Vuelve al inicio: repensando nuestro lugar

Un sentimiento común que reconocemos, un lazo invisible que nos une y nos da a entender que sólo somos peces amarrados de la cola a otros peces.

Nona Fernández

I

Los óvulos anticonceptivos disminuyen la probabilidad de embarazo de un 80% a un 90% si se combinan con otros métodos de prevención. Si bien no es una protección comparable a la de un preservativo, durante ocho años había sido un método efectivo para mi madre. Vaya sorpresa que se llevó al percatarse de que se encontraba, una vez más, embarazada. La vida de mi familia en 1986 transitaba un placentero momento de tranquilidad. Mis hermanos abandonaban la infancia para llegar a la pubertad, mi madre perseguía sus proyectos profesionales y mi padre tenía un empleo en el Politécnico que pagaba poco, pero lo hacía feliz. La inesperada noticia de mi madre interrumpiría esa armonía porque, además de las implicaciones obvias de un embarazo no planeado, éste era riesgoso e incluso desaconsejado por los médicos. Pese a todo mal augurio, mi mamá decidió apostar por mí, un “algo” que crecía en sus entrañas contra todo pronóstico.

Nací el Día de los Niños Héroes de 1986. Mi madre y yo apenas resistimos la cesárea. Pasé mis primeras semanas en una incubadora rodeada de médicos que no paraban de recordarles a mis padres todas las posibilidades de que no “saliera adelante”. Y peor aún, auguraban que en caso de sobrevivir tendría graves problemas psicomotrices. Las semanas se convirtieron en meses de preocupación, sin embargo, el tiempo haría evidente que los doctores no atinaban a encontrar ni su estetoscopio, aunque colgara éste de su cuello.

Mi papá dejó su empleo soñado para irse a un lugar donde podría ganar más dinero, mi mamá abandonó su trabajo y mis hermanos vieron invadido su “reino”. Pese a que mi llegada implicó que las atenciones y cariños se tendrían que dividir entre más personas, mis hermanos ansiaban conocerme. Cuando salí del hospital, mi hermano David estaba embelesado con su frágil hermana menor. Me llevaba de arriba abajo con el rostro iluminado por la alegría y el orgullo, un amor documentado en las fotos que se conservan de ese año.

No hay duda de que tuve la fortuna de llegar a un hogar lleno de amor. Mi hermano Rogelio recuerda que mi mamá pasaba las tardes bailando conmigo en brazos, cantándome Niña de agua. ¿Quién si no Patricia Almanza entregaría todo su corazón a una bebé enferma? Esta balada interpretada por Ana Belén dice: “No es que los días no estuvieran llenos/Para la ternura siempre hay tiempo/Ya está el rompecabezas amarrado/Fue la pieza que andábamos buscando”. Así, con esa naturalidad reflejada en la letra de la canción, mi madre me ofreció todo sin reparos.

Por su parte, mi papá salía de trabajar desde muy temprano y regresaba a una hora en la que yo ya estaba preparada para dormir. Empero, cada noche esperaba con las luces apagadas su llegada, espiando la luz que se filtraba por el rellano de la puerta hasta que por fin él entraba sigilosamente para darme las buenas noches y preguntarme: “¿Hasta dónde me quieres? ¿De aquí al cielo?”. “Más”, decía yo. “¿De aquí a la Luna?”, insistía él. “Mucho más”, era mi respuesta. Esta pregunta lanzada varias veces era el pretexto para que juntos imagináramos planetas, galaxias y universos cada vez más lejanos. No sé cuántos minutos dedicaba mi papá a este ritual, sólo sé que para mí era justo lo que necesitaba para dormir cada noche con la seguridad de que él siempre estaría ahí para protegerme.

II

Pese a que el departamento en el que vivíamos era independiente de la casa de mi abuela Cleofas, podíamos disfrutar de las visitas que le hacían los fines de semana mi alegre y cariñosa Tía Lourdes, así como mi Tío David, quien me hipnotizaba con sus historias de viaje a lugares que yo sólo había visto en un globo terráqueo. No obstante, la presencia permanente era la de mi abuela. Tuve el privilegio de pasar tardes enteras en su estudio admirando sus repisas repletas de fotografías, recuerdos y otros tesoros mientras ella pintaba al óleo y miraba de reojo a Bob Ross en la televisión. No recuerdo que habláramos mucho durante esas horas, ni hacía falta, a su manera mi abuela me hacía un huequito en su espacio más querido, aquel en el que bajaba la guardia.

En esos días de niñez tampoco podía faltar mi Tío Sergio, quien pese a tener fama de enojón, jugaba conmigo durante horas y me compartía su amor por los libros y la serie de Arsène Lupin que se transmitía en esos años en la televisión pública. El universo de mi tío no se parecía al de nadie más: su tablero de ajedrez contrastaba con el enorme poster de la despampanante Marilyn Monroe, sus novelas sobre jóvenes rebeldes en Estados Unidos convivían sin problemas con revistas sobre la Unión Soviética, la traducción Reina Valera de la Biblia y uno que otro manual de física. Gracias a él crecería en mí el amor por los idiomas y un asombro no intelectualizado por la música clásica.

La buena fortuna de crecer en una casa llena de vidas, ideas y trayectorias tan disímiles sólo es comparable con la suerte de crecer en La Portales. Acompañar a mi madre a hacer algún mandado conllevaba saludar a los vecinos, detenernos a platicar con el Sr. Marino (el carnicero), Alejandro (el vendedor de frutas) o Carmelita (la señora que vendía huevos). Salir a comprar algo en esas calles era una aventura que bien podía terminar con nosotras sentadas en la sala de la Sra. Celia Cisneros o en la de la Sra. Juanita Sánchez. Esas calles, sentí desde entonces, eran una prolongación del hogar, estaban habitadas por personas que se convirtieron de alguna forma en familia, en parte de mi cotidianidad.

III

La primera comunión, esa sensación de formar parte de algo más grande que uno, fue una revelación que no experimenté ni entonando el himno nacional en el patio de la Primaria “Silvestre Revueltas”, ni tampoco al escuchar los sermones dominicales de la iglesia bautista de Avenida Plutarco Elías Calles. La primera vez que sentí que existía algo así como una familia ampliada, eso que ahora llamo “comunidad”, fue en la posada que organizaron los vecinos Lulú y Paco Guerrero, dueños de la papelería Yuye’s, el 18 de diciembre de 1994.

Ese día las puertas de todas las casas se abrieron de par en par, todos contribuyeron para llevar a cabo la mejor posada que pueda recordar. Mi hermano David fungió de soldado romano, enfundado en una armadura ingeniosamente construida con pedazos de cartón, bases para pizza y aerosol plateado. Rogelio, mi hermano mayor, tocó con su banda Estigia en la tarima que se montó en la glorieta de la calle Presidentes, un escenario que a mis ojos era majestuoso. Y yo, sin saber cuál fue el proceso de selección, terminé representando a la Virgen María con todo y un burrito de carne y hueso.

Excavando en mi memoria, pienso que esa noche fue en la que descubrí el sentido de la identidad comunitaria, el agradecimiento a los vecinos y un gran amor por La Portales. Si bien en ese entonces tan sólo era una niña con calzoncillos largos decorados con holanes, siempre estaré agradecida con la familia Guerrero y con todas esas personas que sin saberlo forman parte de uno de los momentos más entrañables de mi vida.

IV

Una fracción sustancial de mi infancia la gasté en el asiento trasero del coche que compartían mis hermanos adolescentes. Como su hermana menor, tenían que llevarme con ellos a todos lados y cuidarme cuando mis papás estaban ocupados. Desde mi asiento pasaba desapercibida, los veía crecer sin comprender del todo los cambios que vivían, registrando esas tan distintas formas de ser que más de una vez dieron lugar a trifulcas absurdas. David era estudioso, disciplinado, confiado, el rompecorazones de las cuadras circundantes y un asistente regular del gimnasio Body Motion de la calle Emperadores. Sin duda fue él quien fomentó mi obsesión con el cine. Recuerdo que me llevaba seguido al hoy extinto local de renta de películas que estaba en Municipio Libre y Rumania para que escogiéramos los estrenos que devoraríamos esa semana. Años después descubrí que por esas épocas, en la que David y yo nos alimentábamos de las imágenes contenidas en Beta y VHS, Baz Luhrmann filmó en uno de los puentes elevados de la colonia alguna escena de la película: Romeo + Julieta (1996).

Rogelio, en cambio, era desenfadado, amiguero, creativo, de risa fácil y cariñoso. Con él pasaba el tiempo disfrazándome de Robert Smith, el vocalista de The Cure, o “versionando” la canción Money de Pink Floyd con ayuda de mi maquinita de escribir de juguete y un botecito lleno de monedas. No puedo borrar de mi mente esos ratos en los que mis juegos infantiles se veían interrumpidos por el sonido de su guitarra. La música se escapaba por la ventana de su habitación y mágicamente ponía en pausa el mundo. Más de una vez la belleza de Samba pa ti de Santana me estremeció sin que pudiera entender la razón. Aún ahora cuando escucho esta canción sólo puedo pensar en esa ventana abierta, en la desconcertante hermosura de la música y en el viento que agitaba las buganvilias.

En esa etapa era habitual que todo tipo de personas desfilaran por la casa a todas horas, desde compañeros del CCH o novias de David, hasta la pandilla completa de Rogelio. Entrar a casa y escuchar el rumor de conversaciones juveniles era lo más normal. Habib, Fabián, Alfredo y Rogelio se refugiaban en una bodega al fondo de la casa para ensayar. Su repertorio incluía Another Brick in the Wall o Fascination Street, canciones que, dicho sea de paso, rara vez llevaban a su fin, pues siempre una explosión de carcajadas o una conversación sobre cómo perfeccionar su sonido, los interrumpía. Con la venia de la familia un día cumplieron la fantasía de tocar en la azotea como si de los Beatles se tratase. No tardaron en llegar las patrullas y algún vecino lanzó una botella vacía de colonia Sanborns para acallarlos.

Crecí escuchando la música de mis hermanos, rodeada de sus casetes, posters, plumillas de guitarra, y chicles Clorets olvidados que seguramente usaban para disimular el olor a cigarro. Dadas estas influencias, no es raro que desde pequeña fantaseara con Dave Gahan, Chris Cornell o Eddie Vedder. Sin embargo, esto nada tenía que ver con enamoramiento, simplemente quería vestirme como ellos, tener la libertad de irradiar mis emociones sin tapujos y hablar de eso que me parecía importante. También soñaba con ser como mis hermanos y sus amigos, ansiaba ser joven, tener voz propia, descubrir quién era, trazar mi camino.

V

El inicio del siglo XXI trastocó la economía familiar y cualquier aspiración pequeñoburguesa nos explotó en la cara. Mis padres tragaron orgullo e hicieron de todo para sacarnos adelante. Mientras yo sobrevivía la preparatoria, mis hermanos comenzaron a trabajar y eventualmente se fueron de casa. Cuando entré a la universidad, la vida en casa seguía inestable, creando tensiones y angustias en cada uno de nosotros. Al poco tiempo decidí irme, si no podía apoyar, al menos no quería ser una carga. Aunque en ese momento creía estar huyendo de mi situación familiar, con el tiempo me percaté de que en realidad tan sólo buscaba convertirme en mi propia persona. Irse de casa no es fácil y jamás es lo que esperamos. Demasiado tarde apreciamos lo que brinda el abrigo familiar: una palabra de aliento o algo caliente que comer. Esos fueron años de extraño tránsito para mí, pero esa otra historia no tiene cabida aquí.

Por ahí del 2012, Víctor Hugo (mi pareja) y yo queríamos dejar de deambular la zona de Copilco y Santo Domingo. Después de explorar varios rincones de la ciudad, decidimos instalarnos por el Eje Central Lázaro Cárdenas, a tan sólo unas cuadras de la colonia San Simón Ticumac, el verdadero lugar de origen de Carlos Monsiváis. Cuando regresé a La Portales fue fácil descubrir que tanto la colonia, como yo, habíamos cambiado. La rapiña inmobiliaria, la escasez del agua y gentrificación eran las marcas más notables. El derrumbe de casas antiguas para crear condominios inaccesibles para los propios habitantes de la colonia anunciaba la muerte de los dueños originales y el traslado de su descendencia a otros puntos de la ciudad o del país.

El panorama sonoro también era otro, el canto de canarios y gallos no era tan constante como antes. Pero con alegría descubrí que ese vacío era sustituido por el chirrido de ardillas que se apropiaban aceleradamente de la colonia. Actualmente no hay nada más común que verlas pasearse a todas horas por los cables de luz como si de una autopista aérea se tratase.

Pese a toda metamorfosis, varias cosas permanecen: el árbol atrás del que se escondían mis hermanos al volver de la tiendita, los helados del tianguis de los sábados, la panadería El Miño, las instalaciones de Teléfonos de México, el restaurante Chon Pac, la mercería La Fama, el grupo tropical y de marimba de la avenida Víctor Hugo, así como el rumor de afiladores, vendedores de obleas y de algún atemporal “sereno” que todavía recorre las calles de la colonia.

 Con algo de paciencia se pueden descubrir traviesos guiños de tiempos pasados en las fachadas que conservan piezas de mosaico similares a las de la casa de mis abuelos, en el olvidado poste del DDF (Departamento del Distrito Federal) que se oculta tras las coloridas letras CDMX (síntoma del chocante place branding) instaladas en una esquina del Parque de Los Venados  o en la cafetería de la calle Rumania en cuya fachada aún está grabada la frase “Servicio postal mexicano”, con todo y la distintiva aguilita de aquel tiempo de lo “Hecho en México”.

VI

En un giro inesperado de estos nuevos tiempos, mis hermanos se instalaron en aquel sitio que tanto odiaba mi abuela: Apizaco, Tlaxcala. La capital no les ofrecía ni un mejor trabajo ni era el lugar idóneo para criar a sus hijos. Contaminación, inseguridad, violencia, sobrepoblación, tráfico… varias eran las razones para irse. Esta “diáspora” no es algo exclusivo de mi familia. En las últimas décadas, la Ciudad de México ha dejado de entrañar ese sueño de progreso, bienestar y oportunidades que fue para la generación de mis abuelos. La sobrepoblación, la delincuencia y la falta de empleos dignos o al menos bien pagados, han orillado a muchas personas a tentar suerte en otros puntos del país o inclusive a que se aventuren a probar la vida en el extranjero, ya sea legal o ilegalmente.

Si a principios del siglo XX “irse a la capital” significó para mis abuelos perseguir la fortuna, a principios del XXI abandonarla parece la mejor opción si se quiere mejorar la calidad de vida. Como si, en una extraña jugada, aquella casilla de inicio de nuestros abuelos se convirtiese en la posible casilla final de los nietos. En mi caso, sin cuestionármelo demasiado, imagino mi vejez rodeada de los cerros y volcanes extintos que atestiguaron la dura infancia de mi abuela materna. Hasta creo anhelarlo, como si con esa decisión de vida pusiera fin a la agitada pero espléndida partida de juego que inició con mis abuelos. Más allá de estas u otras ilusiones, lo que sí tengo claro es el agradecimiento infinito que siento por todas aquellas personas que tejieron mi historia familiar, dándome arraigo, pero también libertad.

* Adenda

Estos fragmentos de mi historia familiar se engarzan con la evolución de la colonia Portales. Ésta ha sido testigo silenciosa de nuestra estancia y alberga las marcas que múltiples generaciones hemos dejado. La Portales ha sido nuestro tablero de juego, siempre en movimiento, con reglas cambiantes y nuevos jugadores. Ha sido, y será, el espacio en el que un sinfín de vidas se erosiona, donde una baraja de historias comienza y termina.

Acá dejo la playlist que cierra este personalísimo proyecto sobre La Portales 🎶🎧