La necesidad de trabajar, las fechas de entrega y las horas facturables nos obligan a navegar entre los dos extremos del día. No importa si somos personas más productivas bajo el efecto de la primera taza de café o bajo una luz artificial encendida a medianoche, la vida adulta nos hace adaptarnos y aprendemos a dominar nuestro sueño. Sin embargo, pese a esos horarios artificiales, la mayoría de las personas tendemos a pertenecer a la tribu de los madrugadores o a la de los noctámbulos. Yo soy miembro del primer club, lo mío es la “desmañanada”.
Desde que iba a la primaria he encontrado en la penumbra matutina una suerte de rebeldía y de alegría secreta que no puedo disociar de los primeros chispazos de mis obsesiones y sueños. La primera vez que me desperté conscientemente a horas en las que todos dormían fue para estudiar para un examen sobre placas tectónicas. Después de planchar mi rasposo uniforme de escuela oficial, extendí mi cuaderno sobre el “burro” y me senté en la orilla de la cama.
Eurasia: zona geográfica que se extiende desde España hasta China. Esta área comprende los continentes de Europa y Asia unidas. Es la masa continental más grande del mundo.
¿Era la sed de conocimiento la que me motivaba a repasar a esas horas? Para nada, simplemente el día anterior había preferido jugar en lugar de estudiar. Paradójicamente, fue la irresponsabilidad la que hizo posible que creara el hábito y disciplina de levantarme temprano.
Así, la madrugada rápidamente se convirtió en una grieta en el tiempo que era sólo para mí, un momento en el que yo existía fuera de la mirada adulta, un espacio en el que creaba un mundo secreto, y por tanto, muy mío. Ese estar despiertas a horas en las que debía estar durmiendo, también me puso en contacto con el “enajenante” mundo de la cultura de masas que tantas úlceras le sacó a los pensadores de la Escuela de Frankfurt.
Mientras cursaba la secundaria la buena fortuna me sonrió y mis papás me dejaron tener una televisión en mi cuarto. El flechazo con la “caja idiota” fue inmediato: el zumbido que emitía al encenderse y los segundos de explosión que llevaban a la barra de colores estáticos, servían de portal hacia otro mundo que me arrancaba de mi habitación.
No me importaba el programa que se transmitiera, disfrutaba incluso cuando ponían el himno nacional y más de una vez miré un críptico programa de discusión política en el que se hablaba de partidos, elecciones, crisis económicas y muchas otras cosas que hasta la fecha sigo sin comprender del todo. Me divertía jugar a ser adulto, escuchar palabras irreconocibles y estudiar los gestos en exceso histriónicos de los comentaristas. Pero este juego era la antesala del verdadero ocio: ver caricaturas.
Mi devoción a la Santa Trinidad (Don Gato, La Pantera Rosa y Los Picapiedra) llegó a tal grado que comencé a dormir con el uniforme puesto para exprimir al máximo esos momentos frente a la televisión. No tardaron en descubrirme alguno de mis papás, pero pese al regaño producto de mis estratagemas, este pequeño percance no interrumpió mi affaire con la pantalla chica.
Mi adicción sólo empeoró con los años, alcanzando su cumbre con la llegada de la tele por cable. En especial, fue el arribo de MTV lo que me trastocó para siempre con esos comerciales bizarros y programas desquiciados que hoy serían políticamente incorrectos y sólo serían transmitidos por algún canal de YouTube. No me queda duda de que fueron los videos musicales los que me condenaron. Esa cámara y narrativa tan característica de los noventa, la sobrexcitación visual, la fascinación macroscópica, la aceleración y la sucesión de planos fueron parte de la magia negra que me mostró otros universos, transformándome de manera radical.
Como muchas personas de mi generación, soy producto de las crisis político-económicas y de la cultura de masas. Son incontables las lecciones de vida que me brindó la televisión. Mucho de lo que pienso sobre el amor, la música, la literatura, el arte y el mundo proviene de la pantalla chica. Sonaría mejor decir que mi educación sentimental se remonta a mi lectura de los clásicos y no a las horas que pasé viendo Viajeros en el tiempo o Scooby Doo, pero sería una impostura.
Estoy plenamente consciente de que la televisión y la industria del entretenimiento masivo tienen aspectos muy negativos como la reproducción de visiones clasistas, sexistas y racistas del mundo. Puedo afirmar que esta cultura fomentó en mí expectativas irreales de la vida, promovió desórdenes alimenticios e incluso es “culpable” de mi primera borrachera solitaria a los 14 años. Pero en estos tiempos en las que florecen discursos moralizantes en contra de la industria del entretenimiento, prefiero concentrarme en lo positivo de ésta. La cultura de masas no sólo significa enajenación en beneficio de los poderes e intereses dominantes, también ha poseído un potencial libertario que en más de una ocasión se ha sabido aprovechar.
La televisión estimuló mi curiosidad e imaginación, puso el mundo a mi disposición, significó una herramienta a la vez de proyección, así como de creación de identidad… en resumen, me parece que me ha hecho más bien que mal.
Y bueno, se suponía que este largo romance con la cultura de masas serviría para hacer un texto breve, pero sin querer se ha convertido en una serie de textos sobre las dimensiones desconocidas que me develó la llamada, inmerecidamente, “caja idiota”: el amor, la música, el cine y la literatura.