I
Me alegra que febrero haya acabado. Este es el mes en el que rompemos la mayoría de los propósitos que inundaron nuestra vida con el tufillo de renovación. Para mí sus días me sirven de colchón temporal para recién afirmar ambos pies en el año que comienza y agendar para marzo el chequeo anual de salud.
Química sanguínea, perfil hormonal, Papanicolau, examen general de orina, ultrasonidos de mamas y útero, colposcopia… para esto y más me tengo que mentalizar. Las historias clínicas, preguntas en exceso personales y esa mezcla de malestar y vergüenza que provoca que alguien hurgue en nuestro cuerpo. A las incómodas auscultaciones se suman los innecesarios comentarios médicos, así como las miradas destinadas a invalidar mi decisión de no ser madre, de vivir y morir siendo una hija sin hijos.
¿No vas a tener hijos? ¿Por qué? ¿Y si te arrepientes? Te cambiaría la vida.
Al parecer tengo el útero idóneo para la reproducción. Su forma, afirman las doctoras y las enfermeras, es como de “manual”, una “pera” perfecta. En realidad, no sé si la constitución de mi útero es en verdad algo excepcional o si estos comentarios simplemente tienen el objetivo de hacer menos desagradables los momentos de exploración genital.
La admiración que provocan mis entrañas no me molesta, lo que sí me disgusta es el tono con el que me insisten en que no desaproveche mi salud, condiciones y edad para reproducirme. Es como si mi negativa sonara a desprecio por la vida o llana inmadurez.
Deberías aprovechar que estás sana. Nunca vas a sentir una satisfacción tan grande como la de darle la vida a alguien.
Me siento tan vulnerable en esta escena en la que forcejeo infructuosamente con las palabras y expectativas ajenas. Y así, sin ropa interior, con la ridícula bata médica y la sensación de que las pierneras de la mesa me cortan la circulación, sólo alcanzo a musitar una bobada. Únicamente me siento repuesta cuando vuelvo del vestidor y tejo en mi mente una serie de argumentos en mi defensa. Quisiera decirles que yo no percibo mi cuerpo como algo potencialmente creador, me parece más una bomba de tiempo, un enemigo íntimo del que no puedo escapar. Sin embargo, nunca me animo a decir lo que pienso, sería incómodo y probablemente me recomendarían ir a un psicólogo. Además, ¿por qué tendría que justificarme? ¿Por qué nos es tan fácil cuestionar la forma de vida de los demás?
Desde pequeña he tenido mis encontronazos con la carcasa que me tocó habitar, y no me refiero a los típicos conflictos de imagen o autoestima. Aludo más bien a pequeños baches en mi historial médico, a un cúmulo de desperfectos que, aunado a mis manías, me llevaron a percibir mi cuerpo de una manera un poco más áspera de lo común. Para mí, el cuerpo que habito no es algo que esculpir, ni una herramienta para alcanzar metas, algo que modificar a mi antojo, al menos no en lo esencial, no de raíz. Mi cuerpo es el recordatorio de la brevedad de la vida, de mi frágil consciencia y de la futilidad de mi existencia. Y esta percepción, ni buena ni mala, simplemente refleja crudamente un destino compartido por todos.
Nadie nos enseña que nuestro cuerpo es el adversario último que nos traicionará y limitará poco a poco nuestra experiencia del mundo hasta extinguirnos. En cambio, tememos lo externo y hablamos de la enfermedad como si viniera de fuera, como si nuestro cuerpo no ideara sus propios complots y mutaciones malignas. No es una imagen alentadora del cuerpo, lo sé. Pero quizás si fuéramos consciente de este lado menos luminoso nos cuidaríamos un poco más, nos bastarían los días en los que no nos duele algo nuevo. Tal vez el arribo de la enfermedad, la vejez y la propia decadencia no nos deprimiría ni dejaría tan descolocados.
II
Mis más recientes problemas de salud son bastantes comunes para mi edad y género: miomas y quistes. Sin embargo, como a cualquiera, me costó mucho trabajo aprender a convivir con ellos. Cuando los diagnósticos estaban aún frescos, me angustiaba que estos males fuesen “normales” y que al mismo tiempo requiriesen una constante vigilancia para no transformarse en algo nocivo. Esa incertidumbre, esperar a que las cosas “progresen”, es muy jodida… es como estar esperando el silbatazo de arranque en la carrera que lleva a la muerte. Lo curioso es que nos encontramos en esa etapa desde nuestro primer aliento y la meta no es alentadora.
La ginecóloga ve dos opciones frente la emboscada que me juega mi propio cuerpo: quitarme la matriz de una vez (“total no la vas a usar”, dice ella con una mueca) o esperar a que sea absolutamente necesario retirarla (“chance en el inter te animas a tener tus niños”, cambia la mueca por una sonrisa). He decidido, hasta ahora, esperar. Aprendo a convivir con la incertidumbre, pero ahí donde yo huyo de una operación, mi doctora ve esperanza. Llegado este punto de la consulta ya no aguanto su mirada, no quiero ser grosera, pero estoy a nada de decirle que no tengo dudas, que elijo sin remordimientos mi condición de hija sin hijos. Me contengo y apuro el cierre, nos veremos el próximo año, cada una desde su esquina.
Esa idea de ser “hijos sin hijos” es una apropiación de algo que le leí a Enrique Vila-Matas cuando yo tenía unos 19 años. La frase, título de un libro de cuentos del escritor catalán, se colgó de mi mente desde ese momento como si inconscientemente supiese que más adelante cobraría sentido y sería una herramienta para definirme, comprender quién soy. Muchos años después, leí una entrevista con la escritora Selva Almada en la que se definía orgullosamente como “hija sin hijos”. No ahondaba en detalles, lo decía sin reparos, sin justificaciones, con firmeza. No dudo que para muchas personas una declaración así le suene irreflexiva e incluso altanera, pero no creo que sea así. Sospecho que somos bastantes quienes decidimos no tener hijos porque nos conocemos demasiado bien. No tiene nada que ver con que el mundo sea un lugar terrible, con una falsa consciencia superior o desprecio por la norma.
En mi caso reconozco mis rasgos obsesivos, impacientes y egoístas. Apostaría a que la maternidad me volvería depresiva o, en el mejor de los casos, me haría infeliz. Me transformaría en alguien que nunca he querido ser, borraría esa persona que tanto me ha costado tanto trabajo descubrir, volvería a ser un eco en la vida de alguien más.
No pretendo hacer un balance de la maternidad, no soy apta para hablar de ello. Además, me parece que es uno de esos temas en los que emitir un juicio sería torpe y reduccionista. Lo cierto es que, aunque no quiera ser madre, admiro esa entrega que la maternidad/paternidad despierta en muchas personas, me conmueve ese deseo de amar a alguien como nos amaron nuestros padres o como nos hubiera gustado que nos amaran. Lo admiro porque no hay nada de eso en mí.
III
El no desear la maternidad no significa que no me gusten los niños/niñas. De hecho, disfruto mucho la compañía de mis sobrinos, me gusta ver cómo poco a poco descubren el mundo y queman etapas que otros hemos superado con el paso de los años. Entre los descubrimientos relacionados con mi persona, me divierte el impacto que les provoca descubrir el tatuaje que tengo en la muñeca y la explicación fantástica que les doy sobre el manchón indeleble. También me enternece que cuando van superando los diez años, les da curiosidad saber por qué no tengo hijos. Ante mis respuestas, me miran preocupados y me dicen lo que realmente les angustia: “¿Pero quién te va a cuidar cuando seas viejita?”. Les respondo con la mayor ternura posible, me esfuerzo por tranquilizarlos y de paso les digo que muchas veces quienes más ayudan no son parte de nuestra familia.
El hecho de explicarme ante mis sobrinos me lleva a pensar en lo errada que puede estar nuestra definición de familia. Basta prestar un poco de atención a todas esas personas mayores que deambulan solas, torpes y desorientadas las calles de nuestras ciudades. Tener descendencia o familia no es garantía de nada, por eso sigo el consejo de la banda Pulp en la canción “Help the Aged” y trato de ayudar aunque sea fugazmente a esos viejos y viejas que me recuerdan que ellos fueron jóvenes como yo y que yo seré como ellos si tengo el privilegio de envejecer. No estaría mal que nuestras redes de cuidado trascendieran las fronteras de lo familiar, sería deseable que el bienestar ajeno se sintiera como una responsabilidad nuestra también.
IV
Cada año que pasa me acerco a la edad de ser biológicamente inapta para tener hijos y ante la angustia que esto puede provocar a conocidos y extraños, me he dedicado a leer algunas novelas sobre la maternidad. He dado principalmente con algunas escritoras jóvenes que hablan del tema, pero suelen mostrar visiones extremas de lo que es ser madre. O revelan preocupaciones y sentimientos aburridamente burgueses o plantean la experiencia desde una crudeza que no invita a la reflexión sino al espanto. Y lo más simpático es que muchas de estas autoras se pierden en obsesiones personales fomentando la perpetuación del yo a través de los hijos. Definitivamente no he encontrado nada allí que me ayude en mi búsqueda.
Por fortuna, gracias a recomendaciones e intuiciones he llegado a otras novelas, películas y series que me ayudan a comprender mejor mi postura frente a la maternidad, a captar la razón por la que me empeño en ser una hija sin hijos.
- El bebé (serie televisiva creada por Siân Robins-Grace y Lucy Gaymer).
- Lucy (novela de Jamaica Kincaid).
- Aftersun (película dirigida por Charlotte Wells).
Primero llegué a El bebé, una serie que oscila entre el terror, lo absurdo y lo cómico. Trata de una mujer en sus treintas que observa con desconcierto y molestia cómo sus amigas son absorbidas por la maternidad. Se siente excluida y altaneramente desestima la faceta que transitan sus amistades, pero todo cambia cuando la protagonista en una extraña y sangrienta escapada de la ciudad se encuentra a un bebé que se niega a dejar su lado. Cada intento de abandonarlo desata una serie de muertes. En esta serie la maternidad se torna jocosamente en una maldición mientras destapa interesantes reflexiones en torno a la atadura social e individual que ha significado ancestralmente el ser madre. La maternidad vista desde la serie nos obliga a pensar en los múltiples yugos sociales que nos vendría bien cuestionar con la finalidad de comprendernos mejor y buscar formas menos opresivas de ser mujer.
Unos meses después de devorar los capítulos de El bebé, me regalaron la hermosa novela Lucy de Jamaica Kincaid. En ella ser mujer significa deambular en un campo de batalla que cruza cuestiones de clase, género y raza. Allí el camino de convertirse en una persona completa y libre pasa por aprender a estar sola, a no ser el eco de nadie, a saber en qué momento dejamos de ser hijas para ser nosotras mismas. Reconocer nuestra herencia y dejar lo que nos lastima es en esta novela la clave para ser un poquito más libres.
Finalmente, el pasado diciembre la película de Aftersun me ayudó a advertir por qué me sigue rondando el tema de la maternidad. Como es una de las películas más comentadas en los últimos meses no me detendré en explicar su trama, sólo diré que me fascinó la capacidad de la directora de plasmar ese confuso momento en el que los hijos queremos salvar a los padres, aquel desconsuelo de no poder calmar su dolor, la desesperación que desata darnos cuenta demasiado tarde de que es muy poco lo que sabemos de ellos como personas.
Gracias a esta película comprendí que lo que me hace ruido de la maternidad no es el rol de ser madre en sí, sino el de ser hija. Deseo tener claro ese rol, interpretarlo sin perderme entre la responsabilidad afectiva y el establecimiento de límites. Aprender a ser hija, aceptar lo que me fue legado sin ser el eco de nadie más.
En fin, sospecho que esta reflexión sobre la maternidad es sólo una manera más de no pensar en el inevitable chequeo médico que se aproxima. Me contentaré con que el resultado siga siendo: “Todo bien… por ahora”.