De chácharas, Kaurismäki y la esperanza en lo obsoleto

I.

Un prendedor roto, una piedrita pintada, un casete con lecciones de inglés, una brújula destartalada, viejas entradas de cine atadas con un listón, monedas sin valor y una tarjeta para hacer llamadas desde cabinas que no existen más. Estas son algunas de mis chácharas favoritas. Me reconforta sacarlas cada tanto de su caja, tenerlas en mis manos, acomodarlas en el tocador y perder algunos minutos observándolas. No sé bien por qué lo hago, son objetos obsoletos que no cargan historias secretas. Simplemente disfruto saber que los he conservado desde hace años, algunos incluso desde la infancia.

Estoy lejos de ser una acumuladora de recuerdos u objetos. De hecho, en los últimos años me he empeñado en tener menos cosas y regalo lo que no uso o lo intercambio por algo que necesite. Esta práctica incluso la pienso como un gesto de cortesía para el futuro pues cuando muera tendrán mucho menos cosas mías que tirar. Eso sí, lo que no me he atrevido a depurar es mi ínfima colección de objetos inservibles.

Aunque me esfuerzo, no logro tasar el valor que tienen estos objetos para mí. En su mayoría no eran originalmente de mi propiedad, algunos incluso los encontré tirados en la calle durante alguna caminata. Tal vez sea que me gusta imaginar historias alrededor de objetos inservibles como la de aquel famoso soldadito de plomo de la literatura infantil. No estoy segura, pero forzando un poco la reflexión, tal vez mi fascinación por estas cosas también tenga que ver con haber crecido en un momento histórico en el que pude experimentar el mundo antes y durante la globalización. Poniéndolo en pocas palabras, digamos que conocí lo “Hecho en México” y viví el tránsito hacia el “Made in China”.

En una primera parte de mi infancia noventera, la cotidianidad estaba adornada por colores pastel, muebles de laca que sobrevivieron los ochenta, fotografías en sepia que transmitían falsa nostalgia y otros artefactos decorativos que artificiosamente rendían tributo a los “dorados” años cincuenta. Después, en algún momento entre los avistamientos del chupacabras y crisis económicas, los objetos conocidos fueron desplazados por novedades que prometían ser “lo último de la línea”, que al mismo tiempo prometían que algo mejor estaba por venir.

Fuera en el tianguis, el mercado o la plaza comercial, todos queríamos un trozo de esa idea de futuro materializado en consolas de juego, prendedores para el cabello o ralladores de verdura. Supongo que fue esta infancia la que me hizo tener una fascinación por los objetos obsoletos. En un tiempo en el que todos querían lo mismo, yo me enorgullecía secretamente por tener lo que nadie más: una brújula de cobre con la aguja rota, por ejemplo.

¿Pero por qué todavía conservo estas cosas que no sirven? La respuesta es bastante obvia: me aferro al pasado. Y lo hago porque me sirve para trasladarme a un momento en el que no sabía lo que sé ahora, en el que no veía los márgenes de mi existencia, en el que ser feliz era mucho más fácil y en el que pensaba que las derrotas a la larga servirían de trampolines hacia los sueños. Paradójicamente, este pasado no me hunde en la nostalgia, todo lo contrario, me da esperanza en el futuro porque recuerdo que está en mis manos desmontar y transformar las ventanas a través de las que observo el mundo.

II.

Amo el cine del director finlandés Aki Kaurismäki y desde la víscera sostengo que todas y cada una de sus películas son un bellísimo cuento de hadas para quienes habitamos este mundo precarizado. Además, este director comparte mi fascinación por los objetos obsoletos, los utiliza en sus películas para subrayar la importancia que tiene lo material en los procesos de identificación y de construcción de identidad, algo que desafortunadamente ha sabido explotar muy bien el neoliberalismo.

Kaurismäki, como otros cineastas, ha creado su propio universo estético. Es fácil reconocer sus películas con sólo mirar unos segundos. Los colores, ambientes y objetos lo delatan. Y si bien coquetea con lo kitsch y el pastiche, nunca llega al atiborre sin sentido de un Almodóvar. Al contrario, Kaurismäki recupera objetos y personas olvidadas por la sociedad para dignificarlas, brindarles una segunda oportunidad e iluminar su belleza.

Si algo caracteriza a Kaurismäki es su capacidad de tejer historias simples cuyos protagonistas son todas aquellas personas que no solemos ver en primer plano y con vidas mucho más cercanas a las nuestras (monótonas, grises, solitarias, inciertas). Sus películas cuentan el día a día de cajeras de supermercado, obreros, cocineros, desempleados, personal de limpieza y otras personas “ordinarias” que pasan desapercibidas o se suelen invisibilizar. Y aunque sus personajes son marginales, su existencia pasada de moda escapa a cualquier tipo de mercantilización o fetichización, como sucede bajo la mirada de cineastas como Jim Jarmusch o Wes Anderson. Los paraísos artificiales de Kaurismäki han sido descartados por el capitalismo y la ideología del éxito, pero tienen alma y dignidad. 

Como todos los cuentos de hadas, en las películas de este cineasta no faltan las dosis de violencia, injusticia, desesperanza o traición, pero al final siempre sobrevive la esperanza gracias a la estrategia de desdramatizarlo todo a través de un humor fino e irónico que remeda lo mejor del cine mudo. Kaurismäki siempre nos da un final feliz, no el de la abundancia y el éxito, pero sí brinda algo en que creer, ya sea en la amistad, en una felicidad que no dependa del consumo o en ese tipo de bondad anónima y desinteresada que no requiere ser compartida en redes sociales.

Kaurismäki está lejos de hacer cine político, no es Mike Leigh o Ken Loach, pero pone el reflector sobre los perdedores del sistema capitalista y con el paso de los años aborda más explícitamente el efecto cotidiano e individual que tienen fenómenos globales como la migración, la guerra, las crisis económicas, la deslocalización, la especulación financiera, el crimen organizado, la gentrificación y el tráfico de personas. Por ello considero que su singular trágico-cómica forma de ver el mundo, pese a no ser un manifiesto, sí puede ser un impulso libertario.

Puede sonar exagerado pero las películas de Aki Kaurismäki restauran mi fe en la humanidad. Su cine me hace creer en un mundo en el que no es necesario seguir los mandatos del éxito, un mundo en el que no existe brújula que dicte cómo debemos vivir. Después de ver sus películas, vuelvo a la realidad con esperanza renovada y con el deseo de encontrar felicidad en lo mínimo y no en la acumulación (de cosas, de nostalgia, de rencores, de angustias, de frustraciones). Gracias a Kaurismäki perdura mi voluntad de aprender a vivir sin joder a los demás, de gozar la dosis de buena suerte que me toca, de ser feliz con un par de amigos, algo de música, uno que otro vicio, alguien que me quiera y una mascota que apapachar.



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