No sabía que a una mujer podían matarla por el sólo hecho de ser mujer,
pero había escuchado historias que, con el tiempo, fui hilvanando.
Selva Almada
I.
Hace tiempo el historiador Jean Delumeau escribió que las colectividades y las civilizaciones mismas están embarcadas en un diálogo permanente con el miedo. Y dicho miedo se conforma por una dimensión individual y una colectiva. Los miedos personales que parecerían apelar sólo a nuestra experiencia se engarzan de formas insospechadas con temores compartidos por generaciones, poblaciones específicas o géneros.
Es quizás en la infancia cuando comenzamos a crear nuestro repertorio de miedos, ya sea esto por vivencias propias, rumores o relatos adultos destinados a servir de advertencia. Buena parte de los miedos infantiles habitan el espacio de lo fantástico, pero también absorbemos, sin desearlo, los miedos que a los adultos se les escapan en esas charlas no aptas para niños. De aquella mezcla de imaginación, vivencias y el mundo adulto estaban hechas mis pesadillas de la infancia:
· El “mochaorejas”
· La lluvia radioactiva
· Los ovnis
· Los judiciales
· La crisis y el “nuevo peso”
· Las jeringas “infectadas” abandonadas en los cines
· El SIDA, la salmonelosis y el ébola
· Los temblores
· Los “narcosatánicos”
· Mi reflejo en el espejo durante la noche
· La mirada acusadora y acosadora de Dios
· Canciones que tocadas al revés tenían mensajes ocultos
A tan corta edad el sentido de los miedos se nos escapa, pero más indescifrables son aquellos que nos inculcan: “No mires a esa persona”, “Evita hablar con tal o cual”, “No dejes que nadie te toque”, “Avisa si te hacen algo raro”, “Cuidado con los señores”. Como niña, todas estas advertencias son bastante confusas. Queda claro que hay que cuidarse de los hombres en la calle, en la casa, en la escuela. Pero toda esa armadura protectora se viene abajo cuando se nos obliga a sonreír a todo extraño o a recibir sin queja alguna el beso de ese tío que te deja la mejilla con restos de pegajosa saliva. Se nos impulsa a desarrollar un sexto sentido contra algo que no logramos entender en la infancia. ¿Cómo nos protege del “mal” sentarnos de cierta manera? ¿Cómo evitamos algo terrible cruzando las piernas o agachándonos “como señoritas”?
Desde muy pronto el mundo adulto nos hace sentir que hay algo en nosotras mismas que nos pone en riesgo. Sin querer podemos provocar la violencia y atención inadecuada de “alguien”. Todas estas extrañas indicaciones comienzan a tener pleno sentido para las mujeres por ahí de la secundaria. La atención indeseada de los hombres, burda y directa, nos aborda de lleno. Hasta la fecha me parece un enigma por qué los hombres, mucho más que las mujeres, tienen esa necesidad de ser vistos, de que alguien atestigüe su paso por el mundo. Más que una muestra de confianza o seguridad, se me antoja una debilidad de carácter, un asfixiante deseo infantil.
A pesar de todas las malas experiencias que como todas he vivido, durante la adolescencia y parte de mi juventud me sentí segura, con el derecho a defenderme ante el acoso masculino. Quienes me conocen, saben que tengo el vocabulario amplio y florido de un camionero sexagenario. Y nunca tuve miedo de hacer uso de él para defenderme. Sarcasmo, groserías, “cortes de manga” y, mi favorito, “la pintada de dedo” fueron durante años mis armas contra el acoso. Di cachetadas, patadas e incluso una vez le lancé un café caliente a un tipo que me molestó camino a la prepa. No obstante el acoso, en ese momento de mi vida no me sentía como si tuviese una diana en la espalda por el simple hecho de ser mujer. Todo parecía simple: defenderse y no “exponerse”.
Hoy las cosas son diferentes. Estamos más conscientes de la violencia de género y estamos más desprotegidas. Tenemos más herramientas para luchar contra el acoso, pero la violencia se intensifica y multiplica.
II.
Tengo una amiga que cada tanto me aconseja cambiar mi forma de vestir. Desde su punto de vista, debería de vestirme para el trabajo que quiero. Básicamente, me dice que me arregle un poco más, que cambie los tenis por zapatos de tacón, que use vestidos y así. El comentario me da algo de bronca a varios niveles. De entrada, no sé qué tipo de trabajo imagina que quiero tener. Pero procuro no engancharme con el tema y asiento con una sonrisa. Lo cierto es que no deseo detenerme a contarle por qué me visto cómo me visto. La verdad, también sea dicha, es que prefiero conservar para mí lo que no quiero recordar. En gran medida me avergüenza que me defina algo que pasó hace ¿10 años? ¿Más años o menos? Ni siquiera eso tengo claro, no quiero pensar.
Es difícil vivir en un país como México y no entrar alguna vez en la categoría de víctimas de alguna de las numerosas violencias que nos rodean. La violencia nos ha arañado a nosotros mismos o ha alcanzado a un ser querido. Independientemente del tipo de violencia que nos toque, ésta siempre deja marca. Y lo peor es que después de la violencia muchas veces llega el remordimiento, la sensación de que pudimos reaccionar con más inteligencia, que pudimos haberlo prevenido, que algún paso en falso nos puso en esa situación. Tampoco falta quien nos diga qué hubiera hecho distinto en nuestro lugar.
Cada quien convive como puede con la violencia y con la sombra que deja en cada uno. Hay algunos cuyos cuerpos los traicionan y desarrollan enfermedades (hipertensión, diabetes, depresión). Otros llevan marcas más imperceptibles, las notamos en su cuerpo, en su manera de caminar por las calles, en el sobresalto inexplicable ante el roce de un extraño, en la contracción del cuerpo ante algo que desate el miedo, en el constante estado de alerta.
En mi caso, nuevos miedos brotaron como de una fuente inagotable. Temores irracionales se multiplicaron de golpe. Empecé a tener miedo a las alturas, dejé de manejar, me hice hermética y rutinaria, empecé a llevar siempre identificación y floreció en mí el trastorno obsesivo-compulsivo. Incluso, cosas tan banales como el calzado adquirieron un sentido totalmente nuevo: ¿serán estos tenis lo suficientemente cómodos para correr si necesito huir de alguien? ¿Podré patear a alguien con estas botas?
III.
Jorge Ibargüengoitia desde finales de los 60 tuvo una columna en el periódico Excélsior que sería la materia prima para el conocido libro Instrucciones para vivir en México. Entre sátiras, reflexiones y tipificaciones, Ibargüengoitia cuenta, desde su experiencia, lo que es vivir en México. En 2019, escritores como Tedi López Mills, Antonio Ortuño, Yuri Herrera y muchos otros se dieron a la tarea de actualizar el proyecto de Ibargüengoitia y publicaron las Nuevas instrucciones para vivir en México. Una de las grandes interrogantes que se detecta en este esfuerzo de renovación es: ¿todavía podemos satirizar y encontrarle un lado humorístico a la violencia en México?
Durante años pensé que la capital mexicana era la mejor escuela para la vida. Sobrevivirla, esquivar sus amenazas diarias e incontables, me parecían un legado no reconocido. ¿Qué miedo nos podría causar viajar al extranjero si usamos diariamente el transporte público chilango? ¿Qué carterista o ladrón de cualquier lugar del mundo nos podría amenazar si en muchas de nuestras interacciones con extraños no sabemos si nos van a asaltar o a vender algo? Pero hoy, cuando te pueden disparar para robarte una mochila con libros o un celular de tres mil pesos, me gustaría que esta ciudad, este país en general, nos preparara menos para la violencia.
Tomar foto de cómo vas vestida antes de salir de casa, compartir tu ubicación en tiempo real, escoger el asiento en el que es más difícil que te manoseen, usar ropa holgada en el transporte público para que no te acosen, ubicar “los senderos seguros”, sacar foto de tus tatuajes o señas particulares para que te encuentren (por si acaso). Desgraciadamente hoy son las mujeres las que se encargan de difundir las instrucciones para sobrevivir en este país. Compartimos nuestras experiencias y consejos con las más jóvenes para que intenten estar más seguras, nos preocupamos por ellas. El paso de toda esta “sabiduría” deja un muy mal sabor de boca. En el fondo sabemos que esto es sólo un paliativo, es demasiado poco lo que a nivel individual puede prevenirse cuando las raíces de la violencia de género son profundas y se aferran a cada recoveco de la sociedad.
IV.
Muchas hemos compartido un café y esa charla en la cocina de alguna de las mujeres de nuestra familia. De manera inesperada la tarde se convierte en un recuento de los agravios sufridos por todas: humillaciones, violaciones, acosos, incesto, golpizas. Estos relatos incluyen a las mujeres de hoy y a las de antes porque la violencia contra las mujeres es ancestral. Sólo ahora empezamos a encontrar las palabras para nombrarla y denunciarla. ¿Será que el miedo colectivo que nos roba la tranquilidad actualmente es la violencia de género? ¿Que sea fácil que nos maten por ser mujeres? ¿Y que de algún modo se diga que fue nuestra culpa?
Es mucho lo que se puede hacer colectivamente, las madres buscadoras y los colectivos feministas son prueba de ello. También sería útil preguntarnos qué podemos hacer a un nivel individual. ¿Participamos de alguna manera de este fenómeno con silencios o complicidades? ¿Condenamos los feminicidios, pero toleramos la violencia doméstica dentro de nuestra propia familia? ¿Sexualizamos la infancia? ¿Reproducimos formas nocivas de la masculinidad? ¿Nos reímos ante el chiste misógino? ¿Repartimos inequitativamente las responsabilidades en la casa? ¿Reforzamos estereotipos tradicionales de la mujer y del hombre? ¿Normalizamos el acoso? Las raíces de la violencia contra las mujeres son extensas y pasan por temas como la sexualidad, las masculinidades, la desigualdad, la impartición de la justicia, la salud reproductiva, las leyes, la corrupción, la religión, las autoridades, el crimen organizado y la familia. Libramos una batalla en dos frentes: el colectivo y el individual. Y si no tomamos acción en estos dos sentidos, las mujeres, en especial las más jóvenes, seguirán sobreviviendo en lugar de vivir.