La herencia

«No hay necesidad de apresurarse.

No hay necesidad de brillar.

No es necesario ser nadie más que uno mismo»

Virginia Woolf

Mi abuela materna falleció a los 98 años. Sus últimos meses los pasó en cama bajo los cuidados de quienes estuvimos dispuestos a permanecer a su lado. Cuidar a alguien que no se puede valer por sí mismo no es sencillo, y todo se complica un poco más si la persona enferma ha pasado décadas enteras empeñada en alejar a la gente que la rodea. Mi abuela ofendió amigos, desdeñaba a extraños y hería a familiares. Incluso siendo una viejecita indefensa era capaz de fulminarte con la mirada.

Nunca fue una persona fácil, sus hermanas dicen que fue problemática desde pequeña. Quienes la quisimos también le teníamos miedo. Sabía qué decir, de qué hilos tirar, qué broma lanzar para hacerte sentir insignificante. La relación con ella, la forma de vivir su amor era de esas cosas que llevan a cualquiera a terapia. O en su defecto, a poner tierra, ciudades y países de por medio. De niña soñaba con tener una abuela de cuento, como aquellas de las que hablaban las canciones de Cri Cri. Cabello rizado, chaleco tejido, sonrisa protectora. Pero a mí me tocó mi abuela, una mujer trabajadora, vanidosa y hostil. Desde pequeños aprendimos a llamarle “Má”, supongo que decirle “abuela” o “abuelita” era para ella una afrenta a su individualidad y juventud.

Incontables veces me pregunté por qué era una mujer a la que parecía costarle poco ser cruel. Sonará a cliché, pero realmente creo que la vida la hizo así. Mi abuela siempre se sintió un estorbo, así que luchó por su lugar en el mundo mientras cargaba un rosario de rencores y reclamos. Su madre no la quiso y la mandó a trabajar con unos familiares. Con ellos conoció una gama de maltratos, la insultaban y la hacían dormir en el piso del baño. En cuanto tuvo la oportunidad, migró al Distrito Federal con sus hermanas que tampoco la estimaban mucho. Se enamoró de mi abuelo y creyó que el matrimonio sería una especie de salvoconducto hacia una mejor vida. Obviamente, las cosas no salieron como esperaba. La persona con la decidió compartir su vida se encargó de hacerla sentir invisible y prescindible desde la luna de miel.

Descartado el amor, su paliativo fue entregarse al trabajo. Se sacrificó por su familia, unía sus zapatos con ligas para que no se deshicieran de lo viejos, guardaba el mejor bocado para su esposo y levantó varios negocios. Sin embargo, nunca cobró un sueldo, ni tomó vacaciones. Esos negocios, que sin ella no hubieran existido, nunca fueron suyos. Primero el “patrón” fue mi abuelo, después los demás varones de la familia. Esos fueron los tiempos que le tocó vivir, esas fueron algunas de las circunstancias que la hicieron una mujer dura, desconfiada y con una forma enrevesada de querer.

Durante años hice la broma de que mi abuela nomás no fallecía porque ni el cielo ni el infierno le querían abrir sus puertas. Estaba muy equivocada. Mi abuela murió porque así lo decidió. Se aferró a la vida hasta que se dio cuenta de que no podría volver a ser independiente. Depender de otros era la peor tortura para una persona que pasó su vida creando una coraza protectora. Un día simplemente dijo: “ya no más”. La severidad de su tono, impropia para alguien en su condición, me hizo retroceder con la medicina y dejarla en paz. Estaba claro que luchaba por conservar la última pizca de dignidad que le quedaba. No podíamos quitarle eso, nadie se lo merece. Un par de días después falleció.

Semanas antes de su muerte, durante uno de “mis turnos” de cuidados, mi abuela recordó la ocasión en la que a mis quince años me llamó “cabrona” por primera vez. Este comentario era un reclamo de atención, así como un deseo de “picarme” y hacerme enojar. Como ya era de noche, el cansancio pudo más, y mientras continuaba con la limpieza de su cuarto sólo atiné a decirle: “así es Má, siempre he sido bien cabrona porque tú nos lo heredaste. Aunque creo que yo soy todavía más cabrona que tú”. Mi respuesta, contrario a lo que esperaba, no le molestó en lo más mínimo. Rio orgullosamente mientras asentía con la cabeza. Satisfecha con mi respuesta no dijo más, cerró los ojos y se acomodó para dormir. Meses después he vuelto a pensar en este bizarro momento entre nosotras y me percato de que para ella ser una cabrona no era necesariamente algo negativo, esta palabra iba acompañada de virtudes como la fortaleza y la autonomía. Mi abuela sintió algo cercano al orgullo al ver que me había convertido en una mujer de carácter fuerte, una persona dispuesta a delinear su propio camino sin importar los costos.

Mi abuela era inagotable. Fue madre, mujer de negocios, cocinera ejemplar y pintora autodidacta. Cuando se le negó un espacio en el mundo, ella se levantó y buscó fortuna. Le dieron la espalda incontables veces, pero ella siguió y alzó una muralla a su alrededor. Construyó un lugar para ella, lleno de buganvilias y rosas rojas. Una casa en la que se entregó a la soledad, donde ocultó su necesidad de cariño. Me pregunto cómo hubiese sido la vida de mi abuela en un contexto menos opresivo para las mujeres. Quién hubiera sido ella sin tener que depender de un hombre, sin tener que ser “la señora de” para sentirse valiosa. Quizás hubiera sido más feliz, más libre. No habría sido de nadie, más que de ella misma. No tuve la abuela tierna que hubiese deseado, pero quizás su legado haya sido más valioso. A todas las mujeres de la familia nos heredó su astucia, su sed de libertad y el deseo de tener un lugar propio para y por nosotras en el mundo. A pesar de los malos ratos, elijo recordar las rosas envueltas en servilletas de papel, su sopa de fideos y las manchas de pintura de óleo.

Un comentario en “La herencia”

  1. Es una narración real de lo que sucede con respecto a la mujer desde hace muchísimos años. Su narrativa lo inmersa en las diferentes situaciones vividas por ustedes…es crudo, es intenso, pero nos deja palpable el amor entre usted y su abuela. La felicito por su narración.

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