El indiscreto ¿encanto? de los súper ricos. Notas sobre Succession, White Lotus y El triángulo de la tristeza.

I

Lo más probable es que nuestro camino nunca se cruce con el de ellos. Sin embargo, su existencia nos afecta, su vida moldea y limita la nuestra. Son parte de nuestro imaginario cotidiano, son uno de los ingredientes que componen nuestros sueños y pesadillas. Estoy hablando de los “súper ricos”, esas personas con fortunas económicas inimaginables para el 99% de la población mundial. 

Los estereotipos sobre dicho estrato social, como todas las tipificaciones, son inexactos. Hay elementos que se acercan a la realidad y otros que de plano son absurdos. Pero, sin importar su veracidad, las representaciones de los «súper ricos» crean una mirilla a través de la que espiamos esos mundos que jamás navegaremos. Y la cultura de masas, así como las redes sociales, han sido los vehículos idóneos para esparcir esas imágenes, a veces críticas, a veces celebratorias, de la riqueza. 

Las representaciones positivas las podemos reconocer en series como Downton Abbey o The Crown. Estas dos producciones han reavivado con éxito una nostalgia por la aristocracia, un orden social en el que la desigualdad se justifica gracias a una “razón superior” que obliga a los individuos a aceptar su rol dentro de la sociedad, aplazando de esta manera cualquier sueño de movilidad o libertad. Dentro de esta lógica, incluso aquellos en la cima de la escala social “sacrifican” sus deseos personales a favor del “bien común”. Así, el privilegio es retratado como el látigo de la responsabilidad. 

Esta nostalgia es un fenómeno interesante, tal pareciera convencernos de que el tipo de desigualdad social producida por un régimen aristocrático poseía un sentido valioso en contraposición a la inequidad en la que vivimos actualmente. Es como si fantaseáramos con que nuestros explotadores tuvieran “mejores” credenciales para apretarnos el cogote. No sé, algo así como un título nobiliario o, de perdido, un apellido que suene a abolengo o dinero “viejo”. Como si esto bastara para hacer las paces con la desigualdad y contentarnos con la posición precaria en la que estamos.

Como hay representaciones de la clase alta benevolentes, también existen otras que subrayan su lado desagradable. Una arista sombría del poder económico que tiene una larga historia dentro de los imaginarios sociales y que podemos relacionar rápidamente con ese decadentismo a la Gran Gatsby. Y con el auge de la ideología neoliberal a partir de los 80s, se han multiplicado los retratos negativos de la riqueza financiera como aquel mostrado en la película American Psycho a principios de este siglo y cuya huella se puede rastrear hasta el día de hoy en series como Succession o en la menos famosa Industry.

Las estampas críticas de las élites económicas se caracterizan por exponer la más deleznable naturaleza de dichos grupos. Iluminan su vulgaridad, machismo, mezquindad, corruptelas, extravagancia infantil e incluso, con cierta regularidad, exhiben una serie de prácticas sexuales harto desconcertantes. Y el público al que llegan estas imágenes, ese 99% del mundo que no es parte del clan, suele experimentar cierto consuelo y gozo al contemplar los retratos imperfectos y repudiables de la riqueza. Es como si su miseria humana los arrastrara a tierra con el resto de nosotros.

En el fondo, no importa tanto si las representaciones de la riqueza son negativas o positivas, ambas suelen centrarse en el lado humano de quienes tienen el poder económico y profundizan muy poco en las razones estructurales que hacen posible que ocupen su trono. Lo más complicado de las narrativas populares de la riqueza es que éstas sirven de herramientas para normalizar la desigualdad y el enriquecimiento. 

Si acaso sentimos simpatía por las élites económicas, las admiramos y compramos ese discurso aspiracional que nos dice que con esfuerzo y sacrificio podremos mejorar nuestras condiciones materiales. Si nos provocan antipatía, las enjuiciamos moralmente y escudriñamos con un aire de superioridad. Un gesto que por sí sólo no se traduce en una crítica compleja a las estructuras que las protegen. No hay manera, ellos siempre llevan ventaja.

II

¿Y quiénes son los dichosos «súper ricos»? A grandes rasgos, son un exclusivo grupo de hombres blancos con un promedio de edad de 63 años. Para ellos no hay fronteras porque son los verdaderos cosmopolitas que viven en un mundo construido por y para ellos. Si bien dentro de este grupo también hay mujeres, ellas suelen jugar el papel de herederas y no tanto de productoras de riqueza. Aunque poco a poco aumenta la presencia femenina en el mundo empresarial y financiero. 

¿Y qué filamentos sociales les han permitido amasar sus fortunas? Bueno, la economía global de las últimas décadas, marcada por la desregulación financiera, el surgimiento de empresas multinacionales y el retraimiento del Estado, ha sido el campo de cultivo perfecto para el enriquecimiento de unos pocos. Ni las crisis económicas, ni la pandemia de Covid 19 y mucho menos los discursos populistas que desde distintas latitudes han declarado el fin del neoliberalismo, han hecho tambalear a la élite económica. Al contario, los ricos cada vez son más ricos.

A este bajón que provoca la realidad, podemos agregar el hecho de que estos “súper ricos” también invaden nuestro tiempo de ocio y pensamiento. Alrededor de sus vidas se genera un río inagotable de historias personales con la finalidad de “compartir” su cotidianidad, sus “luchas” para alcanzar el éxito y sus fracasos que rápidamente transformaron en oportunidades para superarse. Todos estos retazos de la vida de la élite económica resaltan sus aspectos personales y promueven una ilusión de cercanía. Dicha sensación de “proximidad” es el golpe maestro que normaliza su lujoso estilo de vida y obscurece cómo se vincula su existencia con la desigualdad económica.

No importa si es morbo, aburrimiento, fascinación o desprecio lo que nos lleva a dedicar tiempo a mirar aquellos fragmentos de la vida de los “súper ricos”, ese despliegue artificioso de “su” realidad, provoca que nos acostumbremos a los atavíos del rango y la prepotencia del privilegio. Se vuelven parte de nuestra vida, aunque nunca lleguemos a rozar siquiera el mundo en el que viven los acaudalados.

III

Los personajes de la serie White Lotus y de la película El triángulo de la tristeza son caricaturas de los “súper ricos” destinadas a reducirlos a meros descerebrados. No es ninguna sorpresa que, en una sociedad tan polarizada y desigual como la nuestra, nos entretenga y provoque tanto gozo ver a las clases altas desde un punto de vista tan degradante. En un contexto en el que las condiciones materiales que nos oprimen se presentan como algo inamovible, parece no haber nada más satisfactorio que ver a los ricos nadando entre sus propios desechos o exhibidos como primitivos oportunistas con ideologías y valores en decadencia capaces de vender a su propia madre con tal de lograr un buen negocio.

No lo podemos negar, imaginar a las élites en el fango brinda consuelo y por un momento nos lleva a pensar que es mejor dejar atrás la mala sangre porque a fin de cuentas los ricos no son más que un grupo de viejos seniles, pervertidos, vanidosos “niños de papá” y mujeres histéricas que llevan una vida errática, solitaria y de agotadoras apariencias. Dentro de cada uno de nosotros crece la satisfacción al confirmar nuestros prejuicios sobre las élites y nos vanagloriamos de tener una vida precaria pero más “real”.

El problema con esta ilusión de ajuste de cuentas simbólico es que dejamos de distinguir entre los agentes reales del poder y sus encarnaciones en el cine o TV. Arremetemos contra las representaciones de la riqueza encarnados en personajes populares, sin caer en cuenta de que luchamos contra meras sombras. Voluntariamente renunciamos a nuestro derecho a cuestionar el impacto que tiene concretamente la clase alta en nuestra vida, a cambio de la satisfacción instantánea que provoca descargar nuestra ira y angustia frente a una pantalla.

Es muy fácil caer en la trampa de confundir la antipatía hacia los ricos con una verdadera crítica a la desigualdad económica. Paradójicamente, terminamos haciéndoles la chamba de obscurecer los procesos estructurales que reproducen las ventajas de las elites, sometiéndonos nosotros mismos al orden arbitrario de las cosas.

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