y son parte importantísima del conjunto de accidentes, circunstancias y vivencias que nos forman.
La necesidad de trabajar, las fechas de entrega y las horas facturables nos obligan a navegar entre los dos extremos del día. No importa si somos personas más productivas bajo el efecto de la primera taza de café o bajo una luz artificial encendida a medianoche, la vida adulta nos hace adaptarnos y aprendemos a dominar nuestro sueño. Sin embargo, pese a esos horarios artificiales, la mayoría de las personas tendemos a pertenecer a la tribu de los madrugadores o a la de los noctámbulos. Yo soy miembro del primer club, lo mío es la “desmañanada”.
Desde que iba a la primaria he encontrado en la penumbra matutina una suerte de rebeldía y de alegría secreta que no puedo disociar de los primeros chispazos de mis obsesiones y sueños. La primera vez que me desperté conscientemente a horas en las que todos dormían fue para estudiar para un examen sobre placas tectónicas. Después de planchar mi rasposo uniforme de escuela oficial, extendí mi cuaderno sobre el “burro” y me senté en la orilla de la cama.
Eurasia: zona geográfica que se extiende desde España hasta China. Esta área comprende los continentes de Europa y Asia unidas. Es la masa continental más grande del mundo.
¿Era la sed de conocimiento la que me motivaba a repasar a esas horas? Para nada, simplemente el día anterior había preferido jugar en lugar de estudiar. Paradójicamente, fue la irresponsabilidad la que hizo posible que creara el hábito y disciplina de levantarme temprano.
Así, la madrugada rápidamente se convirtió en una grieta en el tiempo que era sólo para mí, un momento en el que yo existía fuera de la mirada adulta, un espacio en el que creaba un mundo secreto, y por tanto, muy mío. Ese estar despiertas a horas en las que debía estar durmiendo, también me puso en contacto con el “enajenante” mundo de la cultura de masas que tantas úlceras le sacó a los pensadores de la Escuela de Frankfurt.
Mientras cursaba la secundaria la buena fortuna me sonrió y mis papás me dejaron tener una televisión en mi cuarto. El flechazo con la “caja idiota” fue inmediato: el zumbido que emitía al encenderse y los segundos de explosión que llevaban a la barra de colores estáticos, servían de portal hacia otro mundo que me arrancaba de mi habitación.
No me importaba el programa que se transmitiera, disfrutaba incluso cuando ponían el himno nacional y más de una vez miré un críptico programa de discusión política en el que se hablaba de partidos, elecciones, crisis económicas y muchas otras cosas que hasta la fecha sigo sin comprender del todo. Me divertía jugar a ser adulto, escuchar palabras irreconocibles y estudiar los gestos en exceso histriónicos de los comentaristas. Pero este juego era la antesala del verdadero ocio: ver caricaturas.
Mi devoción a la Santa Trinidad (Don Gato, La Pantera Rosa y Los Picapiedra) llegó a tal grado que comencé a dormir con el uniforme puesto para exprimir al máximo esos momentos frente a la televisión. No tardaron en descubrirme alguno de mis papás, pero pese al regaño producto de mis estratagemas, este pequeño percance no interrumpió mi affaire con la pantalla chica.
Mi adicción sólo empeoró con los años, alcanzando su cumbre con la llegada de la tele por cable. En especial, fue el arribo de MTV lo que me trastocó para siempre con esos comerciales bizarros y programas desquiciados que hoy serían políticamente incorrectos y sólo serían transmitidos por algún canal de YouTube. No me queda duda de que fueron los videos musicales los que me condenaron. Esa cámara y narrativa tan característica de los noventa, la sobrexcitación visual, la fascinación macroscópica, la aceleración y la sucesión de planos fueron parte de la magia negra que me mostró otros universos, transformándome de manera radical.
Como muchas personas de mi generación, soy producto de las crisis político-económicas y de la cultura de masas. Son incontables las lecciones de vida que me brindó la televisión. Mucho de lo que pienso sobre el amor, la música, la literatura, el arte y el mundo proviene de la pantalla chica. Sonaría mejor decir que mi educación sentimental se remonta a mi lectura de los clásicos y no a las horas que pasé viendo Viajeros en el tiempo o Scooby Doo, pero sería una impostura.
Estoy plenamente consciente de que la televisión y la industria del entretenimiento masivo tienen aspectos muy negativos como la reproducción de visiones clasistas, sexistas y racistas del mundo. Puedo afirmar que esta cultura fomentó en mí expectativas irreales de la vida, promovió desórdenes alimenticios e incluso es “culpable” de mi primera borrachera solitaria a los 14 años. Pero en estos tiempos en las que florecen discursos moralizantes en contra de la industria del entretenimiento, prefiero concentrarme en lo positivo de ésta. La cultura de masas no sólo significa enajenación en beneficio de los poderes e intereses dominantes, también ha poseído un potencial libertario que en más de una ocasión se ha sabido aprovechar.
La televisión estimuló mi curiosidad e imaginación, puso el mundo a mi disposición, significó una herramienta a la vez de proyección, así como de creación de identidad… en resumen, me parece que me ha hecho más bien que mal.
Y bueno, se suponía que este largo romance con la cultura de masas serviría para hacer un texto breve, pero sin querer se ha convertido en una serie de textos sobre las dimensiones desconocidas que me develó la llamada, inmerecidamente, “caja idiota”: el amor, la música, el cine y la literatura.
No sé cuándo fue la primera vez que su presencia me perturbó. Sin duda llevaba años en construcción, pero las largas temporadas en casa durante la pandemia me impidieron apreciar los toques finales que lo hicieron sobresalir. Estoy hablando de un rascacielos, desangelado como la mayoría, que me sigue a donde voy. Su existencia me malhumora.
Si bien la zona en la que vivo cuenta desde hace años con infames city towers y condominios por todos lados, hasta ahora ningún rascacielos había interrumpido tanto mi panorama. Lo veo cuando estoy en la universidad, cuando voy a la librería, lo observo desde la azotea, lo distingo de reojo cuando camino al parque o cuando voy al cine. Me molesta poder verlo a kilómetros de distancia, en puntos tan diversos de la ciudad. A más de una persona le he sacado una sonrisa cuando hablo de mi perseguidor. Pero más allá de esta antipatía por un edificio que ni siquiera sé dónde se ubica, creo que mi relación con él puede servir como metáfora de la reacción que tenemos frente a los procesos de gentrificación.
Muchas veces depositamos nuestra ira en el lugar equivocado. Nos desagrada el homogéneo estilo global que asociamos con la gentrificación. Nos disgustan las terrazas que invaden la banqueta e impiden el paso de peatones, los locales de cerveza artesanal o la panadería vegana con precios prohibitivos. Creemos que los enemigos son el barista con su café de especialidad, los extranjeros que rentaron un departamento a través de Airbnb o cualquier persona con tez más blanca que la mayoría de los habitantes de la zona. Y si bien es probable que estas personas tengan una mejor posición económica, no son los culpables de la gentrificación. Ellos no son los billonarios que desarrollan la ciudad, ni tienen un puesto en el gobierno, ni impulsan la «revitalización urbana».
Insisto, colocamos en el lugar equivocado nuestro enojo. Es como cuando culpamos de todo al neoliberalismo. Es cierto que éste tiene la culpa de muchos males contemporáneos, el diagnóstico es correcto, pero es reduccionista y a la vez demasiado abstracto. Esta mirada, aunque direccionada hacia el lugar correcto, está desenfocada y provoca que ignoremos la presencia de alternativas. Nos sentimos bien al indignarnos, pero fácilmente perdemos el impulso de imaginar alternativas frente a las trayectorias actuales.
La geógrafa feminista Leslie Kern recomienda no obsesionarnos con los síntomas de la gentrificación, y sugiere, en cambio, seguir el rastro de dinero que deja este proceso. De lo contrario, perdemos de vista el esquema financiero y las dinámicas de poder que permiten la gentrificación.
Yo al depositar mi atención en ese odioso rascacielos, desatiendo lo que sucede en mi propia demarcación. Hace unas semanas, por ejemplo, se hizo pública la existencia de un “cártel inmobiliario” en la Alcaldía Benito Juárez, cuyos miembros son parte de la cúpula capitalina del conservador Partido Acción Nacional. Este grupo durante más de 15 años ha recibido sobornos millonarios a cambio del otorgamiento de permisos de construcción ilegales. Funcionarios, constructores, inmobiliarias y empresarios están involucrados en el escándalo. Terrenos cuyo uso sólo permitía la construcción de tres niveles de edificación y nueve viviendas, son hoy condominios de siete niveles con 24 viviendas.
Pero, en corto, ¿qué es la gentrificación? Bueno, ésta es una estrategia urbana global cuya finalidad es expandir nuevos mercados. Y los jugadores son: un Estado empequeñecido que incentiva el lucro de particulares, corporaciones, bancos, inversionistas privados, agencias de bienes raíces, constructoras, inversión extranjera, así como funcionarios públicos corruptos.
Nuestra relación con la gentrificación es complicada. Damos la bienvenida a algunos cambios, mientras tememos otros. En mi caso, si bien me alegra que se planten más árboles, me da muy mala espina cuando se levantan bardas en espacios públicos como estrategia contra la delincuencia.
Para aclarar nuestro rol dentro de este complejo proceso urbano, Leslie Kern recomienda hablar de las maneras en las que nos afecta directamente. Ella sugiere dos:
Afecta a quienes son físicamente desplazados de la zona, ya sean reubicados a la fuerza o al no poder pagar rentas al alza.
Tiene un impacto en la calidad de vida y sentido de pertenencia de quienes permanecen. En este caso, los lugares pueden ser menos rentables o diversos culturalmente, se pueden privatizar los espacios públicos, se encarecen los servicios básicos, escasea el agua y aumentan los espacios vigilados.
Kern habla de estas dos afectaciones, pero reconoce que cada proceso de gentrificación tiene sus particularidades y que las consecuencias específicas dependen de cómo las personas están situadas en relación con sistemas de poder como género, sexualidad, raza, clase, edad, etc. También advierte sobre la facilidad de caer en la trampa de romantizar a los residentes originarios o demonizar a los recién llegados.
Pese al imperante sentimiento de desposesión que nos provoca la gentrificación, como individuos tomamos decisiones sobre cómo actuar dentro de los sistemas de poder. Y en este sentido, Kern recomienda identificar el rol que jugamos en lo que Deepa Iyer llama “el ecosistema del cambio social”. La finalidad de este ejercicio es observar los espacios profesionales, personales, educativos, geográficos, religiosos, sociales, institucionales e informales en los que nos movemos. Éstos son nuestras esferas de transformación comunitaria a un nivel muy básico, pero concreto.
Podemos tomar decisiones responsables de consumo, defender espacios públicos, denunciar el alza de rentas u hostigamiento por parte de arrendadores, solicitar la creación de más comedores comunitarios y de refugios para gente sin hogar. Incluso, tomarnos cinco minutos para conocer a nuestros vecinos, puede ayudarnos a comprender que los problemas que consideramos individuales son también comunitarios y, con un poco de voluntad, podemos crear relaciones de cuidado, fondos comunitarios y cooperativas. Quizás así, podamos contribuir a que todas las personas gocemos del derecho humano de contar con un hogar.
Un sentimiento común que reconocemos, un lazo invisible que nos une y nos da a entender que sólo somos peces amarrados de la cola a otros peces.
Nona Fernández
I
Los óvulos anticonceptivos disminuyen la probabilidad de embarazo de un 80% a un 90% si se combinan con otros métodos de prevención. Si bien no es una protección comparable a la de un preservativo, durante ocho años había sido un método efectivo para mi madre. Vaya sorpresa que se llevó al percatarse de que se encontraba, una vez más, embarazada. La vida de mi familia en 1986 transitaba un placentero momento de tranquilidad. Mis hermanos abandonaban la infancia para llegar a la pubertad, mi madre perseguía sus proyectos profesionales y mi padre tenía un empleo en el Politécnico que pagaba poco, pero lo hacía feliz. La inesperada noticia de mi madre interrumpiría esa armonía porque, además de las implicaciones obvias de un embarazo no planeado, éste era riesgoso e incluso desaconsejado por los médicos. Pese a todo mal augurio, mi mamá decidió apostar por mí, un “algo” que crecía en sus entrañas contra todo pronóstico.
Nací el Día de los Niños Héroes de 1986. Mi madre y yo apenas resistimos la cesárea. Pasé mis primeras semanas en una incubadora rodeada de médicos que no paraban de recordarles a mis padres todas las posibilidades de que no “saliera adelante”. Y peor aún, auguraban que en caso de sobrevivir tendría graves problemas psicomotrices. Las semanas se convirtieron en meses de preocupación, sin embargo, el tiempo haría evidente que los doctores no atinaban a encontrar ni su estetoscopio, aunque colgara éste de su cuello.
Mi papá dejó su empleo soñado para irse a un lugar donde podría ganar más dinero, mi mamá abandonó su trabajo y mis hermanos vieron invadido su “reino”. Pese a que mi llegada implicó que las atenciones y cariños se tendrían que dividir entre más personas, mis hermanos ansiaban conocerme. Cuando salí del hospital, mi hermano David estaba embelesado con su frágil hermana menor. Me llevaba de arriba abajo con el rostro iluminado por la alegría y el orgullo, un amor documentado en las fotos que se conservan de ese año.
No hay duda de que tuve la fortuna de llegar a un hogar lleno de amor. Mi hermano Rogelio recuerda que mi mamá pasaba las tardes bailando conmigo en brazos, cantándome Niña de agua. ¿Quién si no Patricia Almanza entregaría todo su corazón a una bebé enferma? Esta balada interpretada por Ana Belén dice: “No es que los días no estuvieran llenos/Para la ternura siempre hay tiempo/Ya está el rompecabezas amarrado/Fue la pieza que andábamos buscando”. Así, con esa naturalidad reflejada en la letra de la canción, mi madre me ofreció todo sin reparos.
Por su parte, mi papá salía de trabajar desde muy temprano y regresaba a una hora en la que yo ya estaba preparada para dormir. Empero, cada noche esperaba con las luces apagadas su llegada, espiando la luz que se filtraba por el rellano de la puerta hasta que por fin él entraba sigilosamente para darme las buenas noches y preguntarme: “¿Hasta dónde me quieres? ¿De aquí al cielo?”. “Más”, decía yo. “¿De aquí a la Luna?”, insistía él. “Mucho más”, era mi respuesta. Esta pregunta lanzada varias veces era el pretexto para que juntos imagináramos planetas, galaxias y universos cada vez más lejanos. No sé cuántos minutos dedicaba mi papá a este ritual, sólo sé que para mí era justo lo que necesitaba para dormir cada noche con la seguridad de que él siempre estaría ahí para protegerme.
II
Pese a que el departamento en el que vivíamos era independiente de la casa de mi abuela Cleofas, podíamos disfrutar de las visitas que le hacían los fines de semana mi alegre y cariñosa Tía Lourdes, así como mi Tío David, quien me hipnotizaba con sus historias de viaje a lugares que yo sólo había visto en un globo terráqueo. No obstante, la presencia permanente era la de mi abuela. Tuve el privilegio de pasar tardes enteras en su estudio admirando sus repisas repletas de fotografías, recuerdos y otros tesoros mientras ella pintaba al óleo y miraba de reojo a Bob Ross en la televisión. No recuerdo que habláramos mucho durante esas horas, ni hacía falta, a su manera mi abuela me hacía un huequito en su espacio más querido, aquel en el que bajaba la guardia.
En esos días de niñez tampoco podía faltar mi Tío Sergio, quien pese a tener fama de enojón, jugaba conmigo durante horas y me compartía su amor por los libros y la serie de Arsène Lupin que se transmitía en esos años en la televisión pública. El universo de mi tío no se parecía al de nadie más: su tablero de ajedrez contrastaba con el enorme poster de la despampanante Marilyn Monroe, sus novelas sobre jóvenes rebeldes en Estados Unidos convivían sin problemas con revistas sobre la Unión Soviética, la traducción Reina Valera de la Biblia y uno que otro manual de física. Gracias a él crecería en mí el amor por los idiomas y un asombro no intelectualizado por la música clásica.
La buena fortuna de crecer en una casa llena de vidas, ideas y trayectorias tan disímiles sólo es comparable con la suerte de crecer en La Portales. Acompañar a mi madre a hacer algún mandado conllevaba saludar a los vecinos, detenernos a platicar con el Sr. Marino (el carnicero), Alejandro (el vendedor de frutas) o Carmelita (la señora que vendía huevos). Salir a comprar algo en esas calles era una aventura que bien podía terminar con nosotras sentadas en la sala de la Sra. Celia Cisneros o en la de la Sra. Juanita Sánchez. Esas calles, sentí desde entonces, eran una prolongación del hogar, estaban habitadas por personas que se convirtieron de alguna forma en familia, en parte de mi cotidianidad.
III
La primera comunión, esa sensación de formar parte de algo más grande que uno, fue una revelación que no experimenté ni entonando el himno nacional en el patio de la Primaria “Silvestre Revueltas”, ni tampoco al escuchar los sermones dominicales de la iglesia bautista de Avenida Plutarco Elías Calles. La primera vez que sentí que existía algo así como una familia ampliada, eso que ahora llamo “comunidad”, fue en la posada que organizaron los vecinos Lulú y Paco Guerrero, dueños de la papelería Yuye’s, el 18 de diciembre de 1994.
Ese día las puertas de todas las casas se abrieron de par en par, todos contribuyeron para llevar a cabo la mejor posada que pueda recordar. Mi hermano David fungió de soldado romano, enfundado en una armadura ingeniosamente construida con pedazos de cartón, bases para pizza y aerosol plateado. Rogelio, mi hermano mayor, tocó con su banda Estigia en la tarima que se montó en la glorieta de la calle Presidentes, un escenario que a mis ojos era majestuoso. Y yo, sin saber cuál fue el proceso de selección, terminé representando a la Virgen María con todo y un burrito de carne y hueso.
Excavando en mi memoria, pienso que esa noche fue en la que descubrí el sentido de la identidad comunitaria, el agradecimiento a los vecinos y un gran amor por La Portales. Si bien en ese entonces tan sólo era una niña con calzoncillos largos decorados con holanes, siempre estaré agradecida con la familia Guerrero y con todas esas personas que sin saberlo forman parte de uno de los momentos más entrañables de mi vida.
IV
Una fracción sustancial de mi infancia la gasté en el asiento trasero del coche que compartían mis hermanos adolescentes. Como su hermana menor, tenían que llevarme con ellos a todos lados y cuidarme cuando mis papás estaban ocupados. Desde mi asiento pasaba desapercibida, los veía crecer sin comprender del todo los cambios que vivían, registrando esas tan distintas formas de ser que más de una vez dieron lugar a trifulcas absurdas. David era estudioso, disciplinado, confiado, el rompecorazones de las cuadras circundantes y un asistente regular del gimnasio Body Motion de la calle Emperadores. Sin duda fue él quien fomentó mi obsesión con el cine. Recuerdo que me llevaba seguido al hoy extinto local de renta de películas que estaba en Municipio Libre y Rumania para que escogiéramos los estrenos que devoraríamos esa semana. Años después descubrí que por esas épocas, en la que David y yo nos alimentábamos de las imágenes contenidas en Beta y VHS, Baz Luhrmann filmó en uno de los puentes elevados de la colonia alguna escena de la película: Romeo + Julieta (1996).
Rogelio, en cambio, era desenfadado, amiguero, creativo, de risa fácil y cariñoso. Con él pasaba el tiempo disfrazándome de Robert Smith, el vocalista de The Cure, o “versionando” la canción Money de Pink Floyd con ayuda de mi maquinita de escribir de juguete y un botecito lleno de monedas. No puedo borrar de mi mente esos ratos en los que mis juegos infantiles se veían interrumpidos por el sonido de su guitarra. La música se escapaba por la ventana de su habitación y mágicamente ponía en pausa el mundo. Más de una vez la belleza de Samba pa ti de Santana me estremeció sin que pudiera entender la razón. Aún ahora cuando escucho esta canción sólo puedo pensar en esa ventana abierta, en la desconcertante hermosura de la música y en el viento que agitaba las buganvilias.
En esa etapa era habitual que todo tipo de personas desfilaran por la casa a todas horas, desde compañeros del CCH o novias de David, hasta la pandilla completa de Rogelio. Entrar a casa y escuchar el rumor de conversaciones juveniles era lo más normal. Habib, Fabián, Alfredo y Rogelio se refugiaban en una bodega al fondo de la casa para ensayar. Su repertorio incluía Another Brick in the Wall o Fascination Street, canciones que, dicho sea de paso, rara vez llevaban a su fin, pues siempre una explosión de carcajadas o una conversación sobre cómo perfeccionar su sonido, los interrumpía. Con la venia de la familia un día cumplieron la fantasía de tocar en la azotea como si de los Beatles se tratase. No tardaron en llegar las patrullas y algún vecino lanzó una botella vacía de colonia Sanborns para acallarlos.
Crecí escuchando la música de mis hermanos, rodeada de sus casetes, posters, plumillas de guitarra, y chicles Clorets olvidados que seguramente usaban para disimular el olor a cigarro. Dadas estas influencias, no es raro que desde pequeña fantaseara con Dave Gahan, Chris Cornell o Eddie Vedder. Sin embargo, esto nada tenía que ver con enamoramiento, simplemente quería vestirme como ellos, tener la libertad de irradiar mis emociones sin tapujos y hablar de eso que me parecía importante. También soñaba con ser como mis hermanos y sus amigos, ansiaba ser joven, tener voz propia, descubrir quién era, trazar mi camino.
V
El inicio del siglo XXI trastocó la economía familiar y cualquier aspiración pequeñoburguesa nos explotó en la cara. Mis padres tragaron orgullo e hicieron de todo para sacarnos adelante. Mientras yo sobrevivía la preparatoria, mis hermanos comenzaron a trabajar y eventualmente se fueron de casa. Cuando entré a la universidad, la vida en casa seguía inestable, creando tensiones y angustias en cada uno de nosotros. Al poco tiempo decidí irme, si no podía apoyar, al menos no quería ser una carga. Aunque en ese momento creía estar huyendo de mi situación familiar, con el tiempo me percaté de que en realidad tan sólo buscaba convertirme en mi propia persona. Irse de casa no es fácil y jamás es lo que esperamos. Demasiado tarde apreciamos lo que brinda el abrigo familiar: una palabra de aliento o algo caliente que comer. Esos fueron años de extraño tránsito para mí, pero esa otra historia no tiene cabida aquí.
Por ahí del 2012, Víctor Hugo (mi pareja) y yo queríamos dejar de deambular la zona de Copilco y Santo Domingo. Después de explorar varios rincones de la ciudad, decidimos instalarnos por el Eje Central Lázaro Cárdenas, a tan sólo unas cuadras de la colonia San Simón Ticumac, el verdadero lugar de origen de Carlos Monsiváis. Cuando regresé a La Portales fue fácil descubrir que tanto la colonia, como yo, habíamos cambiado. La rapiña inmobiliaria, la escasez del agua y gentrificación eran las marcas más notables. El derrumbe de casas antiguas para crear condominios inaccesibles para los propios habitantes de la colonia anunciaba la muerte de los dueños originales y el traslado de su descendencia a otros puntos de la ciudad o del país.
El panorama sonoro también era otro, el canto de canarios y gallos no era tan constante como antes. Pero con alegría descubrí que ese vacío era sustituido por el chirrido de ardillas que se apropiaban aceleradamente de la colonia. Actualmente no hay nada más común que verlas pasearse a todas horas por los cables de luz como si de una autopista aérea se tratase.
Pese a toda metamorfosis, varias cosas permanecen: el árbol atrás del que se escondían mis hermanos al volver de la tiendita, los helados del tianguis de los sábados, la panadería El Miño, las instalaciones de Teléfonos de México, el restaurante Chon Pac, la mercería La Fama, el grupo tropical y de marimba de la avenida Víctor Hugo, así como el rumor de afiladores, vendedores de obleas y de algún atemporal “sereno” que todavía recorre las calles de la colonia.
Con algo de paciencia se pueden descubrir traviesos guiños de tiempos pasados en las fachadas que conservan piezas de mosaico similares a las de la casa de mis abuelos, en el olvidado poste del DDF (Departamento del Distrito Federal) que se oculta tras las coloridas letras CDMX (síntoma del chocante place branding) instaladas en una esquina del Parque de Los Venados o en la cafetería de la calle Rumania en cuya fachada aún está grabada la frase “Servicio postal mexicano”, con todo y la distintiva aguilita de aquel tiempo de lo “Hecho en México”.
VI
En un giro inesperado de estos nuevos tiempos, mis hermanos se instalaron en aquel sitio que tanto odiaba mi abuela: Apizaco, Tlaxcala. La capital no les ofrecía ni un mejor trabajo ni era el lugar idóneo para criar a sus hijos. Contaminación, inseguridad, violencia, sobrepoblación, tráfico… varias eran las razones para irse. Esta “diáspora” no es algo exclusivo de mi familia. En las últimas décadas, la Ciudad de México ha dejado de entrañar ese sueño de progreso, bienestar y oportunidades que fue para la generación de mis abuelos. La sobrepoblación, la delincuencia y la falta de empleos dignos o al menos bien pagados, han orillado a muchas personas a tentar suerte en otros puntos del país o inclusive a que se aventuren a probar la vida en el extranjero, ya sea legal o ilegalmente.
Si a principios del siglo XX “irse a la capital” significó para mis abuelos perseguir la fortuna, a principios del XXI abandonarla parece la mejor opción si se quiere mejorar la calidad de vida. Como si, en una extraña jugada, aquella casilla de inicio de nuestros abuelos se convirtiese en la posible casilla final de los nietos. En mi caso, sin cuestionármelo demasiado, imagino mi vejez rodeada de los cerros y volcanes extintos que atestiguaron la dura infancia de mi abuela materna. Hasta creo anhelarlo, como si con esa decisión de vida pusiera fin a la agitada pero espléndida partida de juego que inició con mis abuelos. Más allá de estas u otras ilusiones, lo que sí tengo claro es el agradecimiento infinito que siento por todas aquellas personas que tejieron mi historia familiar, dándome arraigo, pero también libertad.
* Adenda
Estos fragmentos de mi historia familiar se engarzan con la evolución de la colonia Portales. Ésta ha sido testigo silenciosa de nuestra estancia y alberga las marcas que múltiples generaciones hemos dejado. La Portales ha sido nuestro tablero de juego, siempre en movimiento, con reglas cambiantes y nuevos jugadores. Ha sido, y será, el espacio en el que un sinfín de vidas se erosiona, donde una baraja de historias comienza y termina.
Acá dejo la playlist que cierra este personalísimo proyecto sobre La Portales 🎶🎧
Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual.
José Emilio Pacheco
La historia de mi padre y su familia está llena de vacíos, sólo tengo fragmentos de lo que dicen que sucedió. La familia de mi abuela Magdalena Barreiro era de Real del Monte en el Estado de Hidalgo. Su padre Jesús era el Jefe de Policía del lugar y vivieron bien económicamente hasta que la Revolución Mexicana alcanzó esa zona montañosa conocida por sus pastes y minas. Se mudaron a la ciudad de Pachuca para empezar de nuevo, ahí creció mi abuela Magdalena. A los 16 años se enamoró de un hombre de “vida bohemia”, un eufemismo para referirse a un sujeto mujeriego, imprudente y que tocaba la guitarra. Pese a todas las señales de alarma, se casó con él y tuvo dos hijos (Arturo y Héctor). Como era de esperarse, las cosas no salieron bien. La vida conyugal de mi abuela Magdalena se podría resumir en tres palabras: infidelidades, irresponsabilidad y entuertos. Lo más probable es que él la dejara por otra mujer, provocándole un dolor que la arrastró a un abismo tan profundo y obscuro, de esos de los que muy pocos logran salir. Tan joven y frágil, fue víctima, además de la ciencia médica que en ese momento consideraba que el mejor antídoto para la depresión, “la histeria” o cualquier otro estado de ánimo “atípico”, se solucionaba con un par de sesiones de electroshock. Imagino el estigma social que eso le pudo haber significado en su momento. Aun así, salió adelante, sin sus hijos porque pensaron que no era “apta” para cuidarlos y con el corazón hecho jirones.
¿Y qué se puede decir de mi abuelo Ángel Vásquez? Fue hijo de emigrantes españoles, pero no de aquellos que llegaron al país para ser centro de tertulias, fundar instituciones académicas o editoriales; su familia era de clase trabajadora. Mi abuelo Ángel no estuvo destinado para el éxito económico, o quizás nunca le interesó. A diferencia de sus hermanos que alcanzaron puestos importantes en la Compañía de Luz y Fuerza, él optó por trabajar estrictamente para pagar las cuentas y salvaguardar un tiempo para su verdadera pasión: la música. La primera esposa de mi abuelo fue una señora llamada Emma, con quien tuvo a Ángel, y quien al ser “el hijo del primer matrimonio” fue abrigado por la familia española de mi abuelo. Ángel creció rodeado de la cultura del viejo continente, practicaba Jai Alai en el Frontón de México en Av. de la República a escasos pasos del Monumento de la Revolución, y fue pronto invitado por sus tíos a trabajar en la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. En ese entonces la descendencia que protegían y procuraban las familias era aquella del primer matrimonio. Los hijos de las segundas nupcias serán, en cambio, reconocidos, pero poco frecuentados, pues, rompían con el esquema de la vida familiar “tradicional”. Y ésa fue la suerte de los hijos del segundo matrimonio de mi abuelo Ángel: Graciela, Edmundo y Rogelio (mi padre).
La memoria, así como la historia, está compuesta por silencios, espacios en blanco sobre los que sólo podemos especular. No todas las experiencias se registran, muchas se viven simplemente como un escalón más hacia lo que depara el futuro. Entre las muchas piezas extraviadas está el relato de cómo se conocieron mis abuelos. No sé si se perdió esa información porque quienes escucharon esos recuerdos no les prestaron aprecio o simplemente no se hablaba de ello porque, a pesar de lo común que era separarse y formar una segunda familia en esa época, seguía siendo una mácula sobre todas esas personas que deseaban una segunda oportunidad. ¿Cómo se atrevían a romper las reglas y enamorarse de nuevo? ¿Con qué derecho?
Lo que sí sé, es que mis abuelos se asentaron en la colonia Vista Alegre (donde después estará el metro Chabacano) y que mi abuelo Ángel trabajaba por comisión en la mueblería “Nueva” de la calle José de Emparán en la Tabacalera. Aunque trabajar a comisión lo obligaba a recurrir cada tanto a un agiotista para llegar a fin de mes, su vida familiar era lo suficientemente feliz pese a la falta de lujos. Mi padre recuerda que esconderse de los cobradores fue durante una temporada parte de sus “juegos favoritos”. Al primer golpe en la puerta, él y su hermano se escondían y permanecían mudos hasta que el cobrador se cansaba de insistir.
Me gusta imaginar que a pesar de no ser un hombre “exitoso”, mi abuelo hizo todo lo posible por mantenerse de buen ánimo. Por ejemplo, tenía una banda de música y siempre dedicó tiempo para tocar el instrumento que tuviese a mano: banyo, marimba, piano… lo que fuese. Mi papá recuerda que en su casa no hacía falta radio, su padre era la música encarnada. Si no estaba silbando o tarareando, interpretaba aquel danzón de Juárez no debió morir. Era una persona alegre, se la pasaba jugando con mi papá, “choteándose” mutuamente y cuando podían iban juntos al cine La Estrella o al Palacio Chino. Por su parte, su madre era cariñosa, pero un tanto sobreprotectora; pero ¿cómo no lo iba a ser así si había perdido a su hijo Héctor de 18 años y a su bebita Graciela? A ella le gustaba hacer trabajos manuales y mi papá de niño la acompañaba a la calle Tabaqueros para comprar los insumos para realizar figuras de migajón, frutas de colorida y brillante resina, tapetes con gancho y bordados finos. Mi abuela Magdalena volvía constantemente a Pachuca, la familia y los asuntos pendientes la llamaban cada tanto. Mi padre recuerda esos viajes con felicidad, podía jugar con su prima Aracely a las canicas o construir elaborados laberintos de plastilina para las hormigas e ir al cine donde proyectaban películas de Marisol, Piporro, El Santo, Tin Tan y Clavillazo.
Seis años separaban a mi padre de su hermano Edmundo, así que buena parte de la infancia se la pasó observando a los adultos y contemplando a través de la ventana de su habitación a todos esos niños que jugaban en el parque de la cuadra. Será la adolescencia de mi padre la que por fin tienda un puente entre los hermanos. Mi tío Edmundo lo llevó a conocer los espectáculos de variedad, por no decir tugurios, en los que más de una vez pudo ver el sketch de cómicos como Palillo o Harapos que eran la antesala del show principal: la jovencísima Lyn May y la habilidosa Gloriella.
Nunca conocí a mi abuelo Ángel, la diabetes lo consumió poco a poco y murió a los setenta y dos años. Hay una foto de él que me fascina: está sentado en un banco alto en medio de lo que parece un salón de eventos, lo rodean instrumentos y mira directamente a la cámara. Casi parece que me mira específicamente a mí a través del tiempo mientras sostiene con una mano el banyo y lo recarga sutilmente sobre su pierna. Es delgado, elegante, con el cabello engominado partido por en medio. No se ve serio ni tieso, tiene una mirada profunda, gentil y jovial que me recuerda las fotos que he visto del poeta Federico García Lorca. Obviamente tampoco conocí a García Lorca, pero me gusta pensar que los dos fueron buenas personas. Ojalá hubiera tenido la fortuna de conocer a mi abuelo, juego con la idea de que hubiera sido su nieta favorita, me hubiera enseñado música y muchas tardes las hubiera pasado hipnotizada con el movimiento de sus manos flotando sobre las blancas y negras teclas del piano. En casa de mis padres, desde que tengo memoria, ha estado en la sala ese piano que mi abuelo tocó incluso cuando ya había perdido la vista. Crecí con ese instrumento lacado y elegante recordándome su ausencia y todo aquello que no vivimos. “Nostalgia de lo no vivido” se le llama a esa punzada en el estómago.
A mi abuela Magdalena sí la conocí, aunque sólo tengo un recuerdo nítido de ella. Mi memoria apunta a que nos visitó un diciembre y llevaba un inusual vestido largo hecho de pana color borgoña u ocre. Me parecía altísima, delgada y comandando todo con el cigarro que llevaba entre los dedos. Y si bien lo que los demás recuerdan del momento es el alarido que lanzó cuando mi pie torpe la pisó sin querer, en mi mente sólo tengo guardada la imagen de esos brazos largos y amorosos estirándose para cargarme o abrazarme. Quisiera haber tenido tiempo para acumular recuerdos con ellos, no me importaría que algunos fuesen malos, al menos tendría más claro qué de ellos hay en mí. En cambio, lo que tengo es el recorrido secreto que en ocasiones dibujo con las yemas de mis dedos sobre el silenciado piano de mi abuelo o sobre los hermosos bordados de mi abuela que conservo, pues sus vibrantes colores me dan cierto consuelo.
II
Parte esencial de hacerse joven pasa por huir del hogar y los padres, aprovechar cada resquicio de libertad que dan los estudios, los trabajos temporales y las amistades para estar en la calle el mayor tiempo posible. Mis padres no fueron la excepción, oscilaban entre las largas horas de estudio, los paseos con amigos, escuchar música o simplemente soñar con el futuro. Mi papá, por ejemplo, tuvo la oportunidad de echar un vistazo a la vida nocturna de los 60 gracias a que durante su servicio militar fue reclutado por un Mayor (que también era químico del Poli) para trabajar tomando muestras de sangre de jóvenes realizaban el servicio militar o que se encontraban en Tribunal para menores. Terminado el trabajo en el laboratorio, mi papá acompañaba a este señor a sus reuniones en las que ocasionalmente asistían los “segundos frentes” de los “ilustres” amigos del Mayor. Ese era el tipo de ambiente en el que convivieron durante los sesenta, pero sobre todo en los setenta, los políticos, los militares, los policías y la farándula. Mi papá era sólo un observador, estuvo siempre en el asiento de copiloto, pero conoció efímeramente ese mundo del que en los setenta será rey Arturo “el Negro” Durazo.
Mi papá fue un joven inseguro, se sentía siempre un poco fuera de lugar, pero para hacer frente a esta incomodidad consigo mismo decidió reafirmar aún más su personalidad, que para muchos ya de por sí era peculiar. Comenzó a usar ajustados pantalones acampanados, camisas estrafalarias, botines y patillas kilométricas. Escuchaba Ruby Tuesday, Love me Two Times y A Whiter Pale of Shade. Supongo que pensó que, si la gente lo iba a criticar o juzgar, al menos que lo hicieran por ser él mismo. Para fortuna de mi padre, siempre ha contado con la buena estrella de los introvertidos y le ha caído bien a casi todas las personas con las que se ha encontrado a lo largo de su vida. Quienes lo conocen saben que entre sus cualidades están ser observador y saber escuchar.
A finales de los sesenta mi padre visitaba regularmente a una tía en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco y recuerda que una tarde de septiembre se acercó a un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas. Ahí escuchó a los representantes del Consejo Nacional de Huelga, quienes hablaron del pliego petitorio, de los presos políticos, así como de la próxima reunión que se celebraría días después y a la cual mi padre quería asistir. Por razones que no recuerda bien, el miércoles 2 de octubre no llegó a la reunión. Al igual que el resto del país, se enteró al día siguiente de la masacre de estudiantes por medio de la tele y La Prensa. Después de lo sucedido mi padre acompañó a su madre a ver cómo estaba su tía. El relato que ella haría de los tiros, los militares y los jóvenes desesperados que tocaron la puerta de los departamentos en busca de refugio, fue casi idéntico a aquello que se retrató en el documental El Grito (1968) y después en la cinta Rojo Amanecer (1989).
Mi madre y su hermano Sergio recuerdan las imágenes de la masacre gracias a la revista Por qué?, el medio impreso que publicó sin censura las fotos de los jóvenes asesinados y en cuya portada lanzaba esta desafiante afirmación: “El régimen está en quiebra”. Era cierto que el autoritarismo mexicano estaba experimentando desafíos, pero todavía tenía mucho poder. Las fotografías de los hechos dejaron de circular gracias a las maniobras del Estado y se silenció a la prensa totalmente. El gobierno no iba a dejar que los preparativos para las Olimpiadas o el Mundial de Futbol del 70 se vieran manchados por una “riña entre estudiantes”. La idea era hacer que México por fin figurara como un país moderno ante el mundo, de ahí construcciones como la Villa Olímpica, el Estadio Azteca, la escultural Ruta de la Amistad y la Alberca Olímpica cercana a la Colonia Portales.
En los días posteriores a la masacre, comenzaron los Juegos, los políticos volvieron a hablar del augurio de progreso mientras la sociedad mexicana fue invadida por las imágenes de la paloma de la paz, Enriqueta Basilo antorcha en mano, así como la icónica escena de los medallistas Tommy Smith y John Carlos que en el podio levantaron sus guantes negros como protesta por la falta de derechos civiles en Estados Unidos. El mundo era un hervidero, el grueso de la población eran los jóvenes y estaban cansados de las costumbres, la falta de derechos y de los abusos de la autoridad. Fueron años de cambio, se leía El Lobo Estepario, a José Agustín o a Carlos Castaneda. Esta generación rebelde se enfrentó a reacciones conservadoras en todo el mundo. En México, por ejemplo, el delito de disolución social sirvió para poner en la mira de la censura y represión a toda la juventud.
Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Ernesto Uruchurtu jugaron un rol importante en la masacre, pero de estos ninguno pagó las consecuencias. De hecho, Echeverría ganó las elecciones presidenciales de 1970, no sin resquemor por parte de la sociedad. “Arriba y adelante” era su eslogan, y si bien derogó el delito de disolución social, ofreció “apertura” y liberó a algunos presos políticos, en los sótanos de la vida política mexicana se recrudecería la Guerra Sucia contra los grupos políticos radicales que pensaban que el cambio sólo podría ser violento. Fueron tiempos de contrastes complejos y contradictorios, de estabilidad y desestabilización, tradición e innovación, radicalización y conservadurismo, rebeldía y amnesia, filosofías individualistas y experiencias psicodélicas, de liberalización femenina y objetivación sexual de la mujer, de Avándaro y del Halconazo.
En esta época se creó un mundo lleno de posibilidades para la juventud, pero las opciones de vida adulta siguieron siendo casi las mismas. Aquellos que decidieron no seguir las reglas acabaron viviendo en los márgenes de la sociedad, otros aprovecharon la “apertura” de Echeverría para encontrar su lugar en la gran maquinaria gubernamental o universitaria. Mientras tanto, la Portales en los setenta fue parte del programa de reordenamiento de la ciudad. Primero llegó en 1970 la línea 2 del Sistema de Transporte Metro que sustituyó la ruta del tranvía. Después, a finales de la década, Portales fue atravesada por los nuevos ejes viales: Eje Central, Eje 7 Sur Municipio Libre, Eje 7 Sur A Emiliano Zapata y Eje 8 Popocatépetl. Con un poco de paciencia y buena vista, uno puede pararse en la esquina de Eje Central y la calle de Presidentes y contemplar a la distancia el paso de los vagones naranjas del metro. Uno no puede más que imaginarse la gran transformación que este tipo de obras implicaron para los habitantes de una colonia. Muchas veces simplemente obviamos los cambios sin caer en cuenta de que aprontan una nueva época, así como el fin de una forma de vivir la ciudad.
III
Según la versión de mi padre, la primera vez que vio a mi madre fue en la base de camiones que se ubicaba entonces por la Rectoría de la UNAM y que repartía a todos esos jóvenes estudiantes que masivamente aspiraban a una carrera universitaria. No le dirigió la palabra, pero después siguió viéndola en los pasillos de la Facultad de Química en la que ambos estudiaban. Ella sin duda era una joven muy bonita, y la hacía aún más bella el hecho de que no estuviese consciente de ello. En las fotos de la prepa y la universidad semeja una jovencísima Julie Andrews que vestía los trajes de paño y casimir que su madre elaboraba con amor y precisión. Así como era una estudiante sumamente disciplinada que en casa apodaban “el Pequeño Larousse”, también era una mujer segura de sí misma, independiente, que llevaba el cabello cortísimo a la Jean Seberg y minifaldas que dejaban al descubierto sus hermosas piernas. Además de cumplir con sus labores en casa y con la carrera universitaria, se desplazaba en su bocho color pistache a distintas zonas de la ciudad para encargarse de asuntos y negocios de su padre. Ella podía hacerlo todo; ya me imagino lo intimidados que se debieron de sentir todos aquellos que la rodeaban. Era la encarnación de lo que se denominaba “una mujer moderna”.
Después de un largo cortejo, indecisiones y obstáculos, mis papás se hicieron novios. Pasaban casi todo el día juntos en la Facultad (en los laboratorios, la “perrera” o la biblioteca) y al terminar el día, mi papá acompañaba a mi mamá a casa. Mi abuela Cleofas al ver a ese altísimo y desgarbado joven en su puerta, le ofrecía quedarse a comer y platicaban durante horas. Así como pasa a todos los enamorados, mis papás empezaron a comprar pequeñas cosas para construir una vida juntos, quizás un par de vasos o una lámpara, no lo sé. Todo era un proyecto de amor juvenil hasta que mis abuelos empezaron a preguntar: “¿Qué plan tienen?” Con esa interrogante dicha en voz alta, se hizo claro el deseo de mis padres de casarse. “¿Dónde vivirán?” No sabían. “¿Ganaban lo suficiente?” No para vivir en un lugar más o menos decente. Sin chistar, mis abuelos les ofrecieron vaciar el departamento que rentaban a lado de la casa grande para que se establecieran ahí y les pedirían una renta más que nada simbólica. Mis padres no lo pensaron mucho, habían visto lugares para rentar, pero el precio era excesivo o estaban en muy malas condiciones.
El departamento, aunque es totalmente independiente, compartía la cochera y la entrada principal con la casa de mis abuelos. No era la situación ideal para una pareja de recién casados, pero estarían cobijados por una colonia que había visto crecer a mi madre y podrían ahorrar dinero. Se casaron en la Parroquia de San Sebastián Mártir en Chimalistac en 1975 e hicieron una modesta fiesta en el jardín de mi abuela, ese jardín en el que desde entonces se imaginaban a sus hijos jugar. En ese momento dejaron de ser jóvenes deseosos por conquistar el mundo y se convirtieron en adultos. Sacrificaron otros sueños para ofrecerle lo mejor a la familia que formarían. Desde ese día vivieron y trabajaron por el bienestar de sus hijos.
“Los cien años de Macondo, sueñan, sueñan en el aire. Y los años de Gabriel trompetas, trompetas lo anuncian”…al ritmo de estas estrofas cantadas por Óscar Chávez mi madre pintó las paredes del departamento en el que creceríamos sus tres hijos. La estancia de color blanco con una alfombra roja, las habitaciones beige, con cortinas psicodélicas y muebles “modernistas” que ahora me recuerdan a esos que salían en las películas de Mauricio Garcés.
Mi madre se embarazó a los pocos meses de casada y como quería estar preparada para la llegada de su primogénito, limpió obsesivamente cada uno de los rincones del departamento. Y en ese estado de emoción por el parto, decidió que una buena manera de hacer más pasable la espera era limpiando la alfombra con todo y una panza de 8 meses. Esas horas tallando hincada hicieron que el bebé girara dentro del útero, se enredara y pusiera sus piecitos listos para salir al mundo en lugar de la cabeza. El parto natural se descartó y se realizó una cesárea para sacar a mi hermano Rogelio, un niño sonriente y travieso. Dos años después (1978), nació mi hermano David, un bebé hambriento desde el primer respiro, pero muy tierno después de estar satisfechas sus necesidades.
David era un niño cariñoso y tierno, siempre y cuando no lo molestaran. Y a Rogelio le gustaba hacerlo enojar, por eso en las fotos de niños David aparece desencajado o a punto de llorar, mientras a Rogelio lo delata una sonrisa traviesa y victoriosa. A pesar de esas desavenencias que vienen incluidas con eso de ser hermanos, Rogelio y David iban a todos lados juntos. Por las tardes salían a la calle para jugar (americano o futbol) con los otros niños de la cuadra o para comenzar un recorrido por todas las casas de sus amigos, de un extremo a otro de la calle, pasando también por la nuestra, en la que mi madre recibía con una sonrisa a los amigos de mis hermanos y hacía lo posible para hacerlos sentir a gusto. En ese intercambio temporal de hogar, mis hermanos descubrían otras formas de vida e incluso juguetes distintos a los suyos, no faltando los chicos afortunados que tenían algún familiar que les traía juguetes americanos que no se conseguían “acá”. El punto de reunión de esa generación fue la calle y los fines de semana se unían a los juegos los familiares que llegaban de visita, formando una pandilla un tanto “amenazante” de críos que daban balonazos a los portones de las casas o a los coches de los vecinos. En ese momento no lo sabían, pero en esas tardes forjaron amistades y afectos que superarán el tiempo, los distintos estilos de vida y la distancia.
Durante la infancia de mis hermanos seguían vigentes algunos negocios que estaban ahí desde que llegaron mis abuelos en los cincuenta, como la tienda de la glorieta en la que se vendía petróleo y otros enseres. En lugar de ir a una tienda por huevos, a mis hermanos los mandaban a comprar con la vecina de la vuelta que abría una ventanita horadada en la puerta para entregar y cobrar la mercancía. Fue también parte de su panorama sonoro el ruido de las botellas de cristal en las que se repartía leche desde un anacrónico almacén de la calle de Rumania. Sin embargo, la colonia también estaba cambiando; llegaron, por ejemplo, las maquinitas que los distraían de regreso del mandado en el mercado de Portales y en las que seguramente se gastaban el cambio de las compras. Pero la novedad más excitante de todas fue la llegada de la heladería Danesa 33. Estaba justo en la esquina del Parque de los Venados, enfrente de la clínica del IMSS e hipnotizaba a todos los transeúntes con su enorme globo con el número 33 en color amarillo sobre un fondo azul. Quizás por ese velo de asombro que cubre todo durante nuestra infancia, para mis hermanos ese helado servido en un casco pequeño de futbol americano era el postre más maravilloso del mundo.
Mis hermanos han sido desde la infancia muy distintos entre sí. Mientras Rogelio perseguía su sueño de beisbolista en la liga infantil de Tranviarios que hasta la fecha se encuentra sobre Municipio Libre, mi hermano David en vacaciones puso a prueba sus habilidades empresariales y colocó un puesto de dulces afuera de la casa. Tenía ocho años, pero mis papás no se preocupaban por su seguridad, sabían que los vecinos y los empleados de la tintorería estarían al pendiente de él e incluso se convertirían en clientes al ver a ese niño tan dulce ofreciendo sus productos. No me cabe duda de que la infancia de mis hermanos fue feliz. Las fotos de la época muestran a mis padres jóvenes, con una sonrisa que los hace ver muy guapos y mis hermanos sólo tienen inocencia en los ojos y tranquilidad, como si intuyeran que no existía mejor refugio que los brazos de esos padres amorosos, ni mejor lugar que aquel departamento, ni calles tan llenas de amigos y aventuras.