Confesiones de una amante inconstante o las razones por las que dejé de ser fan

“You are the party that makes me feel my age”, Pulp.

Hace unos días se realizó uno de los festivales de música más emblemáticos de mi ciudad. No tenía planeado ver la transmisión en vivo, pero la curiosidad me ganó. A lo mucho vi una hora. Como en cualquier festival, la calidad entre bandas varió bastante. Pero lo que no me esperaba era ver resucitadas a agrupaciones cuya celebridad se extinguió, como mínimo, hace una década.

Observar a varios representantes de la música de mi generación tan envejecidos, reafirmó mi percepción de que como fanática me he convertido en una amante inconstante. Antes iba a todos los conciertos que podía, aceptaba cualquier invitación o boleto gratis. Ahora rara vez voy.

Mis razones son varias:

  • El precio excesivo de los boletos, incluso los de gayola, me hacen sentir estafada.
  • Las bandas no necesariamente suenan mejor en vivo.
  • Es una lata llegar y salir de los recintos.
  • Hay una alta probabilidad de que ir al concierto me haga sentir de mi edad y/o fuera de mi clase social.
  • Van en aumento los individuos que se dedican a bloquear la vista con sus celulares porque están grabando algo para sus redes.

Ni por las bandas que marcaron mi juventud asisto a un concierto. Y es que nadie te advierte el potente daño a la autoestima que te puede provocar ver a tus héroes de la adolescencia, todos panzones y sin aliento en el escenario. Son poquísimos quienes llevan la vejez con elegancia y sin perder un ápice de vitalidad. Pero no todos pueden ser Patti Smith, Stevie Nicks, David Byrne o Caetano Veloso.

Sólo una agrupación me hace flaquear: Depeche Mode. Si bien está lejos de ser mi banda favorita, sí es la que me ha acompañado en cada una de mis etapas. Se ha adaptado a mi vida y yo a su trayectoria. Y cuando los escucho en vivo, reconquisto la capacidad de cantar y sonreír como una niña sin miedo a ser vista.

En mi experiencia, Depeche Mode reúne en sus shows a personas muy distintas entre sí. Clases sociales, edades, tendencias políticas y orígenes se diluyen durante un par de horas bajo el encantamiento de esta agrupación inglesa. Estamos ahí congregados porque amamos al menos una de las facetas de Depeche. Ya sea la joven banda de sonido industrial, la del look de vaqueros salidos de un comercial de Pepsi, la compuesta por brillantes tóxicodependientes, la de los tipos con crisis de mediana edad o aquella que nos recuerda que algún día disputaremos un juego de ajedrez con la muerte. Depeche Mode tiene el mérito de cruzar transversalmente la sociedad, así como lo hicieron los Beatles o los Doors.

“Help me believe in anyhing / ‘Cause I wanna be someone who believe”, Counting Crows.

La palabra fan viene del latín fanaticus y se refiere a un templo u hogar sagrado. Y desde hace tiempo, una de las encargadas de crear santos populares ha sido la industria musical. Esta industria fabrica ídolos que nos ayudan a sobrellevar la apabullante experiencia de estar vivos. Su música nos consuela, permite que revivamos emociones pasadas y sacia nuestra sed de ser más de lo que somos, aunque sea durante unos minutos. Tal vez sea por esa función sagrada de la música popular que tendemos a atribuir cualidades extraordinarias a nuestros intérpretes predilectos. Los convertimos en santos seculares y nos transformamos en creyentes. Y como tales, nuestro diezmo no se limita a lo monetario. Damos también nuestro tiempo y dedicación. Coleccionismo, fetichismo, obsesión, sacrificio… nada de esto le es ajeno a un fan.

Ser fan, me parece, es más fácil durante la pubertad y adolescencia porque estamos descubriendo el mundo y luchamos por un lugar dentro de él. Durante estas fases, nos enfrentamos al dilema de convertirnos en alguien. Y la música es el artilugio que tenemos a mano para afirmarnos y gritarle al universo que estamos aquí.

Yo también quise creer en algo, ser alguien. Pero rápidamente me di cuenta de que mi salvaje sueño de estar en un escenario, interpretando el solo de guitarra más poderoso de la historia, nunca sería realidad. Mis talentos y habilidades musicales fueron nulas desde la infancia. Pero si no era capaz de convertirme en una “estrella”, al menos podría ser fan y mi doctrina elegida fue el brit pop.

Como buena fan tapicé mi cuarto con posters, atesoré recortes de revistas, llené disquetes de fotos con pésima resolución, imité la estética del brit pop, me apropié la computadora familiar para entrar en foros sobre música y pasé tardes enteras descifrando las letras de las canciones. Sobre esto último, reconozco que en ese entonces mi escaso conocimiento del inglés y la falta de referencias culturales me llevaron a interpretaciones bastante erradas. Sin embargo, mis limitaciones no impidieron que creara significados personales. Logré que las canciones fueran mías y para nadie más.

“Please don´t put your life in the hands of a rock and roll band/ Who´ll throw it all away”, Oasis.

Pese a la espléndida sensación de pertenencia, ser fan no es fácil. El esnobismo es un padecimiento común entre la comunidad. Siempre hay alguien que sabe más o que puede gastar más dinero, transformándolo todo en una competencia. Otra pesadilla de los fans es que, más seguido de lo deseable, las bandas que veneramos suenan terrible en directo o, peor aún, los integrantes son unos cretinos consumados. Estas dos últimas decepciones se materializaron cuando vi por primera y última vez a mi banda de la adolescencia. Sonaban como amateurs y los miembros de la banda actuaban como idiotas.

Con ese fatídico concierto comenzó mi desintoxicación del fanatismo, un proceso que se aceleró gracias a mi primera decepción amorosa. Acá una síntesis de la patética experiencia: era una adolescente solitaria cegada por el amor a la música y dirigí ese amor hacia un chico cuyo único mérito era que escuchaba a Depeche Mode y que un día descifró en mi dirección de correo electrónico el tributo que le rendía al brit pop. No tardé mucho en comprender que mis razones para enamorarme de este chico eran bastante cuestionables, en especial porque ni siquiera me resultaba simpático.

Dejé de ser fan por completo gracias al empujón que me dio mi fallido amor platónico. Abandoné la lectura de biografías de los artistas que me gustaban, no vi más documentales de VH1 sobre música, ya no me obsesioné con tener todos los cd´s, ni me estudié religiosamente las letras de las canciones. A partir de entonces, consumo desordenadamente la música que me gusta, no busco datos para adivinar sentidos ocultos, ya no me importa si entiendo o no. Me empeño en escapar del fanatismo, así tengo todo por aprender y me sorprendo fácilmente. No impongo mi gusto musical ni alecciono a nadie.

 “Nunca conozcas a tus ídolos” se convirtió para mí en regla de vida y la he seguido puntualmente. Hace unos años, en las calles de Zacatecas, en el marco de un festival literario, me crucé con Bob Geldof. Sí, el protagonista de “The Wall” de Pink Floyd, el organizador del Live Aid y el vocalista de The Boomtown Rats. No quise abordarlo. Acercarme sólo hubiese roto la mística que lo rodea. En un instante hubiese dejado de ser un ente mitológico para convertirse en alguien como yo. Me concentré en el púrpura de sus zapatos de gamuza y seguí adelante.

Si bien dejé de ser fan, nunca he dejado de reconocer ese halo especial que tienen los artistas que admiro. De hecho, en mi forma de ver las cosas, sólo dejando de ser fan puedes mantener intacta esa pátina mítica que los envuelve. Tanta pasión, demasiado involucramiento, fractura la magia.

“There´s a pain / A famine in your heart/ An aching to be free”, Depeche Mode

La reciente lectura del libro Porque demasiado no es suficiente en el que Mariana Enríquez relata su “historia de amor” con la banda Suede, me ha hecho preguntarme si uno puede llegar a ser rocker siendo una persona introvertida y con una vida anodina. Los bien portados miembros de The Killers me dirían que sí, pero no estoy tan segura de qué opinarían los rudos integrantes de Led Zeppelin.

Estoy lejos de ser una rocker girl como la gran Mariana Enríquez. Nunca he estado en el lugar correcto para vivir en descontrol. Siempre se ha interpuesto algo. O las fiestas fueron un fracaso o los bares estaban desiertos. Siempre demasiado tarde o demasiado temprano. Supongo que no todos podemos tener experiencias dignas de ser incluidas en una novela de Hunter S. Thompson.

Viviendo mis tardíos 30, tengo la sospecha de que en el fondo nunca quise ser una rocker girl o una fan cool. Mi sueño último no era sólo admirar a las bandas que me gustaban. Quería tomar de ellos ciertas cualidades que deseaba para mí. En especial, quería confiar en mí misma y en algún sentido eso me lo dio Depeche.

La faceta de Depeche Mode que me marcó fue la del disco Ultra. Todo alrededor de ese disco me impresionó: la noticia de la sobredosis de Dave Gahan, la estética que rompía con su burbujeante imagen de los ochenta y los videoclips que traducían majestuosamente las ambivalentes emociones que figuraban en las letras.

Ira, deseo, aburrimiento, altanería, cinismo y desesperación eran cosas que yo misma comenzaba a descubrir y que entendía mejor a través de esta propuesta musical y estética. Depeche Mode miraba de frente, e incluso fetichizaba, la ruina, la desesperanza y lo incómodo. Abrazar esta faceta de su trayectoria, me hizo la vida más fácil y comencé a combatir lo que me dañaba con una actitud desparpajada, humor ácido e inmensas cantidades de delineador negro.

El Depeche Mode de finales de los noventa también enriqueció mi percepción de la belleza e incluso fracturó el binomio feminidad/masculinidad. Antes de ellos, me atraía la estética grunge, pero era tal la cantidad de testosterona que implicaba que nunca pude hacerla realmente mía. No sucedió lo mismo con Dave Gahan, el vocalista de Depeche. Ya fuera ataviado con un abrigo de peluche o vestido todo de negro, invariablemente me transmitía una sensualidad andrógina inusual para una década que se cerraba bajo la dominación de las boy bands y el gangsta rap.

No obstante, mi fascinación con Dave Gahan no me llamaba a la fila del fanatismo, no quería ser una rocker girl en el sentido que plantea Mariana Enríquez en su libro. No soñaba con él en un sentido romántico, más bien fantaseaba con parecerme a él. Deseaba estar en su piel y conducirme con la fuerza que le daba esa mixtura de feminidad y masculinidad.

Hasta la fecha, cada vez que me siento insegura o perdida, pienso en el flaco Gahan del Ultra e imito su manera de andar. De repente ya no soy sólo yo, llevo conmigo algo de su magia a mi existencia. Cuando más feliz estoy y bailo en la sala de mi casa, también pienso en Gahan y me siento tan libre como él cuando está sobre un escenario. Al final parece que logré mi cometido, he logrado incorporar algo de lo que más amo de Depeche Mode a mi vida.

Como fan soy una amante inconstante, pero esa distancia me hace rendirles tributo de una forma, no más profunda, pero sí más mía. 

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