Voy a guardar intacto el recuerdo de este instante porque todo lo que existe ahora mismo nunca volverá a ser igual.
José Emilio Pacheco
La historia de mi padre y su familia está llena de vacíos, sólo tengo fragmentos de lo que dicen que sucedió. La familia de mi abuela Magdalena Barreiro era de Real del Monte en el Estado de Hidalgo. Su padre Jesús era el Jefe de Policía del lugar y vivieron bien económicamente hasta que la Revolución Mexicana alcanzó esa zona montañosa conocida por sus pastes y minas. Se mudaron a la ciudad de Pachuca para empezar de nuevo, ahí creció mi abuela Magdalena. A los 16 años se enamoró de un hombre de “vida bohemia”, un eufemismo para referirse a un sujeto mujeriego, imprudente y que tocaba la guitarra. Pese a todas las señales de alarma, se casó con él y tuvo dos hijos (Arturo y Héctor). Como era de esperarse, las cosas no salieron bien. La vida conyugal de mi abuela Magdalena se podría resumir en tres palabras: infidelidades, irresponsabilidad y entuertos. Lo más probable es que él la dejara por otra mujer, provocándole un dolor que la arrastró a un abismo tan profundo y obscuro, de esos de los que muy pocos logran salir. Tan joven y frágil, fue víctima, además de la ciencia médica que en ese momento consideraba que el mejor antídoto para la depresión, “la histeria” o cualquier otro estado de ánimo “atípico”, se solucionaba con un par de sesiones de electroshock. Imagino el estigma social que eso le pudo haber significado en su momento. Aun así, salió adelante, sin sus hijos porque pensaron que no era “apta” para cuidarlos y con el corazón hecho jirones.
¿Y qué se puede decir de mi abuelo Ángel Vásquez? Fue hijo de emigrantes españoles, pero no de aquellos que llegaron al país para ser centro de tertulias, fundar instituciones académicas o editoriales; su familia era de clase trabajadora. Mi abuelo Ángel no estuvo destinado para el éxito económico, o quizás nunca le interesó. A diferencia de sus hermanos que alcanzaron puestos importantes en la Compañía de Luz y Fuerza, él optó por trabajar estrictamente para pagar las cuentas y salvaguardar un tiempo para su verdadera pasión: la música. La primera esposa de mi abuelo fue una señora llamada Emma, con quien tuvo a Ángel, y quien al ser “el hijo del primer matrimonio” fue abrigado por la familia española de mi abuelo. Ángel creció rodeado de la cultura del viejo continente, practicaba Jai Alai en el Frontón de México en Av. de la República a escasos pasos del Monumento de la Revolución, y fue pronto invitado por sus tíos a trabajar en la Compañía de Luz y Fuerza del Centro. En ese entonces la descendencia que protegían y procuraban las familias era aquella del primer matrimonio. Los hijos de las segundas nupcias serán, en cambio, reconocidos, pero poco frecuentados, pues, rompían con el esquema de la vida familiar “tradicional”. Y ésa fue la suerte de los hijos del segundo matrimonio de mi abuelo Ángel: Graciela, Edmundo y Rogelio (mi padre).
La memoria, así como la historia, está compuesta por silencios, espacios en blanco sobre los que sólo podemos especular. No todas las experiencias se registran, muchas se viven simplemente como un escalón más hacia lo que depara el futuro. Entre las muchas piezas extraviadas está el relato de cómo se conocieron mis abuelos. No sé si se perdió esa información porque quienes escucharon esos recuerdos no les prestaron aprecio o simplemente no se hablaba de ello porque, a pesar de lo común que era separarse y formar una segunda familia en esa época, seguía siendo una mácula sobre todas esas personas que deseaban una segunda oportunidad. ¿Cómo se atrevían a romper las reglas y enamorarse de nuevo? ¿Con qué derecho?
Lo que sí sé, es que mis abuelos se asentaron en la colonia Vista Alegre (donde después estará el metro Chabacano) y que mi abuelo Ángel trabajaba por comisión en la mueblería “Nueva” de la calle José de Emparán en la Tabacalera. Aunque trabajar a comisión lo obligaba a recurrir cada tanto a un agiotista para llegar a fin de mes, su vida familiar era lo suficientemente feliz pese a la falta de lujos. Mi padre recuerda que esconderse de los cobradores fue durante una temporada parte de sus “juegos favoritos”. Al primer golpe en la puerta, él y su hermano se escondían y permanecían mudos hasta que el cobrador se cansaba de insistir.
Me gusta imaginar que a pesar de no ser un hombre “exitoso”, mi abuelo hizo todo lo posible por mantenerse de buen ánimo. Por ejemplo, tenía una banda de música y siempre dedicó tiempo para tocar el instrumento que tuviese a mano: banyo, marimba, piano… lo que fuese. Mi papá recuerda que en su casa no hacía falta radio, su padre era la música encarnada. Si no estaba silbando o tarareando, interpretaba aquel danzón de Juárez no debió morir. Era una persona alegre, se la pasaba jugando con mi papá, “choteándose” mutuamente y cuando podían iban juntos al cine La Estrella o al Palacio Chino. Por su parte, su madre era cariñosa, pero un tanto sobreprotectora; pero ¿cómo no lo iba a ser así si había perdido a su hijo Héctor de 18 años y a su bebita Graciela? A ella le gustaba hacer trabajos manuales y mi papá de niño la acompañaba a la calle Tabaqueros para comprar los insumos para realizar figuras de migajón, frutas de colorida y brillante resina, tapetes con gancho y bordados finos. Mi abuela Magdalena volvía constantemente a Pachuca, la familia y los asuntos pendientes la llamaban cada tanto. Mi padre recuerda esos viajes con felicidad, podía jugar con su prima Aracely a las canicas o construir elaborados laberintos de plastilina para las hormigas e ir al cine donde proyectaban películas de Marisol, Piporro, El Santo, Tin Tan y Clavillazo.
Seis años separaban a mi padre de su hermano Edmundo, así que buena parte de la infancia se la pasó observando a los adultos y contemplando a través de la ventana de su habitación a todos esos niños que jugaban en el parque de la cuadra. Será la adolescencia de mi padre la que por fin tienda un puente entre los hermanos. Mi tío Edmundo lo llevó a conocer los espectáculos de variedad, por no decir tugurios, en los que más de una vez pudo ver el sketch de cómicos como Palillo o Harapos que eran la antesala del show principal: la jovencísima Lyn May y la habilidosa Gloriella.
Nunca conocí a mi abuelo Ángel, la diabetes lo consumió poco a poco y murió a los setenta y dos años. Hay una foto de él que me fascina: está sentado en un banco alto en medio de lo que parece un salón de eventos, lo rodean instrumentos y mira directamente a la cámara. Casi parece que me mira específicamente a mí a través del tiempo mientras sostiene con una mano el banyo y lo recarga sutilmente sobre su pierna. Es delgado, elegante, con el cabello engominado partido por en medio. No se ve serio ni tieso, tiene una mirada profunda, gentil y jovial que me recuerda las fotos que he visto del poeta Federico García Lorca. Obviamente tampoco conocí a García Lorca, pero me gusta pensar que los dos fueron buenas personas. Ojalá hubiera tenido la fortuna de conocer a mi abuelo, juego con la idea de que hubiera sido su nieta favorita, me hubiera enseñado música y muchas tardes las hubiera pasado hipnotizada con el movimiento de sus manos flotando sobre las blancas y negras teclas del piano. En casa de mis padres, desde que tengo memoria, ha estado en la sala ese piano que mi abuelo tocó incluso cuando ya había perdido la vista. Crecí con ese instrumento lacado y elegante recordándome su ausencia y todo aquello que no vivimos. “Nostalgia de lo no vivido” se le llama a esa punzada en el estómago.
A mi abuela Magdalena sí la conocí, aunque sólo tengo un recuerdo nítido de ella. Mi memoria apunta a que nos visitó un diciembre y llevaba un inusual vestido largo hecho de pana color borgoña u ocre. Me parecía altísima, delgada y comandando todo con el cigarro que llevaba entre los dedos. Y si bien lo que los demás recuerdan del momento es el alarido que lanzó cuando mi pie torpe la pisó sin querer, en mi mente sólo tengo guardada la imagen de esos brazos largos y amorosos estirándose para cargarme o abrazarme. Quisiera haber tenido tiempo para acumular recuerdos con ellos, no me importaría que algunos fuesen malos, al menos tendría más claro qué de ellos hay en mí. En cambio, lo que tengo es el recorrido secreto que en ocasiones dibujo con las yemas de mis dedos sobre el silenciado piano de mi abuelo o sobre los hermosos bordados de mi abuela que conservo, pues sus vibrantes colores me dan cierto consuelo.
II
Parte esencial de hacerse joven pasa por huir del hogar y los padres, aprovechar cada resquicio de libertad que dan los estudios, los trabajos temporales y las amistades para estar en la calle el mayor tiempo posible. Mis padres no fueron la excepción, oscilaban entre las largas horas de estudio, los paseos con amigos, escuchar música o simplemente soñar con el futuro. Mi papá, por ejemplo, tuvo la oportunidad de echar un vistazo a la vida nocturna de los 60 gracias a que durante su servicio militar fue reclutado por un Mayor (que también era químico del Poli) para trabajar tomando muestras de sangre de jóvenes realizaban el servicio militar o que se encontraban en Tribunal para menores. Terminado el trabajo en el laboratorio, mi papá acompañaba a este señor a sus reuniones en las que ocasionalmente asistían los “segundos frentes” de los “ilustres” amigos del Mayor. Ese era el tipo de ambiente en el que convivieron durante los sesenta, pero sobre todo en los setenta, los políticos, los militares, los policías y la farándula. Mi papá era sólo un observador, estuvo siempre en el asiento de copiloto, pero conoció efímeramente ese mundo del que en los setenta será rey Arturo “el Negro” Durazo.
Mi papá fue un joven inseguro, se sentía siempre un poco fuera de lugar, pero para hacer frente a esta incomodidad consigo mismo decidió reafirmar aún más su personalidad, que para muchos ya de por sí era peculiar. Comenzó a usar ajustados pantalones acampanados, camisas estrafalarias, botines y patillas kilométricas. Escuchaba Ruby Tuesday, Love me Two Times y A Whiter Pale of Shade. Supongo que pensó que, si la gente lo iba a criticar o juzgar, al menos que lo hicieran por ser él mismo. Para fortuna de mi padre, siempre ha contado con la buena estrella de los introvertidos y le ha caído bien a casi todas las personas con las que se ha encontrado a lo largo de su vida. Quienes lo conocen saben que entre sus cualidades están ser observador y saber escuchar.
A finales de los sesenta mi padre visitaba regularmente a una tía en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco y recuerda que una tarde de septiembre se acercó a un mitin estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas. Ahí escuchó a los representantes del Consejo Nacional de Huelga, quienes hablaron del pliego petitorio, de los presos políticos, así como de la próxima reunión que se celebraría días después y a la cual mi padre quería asistir. Por razones que no recuerda bien, el miércoles 2 de octubre no llegó a la reunión. Al igual que el resto del país, se enteró al día siguiente de la masacre de estudiantes por medio de la tele y La Prensa. Después de lo sucedido mi padre acompañó a su madre a ver cómo estaba su tía. El relato que ella haría de los tiros, los militares y los jóvenes desesperados que tocaron la puerta de los departamentos en busca de refugio, fue casi idéntico a aquello que se retrató en el documental El Grito (1968) y después en la cinta Rojo Amanecer (1989).
Mi madre y su hermano Sergio recuerdan las imágenes de la masacre gracias a la revista Por qué?, el medio impreso que publicó sin censura las fotos de los jóvenes asesinados y en cuya portada lanzaba esta desafiante afirmación: “El régimen está en quiebra”. Era cierto que el autoritarismo mexicano estaba experimentando desafíos, pero todavía tenía mucho poder. Las fotografías de los hechos dejaron de circular gracias a las maniobras del Estado y se silenció a la prensa totalmente. El gobierno no iba a dejar que los preparativos para las Olimpiadas o el Mundial de Futbol del 70 se vieran manchados por una “riña entre estudiantes”. La idea era hacer que México por fin figurara como un país moderno ante el mundo, de ahí construcciones como la Villa Olímpica, el Estadio Azteca, la escultural Ruta de la Amistad y la Alberca Olímpica cercana a la Colonia Portales.
En los días posteriores a la masacre, comenzaron los Juegos, los políticos volvieron a hablar del augurio de progreso mientras la sociedad mexicana fue invadida por las imágenes de la paloma de la paz, Enriqueta Basilo antorcha en mano, así como la icónica escena de los medallistas Tommy Smith y John Carlos que en el podio levantaron sus guantes negros como protesta por la falta de derechos civiles en Estados Unidos. El mundo era un hervidero, el grueso de la población eran los jóvenes y estaban cansados de las costumbres, la falta de derechos y de los abusos de la autoridad. Fueron años de cambio, se leía El Lobo Estepario, a José Agustín o a Carlos Castaneda. Esta generación rebelde se enfrentó a reacciones conservadoras en todo el mundo. En México, por ejemplo, el delito de disolución social sirvió para poner en la mira de la censura y represión a toda la juventud.
Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría y Ernesto Uruchurtu jugaron un rol importante en la masacre, pero de estos ninguno pagó las consecuencias. De hecho, Echeverría ganó las elecciones presidenciales de 1970, no sin resquemor por parte de la sociedad. “Arriba y adelante” era su eslogan, y si bien derogó el delito de disolución social, ofreció “apertura” y liberó a algunos presos políticos, en los sótanos de la vida política mexicana se recrudecería la Guerra Sucia contra los grupos políticos radicales que pensaban que el cambio sólo podría ser violento. Fueron tiempos de contrastes complejos y contradictorios, de estabilidad y desestabilización, tradición e innovación, radicalización y conservadurismo, rebeldía y amnesia, filosofías individualistas y experiencias psicodélicas, de liberalización femenina y objetivación sexual de la mujer, de Avándaro y del Halconazo.
En esta época se creó un mundo lleno de posibilidades para la juventud, pero las opciones de vida adulta siguieron siendo casi las mismas. Aquellos que decidieron no seguir las reglas acabaron viviendo en los márgenes de la sociedad, otros aprovecharon la “apertura” de Echeverría para encontrar su lugar en la gran maquinaria gubernamental o universitaria. Mientras tanto, la Portales en los setenta fue parte del programa de reordenamiento de la ciudad. Primero llegó en 1970 la línea 2 del Sistema de Transporte Metro que sustituyó la ruta del tranvía. Después, a finales de la década, Portales fue atravesada por los nuevos ejes viales: Eje Central, Eje 7 Sur Municipio Libre, Eje 7 Sur A Emiliano Zapata y Eje 8 Popocatépetl. Con un poco de paciencia y buena vista, uno puede pararse en la esquina de Eje Central y la calle de Presidentes y contemplar a la distancia el paso de los vagones naranjas del metro. Uno no puede más que imaginarse la gran transformación que este tipo de obras implicaron para los habitantes de una colonia. Muchas veces simplemente obviamos los cambios sin caer en cuenta de que aprontan una nueva época, así como el fin de una forma de vivir la ciudad.
III
Según la versión de mi padre, la primera vez que vio a mi madre fue en la base de camiones que se ubicaba entonces por la Rectoría de la UNAM y que repartía a todos esos jóvenes estudiantes que masivamente aspiraban a una carrera universitaria. No le dirigió la palabra, pero después siguió viéndola en los pasillos de la Facultad de Química en la que ambos estudiaban. Ella sin duda era una joven muy bonita, y la hacía aún más bella el hecho de que no estuviese consciente de ello. En las fotos de la prepa y la universidad semeja una jovencísima Julie Andrews que vestía los trajes de paño y casimir que su madre elaboraba con amor y precisión. Así como era una estudiante sumamente disciplinada que en casa apodaban “el Pequeño Larousse”, también era una mujer segura de sí misma, independiente, que llevaba el cabello cortísimo a la Jean Seberg y minifaldas que dejaban al descubierto sus hermosas piernas. Además de cumplir con sus labores en casa y con la carrera universitaria, se desplazaba en su bocho color pistache a distintas zonas de la ciudad para encargarse de asuntos y negocios de su padre. Ella podía hacerlo todo; ya me imagino lo intimidados que se debieron de sentir todos aquellos que la rodeaban. Era la encarnación de lo que se denominaba “una mujer moderna”.
Después de un largo cortejo, indecisiones y obstáculos, mis papás se hicieron novios. Pasaban casi todo el día juntos en la Facultad (en los laboratorios, la “perrera” o la biblioteca) y al terminar el día, mi papá acompañaba a mi mamá a casa. Mi abuela Cleofas al ver a ese altísimo y desgarbado joven en su puerta, le ofrecía quedarse a comer y platicaban durante horas. Así como pasa a todos los enamorados, mis papás empezaron a comprar pequeñas cosas para construir una vida juntos, quizás un par de vasos o una lámpara, no lo sé. Todo era un proyecto de amor juvenil hasta que mis abuelos empezaron a preguntar: “¿Qué plan tienen?” Con esa interrogante dicha en voz alta, se hizo claro el deseo de mis padres de casarse. “¿Dónde vivirán?” No sabían. “¿Ganaban lo suficiente?” No para vivir en un lugar más o menos decente. Sin chistar, mis abuelos les ofrecieron vaciar el departamento que rentaban a lado de la casa grande para que se establecieran ahí y les pedirían una renta más que nada simbólica. Mis padres no lo pensaron mucho, habían visto lugares para rentar, pero el precio era excesivo o estaban en muy malas condiciones.
El departamento, aunque es totalmente independiente, compartía la cochera y la entrada principal con la casa de mis abuelos. No era la situación ideal para una pareja de recién casados, pero estarían cobijados por una colonia que había visto crecer a mi madre y podrían ahorrar dinero. Se casaron en la Parroquia de San Sebastián Mártir en Chimalistac en 1975 e hicieron una modesta fiesta en el jardín de mi abuela, ese jardín en el que desde entonces se imaginaban a sus hijos jugar. En ese momento dejaron de ser jóvenes deseosos por conquistar el mundo y se convirtieron en adultos. Sacrificaron otros sueños para ofrecerle lo mejor a la familia que formarían. Desde ese día vivieron y trabajaron por el bienestar de sus hijos.
“Los cien años de Macondo, sueñan, sueñan en el aire. Y los años de Gabriel trompetas, trompetas lo anuncian”…al ritmo de estas estrofas cantadas por Óscar Chávez mi madre pintó las paredes del departamento en el que creceríamos sus tres hijos. La estancia de color blanco con una alfombra roja, las habitaciones beige, con cortinas psicodélicas y muebles “modernistas” que ahora me recuerdan a esos que salían en las películas de Mauricio Garcés.
Mi madre se embarazó a los pocos meses de casada y como quería estar preparada para la llegada de su primogénito, limpió obsesivamente cada uno de los rincones del departamento. Y en ese estado de emoción por el parto, decidió que una buena manera de hacer más pasable la espera era limpiando la alfombra con todo y una panza de 8 meses. Esas horas tallando hincada hicieron que el bebé girara dentro del útero, se enredara y pusiera sus piecitos listos para salir al mundo en lugar de la cabeza. El parto natural se descartó y se realizó una cesárea para sacar a mi hermano Rogelio, un niño sonriente y travieso. Dos años después (1978), nació mi hermano David, un bebé hambriento desde el primer respiro, pero muy tierno después de estar satisfechas sus necesidades.
David era un niño cariñoso y tierno, siempre y cuando no lo molestaran. Y a Rogelio le gustaba hacerlo enojar, por eso en las fotos de niños David aparece desencajado o a punto de llorar, mientras a Rogelio lo delata una sonrisa traviesa y victoriosa. A pesar de esas desavenencias que vienen incluidas con eso de ser hermanos, Rogelio y David iban a todos lados juntos. Por las tardes salían a la calle para jugar (americano o futbol) con los otros niños de la cuadra o para comenzar un recorrido por todas las casas de sus amigos, de un extremo a otro de la calle, pasando también por la nuestra, en la que mi madre recibía con una sonrisa a los amigos de mis hermanos y hacía lo posible para hacerlos sentir a gusto. En ese intercambio temporal de hogar, mis hermanos descubrían otras formas de vida e incluso juguetes distintos a los suyos, no faltando los chicos afortunados que tenían algún familiar que les traía juguetes americanos que no se conseguían “acá”. El punto de reunión de esa generación fue la calle y los fines de semana se unían a los juegos los familiares que llegaban de visita, formando una pandilla un tanto “amenazante” de críos que daban balonazos a los portones de las casas o a los coches de los vecinos. En ese momento no lo sabían, pero en esas tardes forjaron amistades y afectos que superarán el tiempo, los distintos estilos de vida y la distancia.
Durante la infancia de mis hermanos seguían vigentes algunos negocios que estaban ahí desde que llegaron mis abuelos en los cincuenta, como la tienda de la glorieta en la que se vendía petróleo y otros enseres. En lugar de ir a una tienda por huevos, a mis hermanos los mandaban a comprar con la vecina de la vuelta que abría una ventanita horadada en la puerta para entregar y cobrar la mercancía. Fue también parte de su panorama sonoro el ruido de las botellas de cristal en las que se repartía leche desde un anacrónico almacén de la calle de Rumania. Sin embargo, la colonia también estaba cambiando; llegaron, por ejemplo, las maquinitas que los distraían de regreso del mandado en el mercado de Portales y en las que seguramente se gastaban el cambio de las compras. Pero la novedad más excitante de todas fue la llegada de la heladería Danesa 33. Estaba justo en la esquina del Parque de los Venados, enfrente de la clínica del IMSS e hipnotizaba a todos los transeúntes con su enorme globo con el número 33 en color amarillo sobre un fondo azul. Quizás por ese velo de asombro que cubre todo durante nuestra infancia, para mis hermanos ese helado servido en un casco pequeño de futbol americano era el postre más maravilloso del mundo.
Mis hermanos han sido desde la infancia muy distintos entre sí. Mientras Rogelio perseguía su sueño de beisbolista en la liga infantil de Tranviarios que hasta la fecha se encuentra sobre Municipio Libre, mi hermano David en vacaciones puso a prueba sus habilidades empresariales y colocó un puesto de dulces afuera de la casa. Tenía ocho años, pero mis papás no se preocupaban por su seguridad, sabían que los vecinos y los empleados de la tintorería estarían al pendiente de él e incluso se convertirían en clientes al ver a ese niño tan dulce ofreciendo sus productos. No me cabe duda de que la infancia de mis hermanos fue feliz. Las fotos de la época muestran a mis padres jóvenes, con una sonrisa que los hace ver muy guapos y mis hermanos sólo tienen inocencia en los ojos y tranquilidad, como si intuyeran que no existía mejor refugio que los brazos de esos padres amorosos, ni mejor lugar que aquel departamento, ni calles tan llenas de amigos y aventuras.
Acá un poco de la época 👇