La veo, me veo y me transfiguro en multitud de colores y de tiempos. Estoy y estuve en muchos ojos. Yo sólo soy memoria y la memoria que de mí se tenga.
Elena Garro
I.
Mi abuelo David Almanza tenía ocho años cuando militantes del Partido Nacional Revolucionario llegaron a Atlacomulco, Estado de México. A él, como a muchos otros, le ofrecieron una torta a cambio de ir de acarreados a un mitin político en la plancha del Zócalo de la Ciudad de México. No tardó mucho en decir que sí. ¿Torta y pasaje de tren gratis? ¿Quién lo pensaría dos veces? Se despidió de su abuela y se encaminó al entonces Distrito Federal. Para cuando terminó el evento político, mi abuelo decidió no tomar el tren de vuelta. Lo imagino embelesado con la Catedral y el tumulto de las calles del Centro Histórico que asemeja un hormiguero. Siendo un niño decidió probar suerte en la urbe. Localizó a unos parientes que le dieron cobijo sólo un par de noches. Supongo que para ellos aquel dicho de “el muerto y el arrimado a los tres días apestan” aplicaba incluso cuando el “arrimado” era un niño pequeño. No sé cuánto tiempo vivió en las calles, sólo sé que su carisma y buena estrella hizo que unas prostitutas se apiadaran de él y lo llevaran a vivir con ellas. Al poco tiempo tuvo su primer trabajo como repartidor de periódicos. Así creció mi abuelo David, voceando alegremente las noticias entre el barullo de comerciantes, conociendo a personas de muy distinto origen, aprendiendo que los extraños pueden ser más bondadosos que la propia familia y con poco más que sueños en los bolsillos.
Mi abuela Cleofas Pérez era originaria de Chignahuapan, Puebla. Fue una de muchas hijas y, pese a sus esfuerzos, nunca pudo ser la favorita. La relación con su madre siempre fue complicada, pero ellas no tuvieron toda la culpa, mucho influyó el tiempo que les tocó vivir. Mi bisabuela Juliana era una jovencita durante la Revolución y siempre que llegaba el rumor de que iban a pasar las tropas por el rancho todas las mujeres se escondían en hoyos que se cavaban en el monte como refugio. De esta manera, los primos con todo y escopetas las protegían de posibles raptos o violaciones. La solución a este peligro era casarlas sin importar con quién. Bajo esta lógica mi bisabuela de quince años terminó casada con un hombre de setenta. El juego para mi bisabuela estuvo amañado desde el principio. ¿Cómo construir una familia desde esta posición? ¿Cómo sonreír a los ataques de celos de un marido que se envilece en la medida en la que te ve florecer? ¿Cómo amar a alguien que te recuerda lo que tu vida no fue?
Después de años de suspicacia y malos tratos, mi abuela decidió dejar a su marido e irse a trabajar en una tienda de abarrotes que su hermana tenía en Apizaco, Tlaxcala. ¿Y qué hacían entonces las mujeres cuando por encontrarse en una situación precaria no podían cuidar de sus hijos? Repartirlos, mandarlos a vivir por temporadas con otros familiares para que ofrecieran compañía o trabajaran. Fue ésta la malograda suerte de mi abuela Cleofas cuando era muy pequeña.
Entre las vivencias que trastocaron la infancia y juventud de mi abuela hay tres en los que la sensación de desarraigo y falta de un hogar propio fueron determinantes. La primera fue cuando le tocó irse un tiempo con una tía en Puebla que la trató como sirvienta y la obligó a dormir en el piso del baño. Cuando mi abuela hablaba de esto no daba muchos detalles, el recuerdo de ella como niña acurrucada a un lado del W.C. era suficiente. La segunda, fue la temporada que pasó en el rancho de su abuelo Quirino. Allí aprendió a andar a caballo, se encargó de servirles comida y pulque a los entenados y conoció de cerca lo dura que era la vida del campo poblano con ese aire helado y sol que queman la cara. Aunque esta etapa le dio varios motivos para sonreír, decidió abandonar el rancho para ir a Apizaco y estar con su madre. En esa pequeña ciudad, enmarcada por las vías del tren y el paisaje de La Malinche y la Cuatlaplanga, mi abuela vivió ese tercer momento de conciencia de falta de un hogar propio. Un día, sin razón ni previo aviso, volvió a la casa que habitaba con su madre para encontrar la puerta cerrada con llave. Su madre había partido de viaje, dejándola sin ropa, comida, dinero o techo. Una vecina le ofreció ayuda y la acogió unos días hasta que logró localizar por telegrama a su hermano Macario, quien se ofreció a llevarla al Distrito Federal.
II.
Mi abuelo David durante su juventud fue ayudante y aprendiz de tintorero en la Colonia Roma. El dueño era una persona bondadosa y le permitía dormir en el local. La confianza y afecto que se ganó mi abuelo fue tal que cuando llegó el momento de jubilarse, el jefe decidió obsequiarle la tintorería. Lo único de lo que tendría que encargarse mi abuelo era de pagar la renta del local. En un puñado de años mi abuelo dejó de ser ese niño de provincia que repartía periódicos para convertirse, por fin, en el dueño de un pequeño negocio en la capital.
Por su parte, mi abuela Cleofas trabajó de dependienta en la tienda de ropa del esposo sirio libanés de su media hermana Beatriz. Gracias a ese roce con otra cultura, su buena sazón poblana se enriqueció con guisos y tradiciones extranjeras. Desde entonces comenzó a preparar su café en las típicas jarras de cobre del Medio Oriente y se apropió de la receta de hojas de parra rellenas para convertirla en uno de los guisos fundamentales de la familia.
Mis abuelos se conocieron un día en que ella pasó a saludar a su hermana Felicitas que trabajaba como planchadora en la tintorería de mi abuelo. Mi abuelo estaba lejos de ser un hombre guapo, pero su encanto lo hacía atractivo incluso para una mujer tan bella como mi abuela. No me extrañaría que desde ese primer encuentro ella hubiese quedado prendada de su vitalidad y él de su belleza. Si no, ¿cómo se explicaría que poco tiempo después de conocerse mi abuelo impulsivamente se bajase del tranvía en el que viajaba sólo porque alcanzó a distinguir a mi abuela caminando por la entonces calle de Niño Perdido? La buscó entre la gente, le ofreció acompañarla a su casa y ella aceptó halagada por esa inesperada atención. No tardaron mucho tiempo en casarse y tener a sus primeros dos hijos: Sergio y Lourdes.
Su primer hogar como matrimonio fue un departamento en La Roma convenientemente cercano a la tintorería, que sin embargo resultó una pesadilla para mi abuela, acostumbrada como estaba ella al cielo diáfano de Puebla y no a que el paisaje se agotara en el muro de concreto del departamento contiguo. La necesidad de mudarse no fue clara hasta que la infestación de ratas en la zona atacó y mordió a uno de los bebés mientras dormía en su cuna. Enseguida comenzó la búsqueda de un terreno para construir una casa propia. Después de que La Roma o Del Valle fueran rápidamente descartadas por sus elevados precios, un amigo les sugirió ver un lote que se estaba vendiendo en Portales. El terreno se encontraba entre las calles de Emperadores y Presidentes, nombres rimbombantes que para nada reflejaban el estado de la colonia. Sin embargo, el lote era barato y alcanzaba los 550 metros cuadrados, razón por la que no dudaron mucho en comprarlo. Cuando mis abuelos llegaron a la colonia, con un nuevo bebé en brazos (Patricia, mi madre), ésta era una zona en declive pero que pronto viviría un momento de desarrollo y bonanza.
III.
La colonia Portales se creó oficialmente en 1914, pero la urbanización se retrasó un tiempo por los combates revolucionarios que aún arrasaban con poblados de la capital. La traza de la colonia siguió siendo la misma que Francisco Cravioto y Herbert P. Lewis realizaron en 1888 cuando ésta era todavía una hacienda ganadera y agrícola. De ese pasado del siglo XIX permanecerá también la tradición del comercio que dio origen al Antiguo Mercado de Portales, que se instaló en el casco de la ex hacienda ubicado en la actual calle de Víctor Hugo y Calzada de Tlalpan.
Para cuando mis abuelos arribaron a Portales, el mercado había sido consumido por un incendio y muchas de las casas de adobe construidas al nacer la colonia estaban bastante deterioradas. Sin embargo, la promesa de vida que ofrecía Portales era justo lo que buscaban mis abuelos: servicios básicos, buenas y múltiples vías de transporte y, en el plano educativo, el barrio podía presumir de contar con una de las veintiún escuelas primarias diseñadas por Juan O ‘Gorman como jefe de Edificios en el DF y que formaban parte del proyecto educativo de Narciso Bassols. Este edificio funcionalista era una muestra concreta de aquellos sueños de modernización posrevolucionaria que durante algunas décadas propiciaron la movilidad social de gran parte de la población mexicana. En esa primaria, la Carlos A. Carrillo, estudiarán sus hijos, quienes pertenecerán a una generación que a pesar del origen humilde de sus padres logrará aspirar a una carrera universitaria.
El llamado desarrollo estabilizador, que comenzó en el sexenio de Manuel Ávila Camacho, fue la brisa que impulsó la economía de mis abuelos y también el desarrollo de la colonia. Al mismo tiempo que comenzaba la construcción del Parque Pancho Villa (coloquialmente conocido como Parque de Los Venados), mis abuelos empezaron a construir su casa. Apostaron a levantar primero un pequeño departamento en el que habitaron mientras terminaban la casa principal, un espacio que después se podría rentar para tener un ingreso extra. Después siguió la construcción de la accesoria que albergaría la nueva tintorería que mi abuela atenderá y de la que deberá sacar el gasto mientras mi abuelo destinaba las ganancias del negocio de la Roma a la construcción de la casa principal. Que las casas cumplan la doble función de hogar y negocio es una práctica que hasta la fecha se mantiene viva en Portales. Quizás a esto se deba que muchos de los vecinos se reconozcan más por su profesión u oficio que por su nombre de pila: la maestra, el carnicero, el sastre, el dentista, el hojalatero, la secretaria. La familia de mis abuelos fue la de los tintoreros.
A pesar de que vivían a tan sólo diez manzanas del Parque de Los Venados, mis tíos y mi madre no lo frecuentaron durante su infancia. ¿Para qué? Las calles eran suyas, podían jugar en las tardes con los demás niños de la cuadra, mirar la tele en casa de algún vecino bendecido con tan raro electrodoméstico, comprar hielo seco en la fábrica de la calle Emperadores o simplemente quedarse en el jardín que mi abuela tanto luchó para tener en casa. Un jardín en el que ella pasará tantos fines de semana escuchando el rumor del tránsito de Tlalpan mientras su esposo disfrutaba de una corrida de toros y un ron Castillo con Ginger ale.
Mis abuelos, y por consecuencia sus hijos, tuvieron la fortuna de ser favorecidos por el Milagro Mexicano, ese lapso en el que el PIB pasó de 88, 218 millones a 304, 600 millones de pesos con una tasa media anual de crecimiento de 10.90 %. Su esfuerzo y trabajo rindió frutos en este contexto excepcional, pasando de no tener nada a ser dueños de una casa y dos negocios. Pudieron darles a sus cuatro hijos (Sergio, Lourdes, Patricia y David) un futuro distinto al suyo y la libertad de escoger lo que harían de sus vidas sin que su origen fuese determinante.
Así como en la novela La región más transparente la ciudad de México es el personaje principal que contiene las historias imaginadas por Carlos Fuentes, la casa construida por mis abuelos será el escenario de los recuerdos más queridos de mi madre, quien pasará incontables tardes en la tintorería haciendo sus tareas bajo la resolana, rodeada por el olor a gas nafta y escuchando Nuestro Juramento en la radio.
Acá un poco de lo que escuchaba mientras escribía el texto 🎧